¿Era necesario que el Mesías padeciese tantos sufrimientos?
por Luciana Rogowicz
En el judaísmo de la época de Jesús, existían diferentes corrientes de pensamiento y expectativas con respecto a la venida del mesías. Algunos esperaban un nuevo Rey David que los liberase de la opresión romana. Otros, un mesías más espiritual, que les diese un nuevo éxodo pero de tipo trascendente. Existían diferentes corrientes de pensamiento, pero más allá de las distintas posturas acerca de cuál era la verdadera misión del mesías el día que llegara, nadie jamás interpretó que iba a venir a padecer los sufrimientos que vivió Jesús. ¿Era necesario que el mesías atravesase la pasión?
¿Qué es la pasión de Cristo?
Primero y muy brevemente, vamos a responder esta pregunta. La Pasión de Cristo es un término muy escuchado, y sobre todo luego de la película de Mel Gibson. Pero no todos comprenden qué significa este término.
Generalmente tenemos asociada la palabra pasión a un sentimiento sobre algo que nos encanta, como por ejemplo un equipo de fútbol o un grupo de música, o una actividad recreativa. Decimos que tenemos pasión por eso, que nos apasiona.
Sin embargo, el término pasión, utilizado para referirse a “la pasión de Cristo” tiene que ver con el padecimiento de Cristo. Lo que tuvo que atravesar, que sufrir.
¿Para qué se llevó a cabo la pasión de Cristo?
Se podría escribir no sólo todo el artículo sobre este tema, sino libros enteros acerca de este interrogante. Sin embargo, solamente vamos a mencionar una causa principal sin desarrollarla por ahora.
El catecismo de la Iglesia Católica nos dice: “Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: 'En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados' (1 Jn 4, 10; cf. Jn 4, 19)“ (CCC 604).
“Este designio divino de salvación a través de la muerte del 'Siervo, el Justo' (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36)… La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo sufriente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo sufriente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45)” (CCC 601).
Comprendiendo el sentido, el para qué de la pasión y entrega de Jesús, podemos seguir con el cuestionamiento acerca de si era necesario que el mesías padeciese así.
¿Acaso Dios no podía haber obtenido la salvación de los hombres de un modo menos desagradable? ¿Menos duro? ¿Por qué tuvo que ser tan sangriento? Si ningún padre podría hacer eso con su hijo, ¿cómo Dios Padre puede entregar así a su hijo? ¿Acaso no es algo perverso? ¿Cómo podemos creer en un Dios así?
Está muy bien preguntarnos estas cosas, y profundizar en este tema, ya que es uno de los misterios más grandes de nuestra fe y es esencial comprenderlo y clarificarlo.
“Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él” (Lc 24, 25-27).
El antiguo testamento nos ilumina en el entendimiento del nuevo testamento, y en este caso, uno de los relatos más famosos, la historia de Abraham e Isaac entendida adecuadamente, nos ayuda a comprender cosas que parecen inconcebibles.
El relato de Abraham e Isaac es muchas veces también malentendido o malinterpretado. La mayoría de la gente entiende esta historia como un Dios incomprensible, un tanto sádico, quien le da finalmente a Abraham el hijo de la promesa, y luego, lo pone a prueba pidiéndole que lo sacrifique.
Hay varios detalles en esta historia que nos van mostrando que esto no es así.
Primeramente, en la tradición judía, esta historia no tiene por nombre “el sacrificio de Isaac” sino que se llama “la Akedah”, que significa la atadura de Isaac. Él no era un nene chiquito como muchas veces pensamos. Era ya un chico fuerte, por eso era él quien cargaba los leños para el sacrificio (Gn 22, 6). Isaac tranquilamente hubiera podido negarse a su atadura, luchar contra su padre, pero no lo hizo.
Hay varios indicios, si leemos el relato atentamente, que nos van mostrando que esta ofrenda no era únicamente de Abraham, sino que tanto él como Isaac voluntariamente fueron a ofrecer un sacrificio a Dios. El camino de fe de ambos y su relación íntima con Dios los había llevado a una comprensión de Dios tal, que sabían que Dios iba a cumplir siempre sus promesas.
Ellos conocían quién verdaderamente era Dios, su bondad, su amor, su compasión. No tenían una imagen desfigurada de Él que los podía hacer percibir malicia, o sarcasmo, sino que sabían que Dios siempre es fiel e Isaac, al ser el hijo de la promesa, podía ser entregado por completo, ya que Dios no iba a permitir que lo sacrificasen, o creían que hasta lo podría resucitar (Heb. 11.19). Isaac fue siempre un don de Dios, y así lo comprendieron tanto el padre como el hijo.
Cuando “caminamos con Dios”, lo conocemos tan profundamente que sabemos que sus motivaciones siempre son buenas y confiamos en que sus caminos son los mejores aunque muchas veces no los comprendamos. Así lo hicieron Abraham e Isaac: el padre y su hijo fueron juntos, voluntariamente, a ofrecer un sacrificio.
El padre ofrece a su hijo, y su hijo, voluntariamente aceptando, va con él. Y esta imagen es una muestra anticipada de lo que va ocurrir tiempo después en el Calvario: Jesús "cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada…” (Plegaria Eucarística, Misal). Tal como Isaac va junto a su padre a ofrecerse en sacrificio, Jesús se ofrece voluntariamente, no sin dolor (Mt. 26, 36-39), pero por voluntad propia, por amor pleno a los hombres. No es una ofrenda del padre por encima de la voluntad del hijo, sino que ambos participan, comparten la misma voluntad de esta ofrenda.
Jesús mismo lo afirmó: “El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre“ (Juan 10, 17).
En el antiguo testamento lo vemos profetizado claramente con Isaías: “Si ofrece su vida en sacrificio de reparación, verá su descendencia, prolongará sus días, y la voluntad del Señor se cumplirá por medio de él. A causa de tantas fatigas, él verá la luz y, al saberlo, quedará saciado. Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos. Por eso le daré una parte entre los grandes y él repartirá el botín junto con los poderosos. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los culpables, siendo así que llevaba el pecado de muchos e intercedía en favor de los culpables” (Is 53,10).
¿Eran necesarios tantos sufrimientos?
Iluminado un poco el primer interrogante, y ya comprendiendo que no es el Padre que envía a su Hijo a ser sacrificado, sino que es una ofrenda mutua, podemos preguntarnos ahora: ¿Era necesario que fuese sangriento? ¿Tan brutal? ¿No podría haber sido de otra manera?
Sabemos y mencionamos más arriba, en la cita bíblica de Isaías, que Jesús vino, como el siervo sufriente, a librarnos de la esclavitud del pecado. Y con su pasión, su flagelación, su humillación y muerte en la cruz, nos muestra, nos deja expuesto, todo el mal que hace el pecado.
Nosotros somos personas materiales, no somos ángeles, y tanto como Jesús se materializa en la Eucaristía para que podamos sentirlo materialmente, del mismo modo es importante materializar, poner de forma visual, el daño ocurrido.
Durante la historia de la salvación, el pueblo de Israel hacía sacrificios de animales. Algunos de estos sacrificios tenían que ver con la expiación, con sacrificios para pedir perdón por los pecados. Derramaban sobre el altar la sangre de los animales y luego los quemaban, hasta que se consumían. Este sacrificio sangriento no era algo que Dios necesitaba para perdonarlos, sino que ellos necesitaban ver exterior y materialmente el daño que su pecado hacía.
Muchas veces no vemos en el interior de los demás el daño que les hacemos. El sufrimiento del otro es imperceptible para nosotros. Dios lo sabe, y de este modo, manifestando el daño que hace el pecado, expuesto en un hombre tan bueno e inocente, cualquier ser humano en su sano juicio puede percibir la injusticia del mal.
Es un recordatorio visual que tenemos para poder ver algo de la realidad invisible. Que es mucho más profunda aún.
Creemos en un Dios que se involucra en nuestra vida hasta el extremo. No es un Dios que crea al mundo, como un diseño inteligente, y luego se queda reclinado mirando pasivamente la película de nuestra vida como un Netflix vivificado. En la historia de la salvación, Dios se muestra siempre atento a nosotros, involucrado desde el primer momento con la humanidad, y tendiendo puentes para que el hombre se acerque a Él.
Desde el principio Dios se manifiesta como un Padre que nos ama. Nuestra historia es Su historia también. Y si bien es todopoderoso y omnipotente, es un Dios que al compartir nuestra humanidad, jamás podemos reprocharle que no entiende lo que le pedimos cuando rezamos, o cuando sufrimos. No existe otra religión como el cristianismo, que pueda decir lo mismo. Donde tenga un Dios encarnado que padeció las peores cosas. Desde el sufrimiento interior como la soledad, las humillaciones y el abandono, hasta la parte física: la flagelación, el dolor extremo, y la muerte.
“Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13,1).
El amor no debe necesariamente doler, pero ¿hay amor más grande que dar la vida por el otro? ¿Y de esa forma tan extrema? La cruz es la expresión más radical y explícita que tiene Dios para expresar el amor que tiene por nosotros.
Y a la vez nos muestra a qué tipo de amor estamos nosotros llamados a dar. Y su pedagogía no es teórica o idealista, sino manifestada y puesta en práctica con el ejemplo.
¿Jesús murió por mí?
Entendemos ahora un poco más la razón de la entrega y del sufrimiento. Y podemos hacer un nuevo planteo. ¿Jesús murió por mí?
¿Alguna vez te dijeron o escuchaste decir a otros “Jesús murió por vos“ o “Jesús padeció todo eso por vos”? Y tal vez te preguntaste interiormente: “¿Por mí? ¿Qué hice yo? Yo no le pedí que haga eso. ¿Por qué le voy a deber algo?”
” El Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que les hace falta, antes de que se lo pidan” (Mt 6, 8).
Y no es que le debamos algo por obligación, sino que contemplar lo que hizo, al conocer bien quién es Dios, nos debe salir naturalmente. Pero esto es un camino de conocimiento, de relación con Dios.
Contemplar la pasión de Cristo y sus sufrimientos, sin entender el porqué, y principalmente sin entender quién es el que está pasando por eso, es algo vacío, hasta podría llegar a ser morboso. Sería como ver una película fuerte, con escenas que nos hacen sufrir un poco y nos conmueve al ver el sufrimiento del personaje, pero que luego la apagamos y seguimos normalmente con nuestra vida.
Pero esto cambia radicalmente cuando sabemos bien qué significa, y quién es el que está padeciendo todo esto. No es lo mismo si vemos a un personaje cualquiera en una película que justo prendemos en la televisión y de repente está sufriendo, que si vemos la película desde el principio donde nos fueron contando quién es ese personaje, qué hacía en su familia, cuando lo vimos interactuando con sus amigos, y hasta logramos conectarnos con él.
Lo mismo pasa con Jesús si no sabemos quién es. Y no quién es históricamente, o algo que nos contaron sobre Él. Sino que lo conocemos por una experiencia que hicimos de Dios, y podemos percibir algo de ese amor que tiene por nosotros.
“No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Benedicto XVI, Deus caritas est. 25 de diciembre de 2005).
Este encuentro personal es lo que nos cambia nuestra perspectiva y hace que nos conmueva y cambie la vida al contemplar Su pasión. Esta experiencia personal de Dios hace que nos surja espontáneamente una respuesta a estos acontecimientos, y si esta vivencia es verdadera, nuestra vida jamás podrá ser igual.
“Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos” (Job 42, 5).
Cuando pasa esto, ya no vemos igual a sus padecimientos, y en nuestra vida, a la vez, no nos sentimos obligados a hacer o cumplir ciertas cosas que “Dios nos manda“, sino que las hacemos como una respuesta de amor. Y no porque Dios necesite algo, sino porque comprendemos que alguien que tanto nos ama, cada cosa que nos dice es por nuestro bien, porque sabe cuál es el camino para que seamos felices, y quiere profundamente que los seamos. "Yo he venido para que las ovejas tengan Vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
No se trata ya de "mandamientos" externos que nos imponen lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro. “Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro” (Benedicto XVI, Deus caritas est, 25 de diciembre de 2005).
El amor a Dios siempre es una respuesta. Y esta respuesta sólo puede ser tal si es libre. Nadie nos lo puede imponer.
La Pasión de Cristo no es un hecho histórico más
Para que la pasión de Cristo no sea un evento más de la historia, sumado a otros tantos sufrimientos que existieron en el mundo, debemos comprender quién es Jesús. Pero no quién es para el mundo, sino quien es en nuestra propia vida, y ser conscientes de que todo lo que padeció lo hubiera hecho por uno solo de nosotros; por mí, por vos.
Su entrega de amor no es sólo por toda la humanidad, es personal, individual con cada uno de nosotros. Es el culmen de la búsqueda incesante de Dios hacia hombre. Es la historia de amor más grande que jamás existió.
Ojalá que todos podamos llegar a percibirlo y sentir ese amor tan profundo que, naturalmente y como respuesta amorosa, nos hace salir de nosotros mismos y querer compartirlo cada día de nuestra vida, una vida que jamás será igual.
Publicado en el blog de la autora, Judía & Católica.
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