«Los malos han ganado»
por Álex Navajas
Hace unos días, Mónica Oltra, la ya ex vicepresidenta valenciana, aparecía lacrimosa para anunciar su dimisión y arremeter contra quienes la habían denunciado ante los tribunales de Justicia. “Los malos han ganado”, sentenció rotunda en esa ocasión.
Resulta curioso que, en nuestra época empapada de relativismo rampante, donde los límites entre el mal y el bien parecen haberse difuminado, donde “todo depende del cristal con el que se mire”, donde se repite aquello de que “tú tienes tu verdad y yo tengo la mía”, donde todo es discutido y discutible, donde se acepta sin ambages esa fascinante contradictio in terminis de que “la única verdad es que no hay verdad”, la señora Oltra nos haya señalado con tanta precisión y clarividencia el lugar donde anida el mal. Y éste es, claro, el fascismo y la ultraderecha. Y, ¿quiénes son fascistas y de ultraderecha? Es sencillo: todos aquellos que no piensen como la señora Oltra.
Sin embargo, no deseo hacer una crónica política sino, más bien, tratar de adentrarme en el terreno de la antropología, un concepto que a algunos les echará para atrás. Pero no teman: yo mismo no estoy preparado para esos altos vuelos. A lo sumo, puedo repetir con Azorín: “Lector, yo soy un pequeño filósofo”. Así que será un vuelo rasante, breve y sin sobresaltos.
Miren, el pensamiento del materialismo ateo es bastante simple: tú eres parte de un colectivo (porque el individuo no vale nada) y, en función de si has caído en el bando bueno o malo, así eres tú. Si eres obrero, de izquierdas, ateo, mujer, feminista, homosexual o dices defender a los pobres y estar preocupado por el medio ambiente, estás en el lado correcto de la Historia. Si eres burgués, cayetano, creyente, tienes más de dos hijos o disientes mínimamente de algún postulado del pensamiento dominante, eres malo.
El cristianismo, sin embargo, defiende exactamente lo contrario: no cree en la bondad o maldad de los colectivos -aunque, ciertamente, hay ideologías perversas-, sino de la persona concreta y de los actos concretos, y el hecho de ser hombre, mujer, alto, bajo, creyente, ateo, progresista o conservador, de un país o de otro no te hace virtuoso o malvado. Ninguno lleva indeleblemente impresa en la frente la etiqueta de “bueno” o “malo”. Los cristianos predicamos lo maravilloso que es que cualquier persona, por muy penosamente que se haya comportado hasta ese momento, pueda cambiar su vida. Precisamente, porque lo hemos experimentado. “¡Dejad de hacer el mal! ¡Aprended a hacer el bien!”, clama Yahveh Dios en el primer capítulo de Isaías.
Pero para esto hay que mirar más allá de las siglas y las ideologías, y fijar los ojos en la persona. Los cristianos sabemos que el mal existe; no solo en el otro o en un grupo concreto, sino en cada uno de nosotros. “Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios”, nos dice el Evangelio de Marcos (10, 18). Por lo tanto, todos somos malos en la medida en que participamos del mal. Basta con hacer un breve examen de conciencia personal para saber que es así. Como yo actúo mal, entiendo que al otro le pase lo mismo. No justifico mis malas obras ni apruebo las del otro, pero reconozco mi pecado y trato de enmendarme.
Pero, como le decía anteriormente, señora Oltra, hay que buscar la visión y la antropología adecuada, y entender que los colectivos y las ideologías no nos redimen, no nos hacen buenos o malos. Solo hay un Redentor. Ojalá que usted y yo nos lo encontremos.
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