Gracias, ya me he comprado un Buda en Natura
por Álex Navajas
Lo mejor de tener buenos amigos que son cultos y mucho más brillantes que uno es que te aportan ideas y te descubren horizontes en los que tú no habías reparado. Es el caso de mi amiga Mar, que tras leer el último artículo que publiqué en Religión en Libertad, me escribió un whatssapp en el que decía: “Nos resulta desfasada y caduca la idea de tener que ser salvados por nadie. «No soy malo, no hago daño a nadie, no sé de qué salvación me estás hablando, deja de meterme miedo, quítame ese Cristo de delante que me he comprado un Buda en Natura»”.
Mar tiene esa capacidad para, con una imagen -en este caso, la del asceta oriental que se oferta en esa conocida tienda de decoración y en otras muchas por el estilo-, condensarte una tendencia o una idea que está en boga. Y me lanzó un reto: “Siguiente artículo: por qué necesitamos un Salvador. Éste en concreto”. Eso es, en este caso, lo malo de tener buenos amigos: que te sobrevaloran y te proponen metas para las que no estás, ni remotamente, preparado.
Porque escribir sobre la necesidad que tenemos en pleno siglo XXI de alguien que nos salve presenta un doble riesgo: el de resultar tremendamente tedioso -y San Juan Bosco ya nos advirtió de que el aburrimiento es una de las principales armas que emplea Satanás para alejar a los jóvenes de Dios- o el de repetir tópicos teológicos fríos, manidos y distantes que dejan al lector indiferente y apático (es decir, como quedan la mayoría de los fieles tras escuchar las homilías de las misas de los domingos).
Sin embargo, un librito que me estoy releyendo estos días ha acudido en mi auxilio. Se trata del Elogio de la vida imperfecta, de Paolo Scquizzato, que lleva por subtítulo El camino de la fragilidad. El propio título ya supone una provocación, por cuanto a mí siempre se me había ensalzado la perfección como ideal de vida. ¿Es oportuno, por tanto, elogiar la “vida imperfecta”? El autor, un sacerdote de la comunidad del Cottolengo, entra de lleno en responder al reto que me lanzaba mi amiga Mar sobre la necesidad de un Salvador: “La salvación no consistirá en no pecar más, o en descubrirse un día sin límites, sin fragilidades, sin heridas, sino que será permanecer con la boca abierta como los niños -esto se llama asombro- ante un Dios que nos ama y nos ha alcanzado en nuestra fragilidad”. Y prosigue Scquizzato con unas sentencias contundentes: “Entonces es cuando tiene lugar el paso de la religión a la fe. La religión intenta alcanzar a Dios con una vida irreprensible; la fe es darse cuenta de un Dios que actúa y se revela en nuestra historia herida”.
Al leer estas líneas me venía a la mente la actitud de muchísimos jóvenes a quienes les resbala absolutamente la predicación de la perfección y las virtudes. Huyen de la Iglesia en cuanto les hablan así. Son completamente impermeables a ese tipo de predicación. Y no porque no la necesiten o porque lo que se les predique sea falso, sino porque no están preparados para escuchar eso. Sería casi como decirle a un paralítico que debería probar a andar, que sería muy bueno para él.
Es entonces cuando algunos predicadores caen en la trampa de reducir, de aguar el mensaje del Evangelio para “adaptarlo” a ellos. Y, por tanto, les presentan un Dios falseado y azucarado que no puede salvar. Es imposible.
Muchos de esos jóvenes, desmotivados, dejan la Iglesia. Sonríen con sorna ante las exigencias que les han presentado como condición para seguir a Jesús, y tiran la toalla. Se alejan de Dios y de la Iglesia porque creen que no es para ellos, que no son tan perfectos, que no cumplen los requisitos necesarios. Quizás nadie les ha dicho que Dios les ama en su imperfección. Que deben aceptar su fragilidad, presentársela al Señor y dejarse salvar por Él. Que sólo Jesús, y no el Buda que han comprado en Natura, es capaz de llenar sus anhelos más ocultos del corazón.
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