¿A quién pertenecen los niños?
por Pedro Trevijano
La declaración de la ministro de Educación, doña Isabel Celaá, diciendo que “no podemos pensar que los hijos pertenecen a los padres”, provocó una escandalera de mucho cuidado, tanto en los medios de comunicación como en las redes sociales y en los comentarios de la gente de a pie, pero ha tenido el buen efecto de destapar un problema que estaba ya, aunque oculto.
Ante todo debo decir que por supuesto los niños no pertenecen a los padres, porque ni son objetos, ni son animales de los que uno puede decir: “Son de mi propiedad”. En el caso de los niños indudablemente ningún ser humano pertenece a otro, y así los niños no son posesión o propiedad de los padres, pero sobre ellos los padres tienen la patria potestad, lo que conlleva las cargas de cuidarles, alimentarles y educarles, como afirman tanto la Constitución como la Declaración de Derechos Humanos, con el objeto de lograr el mayor bien del niño. Pero, por supuesto, si los niños no son de los padres, muchísimo menos son de cualquier otro, incluido muy especialmente el Estado.
Personalmente debo decir que esta declaración de la ministro no me ha sorprendido demasiado, porque hace ya bastantes años oí a un joven decir que de la Educación debía encargarse el Estado, porque los padres no saben educar. Lo que ha hecho la ministro es decir en alta voz lo que las asociaciones laicistas llevan diciendo, pero sobre todo intentando practicar desde hace largo tiempo.
Los laicistas defienden que el sistema educativo público no es únicamente el que se sostiene con fondos públicos, sino el que atiende a todos y todas por igual, sin diferencias y sin selecciones previas. Pero en realidad lo que hay detrás es un intento de imponer un único modo de pensar, el de ellos, en clara violación del artículo 27.3 de la Constitución, que reconoce el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus propias convicciones. Con ello, la libertad religiosa, un derecho humano fundamental, afirmado como tal en el artículo 18 de la Declaración de Derechos Humanos, quedaría malparada al ser desterrada de la escuela pública.
Uno puede preguntarse sobre la importancia de que sean los padres o por el contrario el Estado quienes eduquen a los niños. Si a unos padres se les niega el derecho a educar a sus hijos según sus convicciones religiosas o morales estamos ante un Estado no democrático, sino totalitario.
En nuestro mundo actual se trata de imponernos lo políticamente correcto, es decir la ideología de género, sobre la que ya en 2012 decían nuestros obispos en su documento La verdad del amor humano: “No se detiene, sin embargo, la estrategia en la introducción de dicha ideología en el ámbito legislativo. Se busca, sobre todo, impregnar de esa ideología el ámbito educativo. Porque el objetivo será completo cuando la sociedad –los miembros que la forman– vean como ‘normales’ los postulados que se proclaman. Eso solo se conseguirá si se educa en ella, ya desde la infancia, a las jóvenes generaciones. No extraña, por eso, que, con esa finalidad, se evite cualquier formación auténticamente moral sobre la sexualidad humana. Es decir, que en este campo se excluya la educación en las virtudes, la responsabilidad de los padres y los valores espirituales, y que el mal moral se circunscriba exclusivamente a la violencia sexual de uno contra otro” (n. 60).
Pero sobre todo no podemos olvidar el nada pequeño detalle que quienes quieren de verdad a sus hijos son los padres. Como decía una madre de familia, si a los hijos los debe educar el Estado y los padres no pintamos nada, el día que mi hijo tenga 39ºC de fiebre que venga la ministro a cuidar de mi hijo, puesto que a ella corresponde educarlo como responsable de mi hijo.
He aquí contra lo que tenemos que luchar, y el instrumento para ello es el pin parental, que es la herramienta que impide que los niños puedan ser adoctrinados sin el consentimiento parental y que nuestro Gobierno trata de prohibir en claro desprecio a nuestra Constitución.
Además, en la concepción católica, “puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole, y, por tanto, hay que reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus hijos” (declaración del Concilio Vaticano II Gravissimum educationis nº 3); “los padres han sido constituidos por Dios como los primeros y principales educadores de los hijos, y su derecho es del todo inalienable” (exhortación de San Juan Pablo II Familiaris consortio nº 40).
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