San Juan Crisóstomo
Queridísimos, es una cosa muy buena la lectura de las divinas Escrituras. Da sabiduría al alma. eleva la mente al cielo, hace al hombre agradecido, nos impulsa a no admirar las realidades de aquí abajo, sino a vivir con el pensamiento puesto allá arriba, a realizar todas nuestras obras con la mirada fija en la recompensa que nos dará el Señor, a dedicarnos al trabajo de la virtud con gran entusiasmo. Gracias a ellas, podemos conocer la providencia de Dios, siempre dispuesta a prestar auxilio; la valentía de los justos, la bondad del Señor, la grandeza de los premios. Nos pueden impulsar a imitar fervorosamente la piedad de hombres generosos, para no adormecernos en las batallas espirituales y para confiar en las promesas divinas antes de que se cumplan.
Por esto os exhorto: ¡leamos con mucha atención las Escrituras divinas! Alcanzaremos su verdadera comprensión si nos dedicamos siempre a ellas. No es posible, en efecto, que quien demuestra gran cuidado y deseo de conocer las palabras divinas se quede en la estacada. Incluso si no tiene ningún maestro, el Señor mismo entrará en nuestros corazones, iluminará nuestra inteligencia, nos revelará las verdades escondidas; será Él nuestro Maestro en lo que no comprendamos, con tal de que nosotros estemos dispuestos a hacer lo que podamos (...).
Cuando tomamos en nuestras manos el libro espiritual, hemos de poner en vela nuestro espíritu, recoger nuestros pensamientos, echar fuera cualquier preocupación terrena. Dediquémonos entonces a la lectura con mucha devoción, con gran atención, para que se nos conceda que el Espíritu Santo nos guie a la comprensión de lo que está escrito, sacando así gran utilidad. Aquel hombre eunuco y bárbaro, ministro de la reina de los etíopes, que era un hombre importante, no descuidaba la lectura de la Escritura ni siquiera cuando estaba de viaje. Teniendo en sus manos al profeta [Isaías], leía con mucha atención, incluso sin comprender lo que tenía ante sus ojos; pero como ponía de su parte cuanto podía—diligencia, entusiasmo y atención—, obtuvo un guía (cfr. Hech 8, 26-40).
Considera, por tanto, qué gran cosa es no descuidar la lectura de la Escritura tampoco durante los viajes, ni yendo en coche. Escuchen esto quienes ni siquiera en su propia casa admiten que haya que leer la Sagrada Escritura, con la excusa de que conviven con su mujer o militan en el ejército porque están preocupados por los hijos, dedicados al cuidado de los parientes, o comprometidos en otros negocios.
Ese hombre era eunuco y bárbaro: dos circunstancias suficientes para que hubiese sido negligente. Otros factores eran su dignidad y sus grandes riquezas, y el hecho de viajar en una carroza, pues no es fácil dedicarse a la lectura cuando se viaja así; más aún, resulta costoso. Y, sin embargo, su deseo y su celo superaban cualquier impedimento. Hasta tal punto estaba enfrascado en la lectura, que no decía lo que muchos repiten en el día de hoy: «No entiendo lo que contiene, no logro comprender la profundidad de la Escritura; ¿por qué, pues, voy a sujetarme inútilmente y sin fruto a la fatiga de leer, sin nadie que me guie?». Nada de esto pensaba aquel hombre, bárbaro por la lengua pero sabio por el pensamiento. Creía que Dios no le despreciaría, sino que le mandarla pronto alguna ayuda de lo alto, con tal de que él hubiese puesto lo que estaba de su parte, dedicándose a la lectura. Por eso, el Padre benigno, viendo su íntimo deseo, no le descuidó ni le abandonó a sí mismo, sino que le mandó enseguida un maestro.
Este bárbaro está en condiciones de ser maestro de todos nosotros: de quienes llevan una vida privada, de quienes están enrolados en el ejército, de quienes gozan de autoridad. En una palabra, puede ser maestro de todos; no sólo de los hombres, sino también de las mujeres—tanto más que están siempre en casa—, y de los que han elegido la vida monástica. Aprendan todos que ninguna circunstancia es obstáculo para leer la palabra divina; que es posible hacerlo no sólo en casa, sino en la plaza, de viaje, en compañía de otros o cuando estamos metidos en plena actividad. Si nosotros hacemos lo que está en nuestra mano, pronto encontraremos quien nos enseñe. Porque el Señor, viendo nuestro afán por la realidades espirituales, no nos despreciará, sino que nos mandará una luz del cielo e iluminará nuestra alma. No descuidemos, por tanto—os lo ruego—, la lectura de la Escritura.
Por esto os exhorto: ¡leamos con mucha atención las Escrituras divinas! Alcanzaremos su verdadera comprensión si nos dedicamos siempre a ellas. No es posible, en efecto, que quien demuestra gran cuidado y deseo de conocer las palabras divinas se quede en la estacada. Incluso si no tiene ningún maestro, el Señor mismo entrará en nuestros corazones, iluminará nuestra inteligencia, nos revelará las verdades escondidas; será Él nuestro Maestro en lo que no comprendamos, con tal de que nosotros estemos dispuestos a hacer lo que podamos (...).
Cuando tomamos en nuestras manos el libro espiritual, hemos de poner en vela nuestro espíritu, recoger nuestros pensamientos, echar fuera cualquier preocupación terrena. Dediquémonos entonces a la lectura con mucha devoción, con gran atención, para que se nos conceda que el Espíritu Santo nos guie a la comprensión de lo que está escrito, sacando así gran utilidad. Aquel hombre eunuco y bárbaro, ministro de la reina de los etíopes, que era un hombre importante, no descuidaba la lectura de la Escritura ni siquiera cuando estaba de viaje. Teniendo en sus manos al profeta [Isaías], leía con mucha atención, incluso sin comprender lo que tenía ante sus ojos; pero como ponía de su parte cuanto podía—diligencia, entusiasmo y atención—, obtuvo un guía (cfr. Hech 8, 26-40).
Considera, por tanto, qué gran cosa es no descuidar la lectura de la Escritura tampoco durante los viajes, ni yendo en coche. Escuchen esto quienes ni siquiera en su propia casa admiten que haya que leer la Sagrada Escritura, con la excusa de que conviven con su mujer o militan en el ejército porque están preocupados por los hijos, dedicados al cuidado de los parientes, o comprometidos en otros negocios.
Ese hombre era eunuco y bárbaro: dos circunstancias suficientes para que hubiese sido negligente. Otros factores eran su dignidad y sus grandes riquezas, y el hecho de viajar en una carroza, pues no es fácil dedicarse a la lectura cuando se viaja así; más aún, resulta costoso. Y, sin embargo, su deseo y su celo superaban cualquier impedimento. Hasta tal punto estaba enfrascado en la lectura, que no decía lo que muchos repiten en el día de hoy: «No entiendo lo que contiene, no logro comprender la profundidad de la Escritura; ¿por qué, pues, voy a sujetarme inútilmente y sin fruto a la fatiga de leer, sin nadie que me guie?». Nada de esto pensaba aquel hombre, bárbaro por la lengua pero sabio por el pensamiento. Creía que Dios no le despreciaría, sino que le mandarla pronto alguna ayuda de lo alto, con tal de que él hubiese puesto lo que estaba de su parte, dedicándose a la lectura. Por eso, el Padre benigno, viendo su íntimo deseo, no le descuidó ni le abandonó a sí mismo, sino que le mandó enseguida un maestro.
Este bárbaro está en condiciones de ser maestro de todos nosotros: de quienes llevan una vida privada, de quienes están enrolados en el ejército, de quienes gozan de autoridad. En una palabra, puede ser maestro de todos; no sólo de los hombres, sino también de las mujeres—tanto más que están siempre en casa—, y de los que han elegido la vida monástica. Aprendan todos que ninguna circunstancia es obstáculo para leer la palabra divina; que es posible hacerlo no sólo en casa, sino en la plaza, de viaje, en compañía de otros o cuando estamos metidos en plena actividad. Si nosotros hacemos lo que está en nuestra mano, pronto encontraremos quien nos enseñe. Porque el Señor, viendo nuestro afán por la realidades espirituales, no nos despreciará, sino que nos mandará una luz del cielo e iluminará nuestra alma. No descuidemos, por tanto—os lo ruego—, la lectura de la Escritura.
Comentarios