La idolatría del fútbol
por Daniel Arasa
Ha pasado solo unas semanas desde la finalización del Mundial de Fútbol celebrado en Qatar. De todos es conocida la victoria de la selección argentina sobre la de Francia en una agónica e irrepetible final, la revelación que significó el equipo de Marruecos convertido en abanderado de países africanos y árabes, la magnífica organización de los anfitriones, los costes millonarios de maravillosos estadios que luego quedarán infrautilizados, etc. Y la apoteosis en Buenos Aires en la recepción con los ganadores. Quizás se hayan olvidado muy pronto los déficits en derechos humanos en el país organizador, los costes en vidas de inmigrantes en las obras de construcción de las instalaciones y los posibles sobornos para que Qatar fuera designada sede de tales eventos.
En todo caso, un Mundial de Fútbol es en sí mismo algo positivo y, a nivel global de los espectadores presenciales o televisivos, sería muy razonable que la gente se sienta más identificada con el equipo de su respectivo país que con clubes en los que los jugadores son mercenarios que están por dinero hoy en uno y luego en otro, aunque manifiesten siempre que aquel es el club de sus sueños.
Se comprende la alegría de los ganadores y el desencanto de quienes fueron descabalgados en una u otra fase de los enfrentamientos, pero cabe cuestionarse si son justificados los niveles de euforia o desilusión a los que se llega. Tras este Mundial, como en los anteriores, ¿se ha resuelto alguno de los grandes problemas de la Humanidad? ¿Se ha puesto fin a alguna cruenta guerra? ¿Ha dado la cultura un gran salto adelante en muchos países? ¿La comprensión y respeto han llegado a todas partes? Incluso para el país ganador, Argentina, ¿significa un cambio radical en la solución de las severas dificultades del país?
Los Mundiales son la culminación del fútbol a escala planetaria, con lo cual, como algo excepcional, podría aceptarse sin otorgar mayor trascendencia que cada cuatro años polarizara la atención universal durante unas semanas. Pero merece la pena ir más allá, bajar a las situaciones cotidianas, con los miles de clubes, ligas y competiciones a todos los niveles. El fútbol es en muchos casos, evidentemente, una sana diversión, tanto en su práctica por millones de personas como entendido como espectáculo. Pero el desbordamiento de la razón y de las pasiones es demasiado habitual. Las alegrías y los berrinches son monumentales y continuados ante victorias o derrotas. Cuando un equipo se desplaza a otro país para algún partido de cierta importancia pueden seguirle miles de hooligans, dejando quizás durante varios días sus puestos de trabajo y a menudo dando muestras de comportamientos vandálicos. El fanatismo alcanza altas cotas, y la piel de los seguidores de cualquier equipo es de una sensibilidad extrema. Saltan como electrizados ante cualquier crítica. El fútbol es intocable.
Demasiadas veces se prioriza el espectáculo futbolístico sobre toda otra cosa. Muchos padres de familia -tengo de ello diversas experiencias personales por haber al frente de Ampas durante muchos años- que jamás tuvieron tiempo para acudir a una reunión de padres o una entrevista con el profesor o tutor de sus hijos, nunca se perdieron un partido de su club, sea en el campo o en la televisión.
Tampoco son nada extrañas las escenas bochornosas y antipedagógicas de muchos padres convertidos en frenéticos hinchas de los equipos infantiles de sus hijos, con insultos y, en algunos casos, incitaciones a la violencia. Los niños empezaron jugando para divertirse, para estar sanamente ocupados, para mantenerse en forma, para integrarse y relacionarse con otros compañeros, para adquirir virtudes a través del deporte, pero parece que ha dejado de ser éste el objetivo, para convertir a cada niño en un Messi, con unas exigencias hacia él infinitamente mayores que las académicas.
A destacar también la cantidad de programas de radio y televisión -y cadenas específicas- dedicados al fútbol. Van muy por delante de campos como la economía, y no digamos de otros como la literatura, la ciencia o la religión. Además, tales programas están impregnados en casi todos los casos de unos altísimos niveles de sectarismo y agresividad hacia los clubes considerados adversarios históricos. Quienes intervienen en las tertulias futbolísticas sientan cátedra de tal manera que parece que sean agoreros y representantes de Dios. Hablan a veces de “filosofía” del equipo, pero la transforman en una verdadera teología.
Para bastantes, los futbolistas de elite son dioses. En la sociedad ha perdido peso la religión y carece de prestigio la política. En sustitución, para muchos el fútbol se ha convertido en la principal liturgia social, a la vez que una enfermedad, causa de estrés y de taquicardias por las pasiones llevadas al summum. Una verdadera adicción. Más aún, para muchos se ha transformado en su religión. Quizás es una muestra de un retorno al paganismo.
Se decía que, en España, un régimen político anterior utilizaba el fútbol para adormecer a las masas. Es probable, aunque desconozco si era esta su pretensión, pero lo cierto es que no pasaba de un juego de niños comparado con el peso del fútbol en la actualidad, y de la fe de muchos en él.
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