Un número infinito de periodistas mentirosos
por Álex Navajas
En el último artículo que escribí ponía el ejemplo de aquel necio que descansaba cómodamente en su camarote de un transatlántico mientras éste se va a pique. “A mí me da igual, aquí no ha llegado el agua”, barrunta estúpidamente. Cuando un barco se hunde, todos se hunden. Y cuando una sociedad se hunde, podríamos decir también, todos terminamos por hundirnos.
Y, miren, nuestra cultura, nuestra civilización (o lo que queda de ella) está colapsando. Estoy seguro de que ustedes ya se habían apercibido, pero lo menciono por si acaso queda algún ingenuo de los que dormitan aún en su camarote, en su burbuja, en su pecera. El hundimiento es irreversible, inevitable.
Pero no se me desanimen. Aquí es cuando comienza lo bueno.
Podríamos empezar citando a Gilbert Keith Chesterton con una de sus más célebres frases, escrita ya hace un siglo: “A cada época la salva un pequeño puñado de hombres que tienen el coraje de ser inactuales”. Sí, el barco se va a pique. Pero, como en todo naufragio, quedan supervivientes. Y hay actos de heroísmo. Y de generosidad extrema. Y de ir más allá del deber.
Si tuviéramos que elegir un solo rasgo que demostrara la descomposición de nuestra sociedad, yo escogería el de la mentira. Y ya sabemos quién es el Príncipe de la Mentira. “Engaños ha habido siempre”, observará alguno. Sin duda. Desde aquella primera falacia con la que Adán y Eva tratan de confundir a Dios que recoge el Génesis hasta nuestros días, los embustes se han sucedido sin interrupción. Pero a nosotros nos ha tocado vivir esta época -este naufragio- y no enmendar tiempos pasados.
Verán, no logro acostumbrarme a contemplar el número infinito de periodistas, tertulianos, columnistas y opinadores varios que están dispuestos a justificar, a “explicar” o a ocultar la decisión de tal o cual gobierno. Si un mandatario afirmase mañana que es conveniente que el hombre camine a cuatro patas en lugar de a dos, ellos aplaudirían a rabiar y se inventarían no sé cuántos argumentos y estudios científicos de prestigiosas universidades americanas que demostrarían los beneficios de hacerlo. Además, llevados por su servilismo, irían más allá y terminarían pidiendo al citado mandatario que no solo sugiriera, sino que legislara la obligación de doblarnos sobre nuestro espinazo para caminar, cosa que el dirigente acabaría por concederles graciosamente “atendiendo a la demanda social” y porque “es por nuestro bien”.
¿Dónde tienen el límite? ¿Creen en algo que no sea ellos mismos? ¿Les vale todo con tal de mantener el favor del poderoso? ¿Cuándo traicionaron a su niño interior para convertirse en mercenarios? ¿Con un plato de lentejas son capaces de saciar todo su apetito? ¿Les importa algo? ¿Su cinismo les deja dormir por las noches? ¿Cuándo renunciaron a buscar la verdad para convertirse en engranajes de ese sistema que comenzaron denunciando tímidamente hasta que llegó la primera dificultad y se esfumaron todos sus principios?
A ellos se les podría aplicar aquello de lo que San Pablo advertía: “Su fin es la perdición, su dios es el vientre, su gloria está en aquello que debería avergonzarlos, y solo aprecian las cosas de la tierra" (Fil 3, 18-19).
El barco se hunde, pero ellos tratan de engañar a todos para mantener su cómodo camarote, sin darse cuenta -o, más bien, sin querer verlo- de que terminarán en el fondo del mar. Qué responsabilidad tan grande tienen esos falsos pastores -políticos, empresarios, periodistas- que hacen uso de los altavoces mediáticos con los que cuentan y de su inteligencia para confundir y extraviar a las ovejas, a los pequeños, a los sencillos, a los pobres, a los humildes. Nuestra misión, tal vez, sea mantenernos a flote y ayudar a otros a no dejarse arrastrar y confundir por sus infernales cantos de sirenas. Al final, la tormenta escampará.
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