25 años como obispo ¡y cuántas gracias que dar!
No me canso, ni pierdo el ánimo y creo que no he llegado hasta el límite –"hasta la sangre", pero estoy dispuesto, Dios lo sabe–, en esta brega, duros trabajos por el Evangelio, batalla, que es el ministerio episcopal, en el que mi única ganancia y paga es Jesucristo, quien todo lo merece, así como vosotros, la Iglesia.
El pasado 25 de abril 2017, fiesta del evangelista Marcos, se cumplieron 25 años de mi ordenación episcopal en Ávila, mi primera e inolvidable diócesis.
En estos momentos no puedo menos que expresar mis sentimientos más nobles y profundos que me embargan: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor”; “Doy, damos, gracias a Dios porque es bueno, porque es eterna su misericordia”; “La misericordia y la bondad infinita de Dios ha estado muy grande conmigo”. Y con la Santísima Virgen María, porque no puedo hacerlo con mis pobres palabras, proclamo la grandeza del Señor porque ha hecho obras grandes por mí: me ha elegido, me ha llamado, y, hace ahora cinco lustros, me ha consagrado obispo, sucesor de los Apóstoles, para que, unido a Jesucristo, continúe su misma misión de reconciliación, de paz, de redención, de evangelizar a los pobres, de reunir a los dispersos, de amor y de misericordia, en definitiva, de traer a Dios y entregarlo a los hombres porque él es amor, misericordia, salvación.
¿Quién soy yo, tan poca cosa, para que se abaje hasta mí y me haga pastor y servidor de su Iglesia, a la que ama y por la que se entrega hasta el extremo de dar su vida por ella? Lo ha hecho todo en mí, todo lo bueno que pueda haber en mí es don y obra suya; míos son mis pecados, mis torpezas, mis errores y mis debilidades personales.
Hoy, con los mismos anhelos que el primer día
Que Dios mire compasivo mi debilidad y venga en mi ayuda, ya que sin Él no puedo hacer nada; y que me ayude, o mejor, como decía mi buena madre, que me deje ayudar por Él para que en todo momento lleve una vida según su voluntad, como reza mi lema episcopal, y vaya donde me envíe, dé abundantes frutos, puedan germinar los frutos que Él espera del ministerio que me ha confiado.
No me atrevo ni sé hacer balance de estos veinticinco años. Lo pongo todo en manos de Dios. Lo dejo a su juicio, que siempre será un juicio verdadero y justo, y en ningún caso dejará de ser comprensivo y misericordioso. Lo cierto es que Él renueva en mí la misma ilusión, los mismos anhelos y la misma esperanza del primer día, y, quizá más aún, porque conozco mejor la realidad dura y porque Dios anima, alienta y conforta como solo Él es capaz de hacerlo en tiempos recios como los nuestros, y de esto sois vosotros testigos.
En todo caso, no sé decir o constatar otra cosa, que toda mi vida, como la de todos, es manifestación de que todo es gracia, obra suya. Repasando estos días muy particularmente mi vida y estos 25 años de episcopado, no puedo decir otra cosa, que todo, todo, es obra suya, que Él es el verdadero y único pastor que ha conducido mi vida hasta hoy. Por eso mi vida es expresión de lo que Dios quiere de mí, es decir, del querer de Dios, es decir de su voluntad, y, así, mi lema episcopal no puede ser otro que el que es: “Fiat voluntas tua”. Y por eso mi oración constante es: “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros, no pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos como un niño recién amamantado en brazos de su madre”.
Y, como reconoció el Papa Benedicto XVI en el inicio de su pontificado: me considero, en estos años transcurridos como obispo, en diversas diócesis, con diversos cargos y encargos eclesiales, y todavía más conforme avanza el tiempo, que soy un trabajador pobre, sencillo, poca cosa, humilde trabajador en la viña del Señor a la que Él me ha enviado.
Mi verdadero programa pastoral en estos años, en todos los lugares en los que me han puesto a trabajar en esa viña ha sido, sigue y seguirá siendo, no hacer mi voluntad, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra, sus signos y la voluntad del Señor, que me ha enviado y colocado en esos puestos, y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea Él mismo quien conduzca a la Iglesia y nadie más en esta hora de nuestra historia. Es lo que he tratado de hacer gozosamente en estos años intentando no estorbar, y menos obstaculizar los planes de Dios, que son los verdaderos y únicamente salvadores.
No es petulancia ni vanidad, ni autocomplacencia farisaica: he intentado dejarme conducir por Él, y he vivido con plena confianza en el Señor, como me enseñó uno de mis grandes maestros, D. Antonio Palenzuela, quien me exhortaba días antes de morir: “Antonio, deja a Dios actuar, deja a Dios ser Dios, déjale a Dios algo, todo, no te preocupes por hacer muchas cosas, es la hora de la confianza en Dios, como la de un niño recién amamantado es brazos de su madre, porque es Dios quien conduce a su Iglesia en esta hora de nuestra historia”.
Y, “como un niño recién amamantado en brazos de su madre”, me he puesto en estos años en manos de Dios y he puesto en las mismas manos a la Iglesia por la que lo he dado todo. Os confieso, con todo gozo, que amo a la Iglesia con toda mi alma, mi gran amor es ella, de ella lo he recibido todo, la fe y lo que soy, me ha dado la mejor de mis herencias: me ha dado a Cristo, mi todo, mi riqueza, mi tesoro, mi heredad y mi copa; de ella, de la Iglesia, y por ella he recibido el ser presencia sacramental de Cristo Pastor y prolongar su misión en favor de todos los hombres. A ella me debo por entero.
Tengo muy presente la Carta a los Hebreos, y, así, trato de correr en la carrera que me toca, sin retirarme, “fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del Padre”. No me canso, ni pierdo el ánimo y creo que no he llegado hasta el límite –“hasta la sangre”, pero estoy dispuesto, Dios lo sabe–, en esta brega, duros trabajos por el Evangelio, batalla, que es el ministerio episcopal, en el que mi única ganancia y paga es Jesucristo, quien todo lo merece, así como vosotros, la Iglesia.
Mi paga, en efecto, es entregarme a vosotros, a la Iglesia, y seguir a Jesucristo, mi lote, mi heredad, mi copa. No quisiera tener otro conocimiento que Jesucristo, y éste crucificado, no quisiera tener otra sabiduría para el gobierno pastoral que la sabiduría de la cruz –la sabiduría de la entrega y obediencia a Dios y el amor– ni tener otros sentimientos como pastor que los de Cristo Jesús, que siendo de condición divina se despojó de su rango. No quisiera entregaros ni daros otra realidad que la que Jesús nos dio: Dios mismo, Dios revelado en su carne, Dios amor. Sólo Dios. Este ha sido y debe ser el horizonte de mi ministerio, como me dijo el cardenal Joseph Ratzinger cuatro días después, en marzo de 1992, de hacerse público mi nombramiento como obispo de Ávila: Dios, Dios sólo, así seré siervo suyo y servidor de todos, y serviré a todos especialmente a sus predilectos o preferidos –los últimos, los que no cuentan, los pobres–, así comunicaré su palabra no la mía.
Pedid que sea así. Pedid para mí que esté unido, configurado con Cristo, que sea hombre de Dios, amigo fuerte de Dios, y, para ello, que tenga un asiduo trato de amistad con Dios, que eso es oración en expresión teresiana, hombre de oración, que ore mucho por vosotros, que será la mejor prueba de que os quiero de verdad.
Soy obispo por fe y por obediencia para contribuir a la edificación de la Iglesia, cuyo arquitecto y constructor sólo puede ser Dios; es verdad que si no es Él, en vano nos cansamos los constructores. Pedid que permanezca en esta certeza que me da la Iglesia. ¡Qué maravilla ser Iglesia y confesar la fe de la Iglesia! Me decía una persona muy querida, joven, mi hermano, que sabía que iba a morir –murió al día siguiente–: “Todo esto –se refería a sus sufrimientos y consciente de que nos dejaba–, para que el mundo crea; porque no sabemos lo que tenemos con la fe”.
No sabemos, en efecto, lo que tenemos con la fe. La fe nos hace vivir de otra manera, y esperar de otra manera; la fe lleva a darlo todo para que los demás tengan ese mismo gozo y esperanza que sólo la fe puede dar; la fe afronta la vida y la muerte con toda esperanza; la fe hace vivir la vida con una confianza imaginable en el niño recién amamantado en brazos de su madre: todo lo tiene y nada le falta; la fe sabe entregarse con una generosidad total que sólo en el Hijo de Dios, crucificado, podemos encontrar.
Gracias por tantos que Dios ha puesto en mi vida
En el centro de nuestra fe: Dios, Creador y Redentor. El primer artículo de la fe de los cristianos es: “Creo en Dios”; y el último es: "Creo en la vida eterna”. “Si en nuestra vida de hoy y de mañana, afirmaba el entonces cardenal Joseph Ratzinger, prescindimos de Dios y de la vida eterna, todo cambia, porque el ser humano pierde su gran honor y dignidad. Y todo se vuelve al fin manipulable. Pierde su dignidad esta criatura imagen de Dios, y, por tanto, la consecuencia inevitable es la descomposición moral, la búsqueda de sí mismo en la brevedad de esta vida”; es inventar nosotros, solos y a obscuras, el mejor modo de construir la vida en este mundo que pasa y fenece.
Por esto mismo, la vida y tarea fundamental de la Iglesia, aquello de lo que ha de vivir y lo que ha de ofrecer y entregar a los hombres de hoy, aquello de lo que ha de dar testimonio ante nuestro mundo, es Dios.
Hacer presente a Dios en medio de los hombres y darle gloria es su misión. La tarea de la Iglesia es tan grande como sencilla: consiste en dar testimonio de Dios, abrir las ventanas cerradas que no dejan pasar la claridad, para que la luz pueda brillar entre nosotros, para que haya espacio para su presencia. Pues allí donde está Dios, la vida resulta luminosa incluso en las fatigas de la existencia, hasta en la gran fatiga de la muerte. La Iglesia existe para esto: para vivir, como el justo, de la fe, es decir, de Dios. Esta es su imprescindible y urgente aportación al mundo de siempre y, particularmente, al de hoy. Si no aportase esto, por encima de todo, no aportaría nada relevante a la indigencia principal del hombre, que es la de Dios.
“Si solo damos a los hombres conocimientos, habilidades, capacidades, técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco. Y entonces se imponen demasiado pronto los mecanismos de violencia y la capacidad de destruir y de matar se hace dominante, transformándose en capacidad de alcanzar el poder, un poder que antes o después debería traer consigo el derecho, pero que nunca será capaz de hacerlo. Con ello nos alejamos cada vez más de la reconciliación, del compromiso común por la justicia y el amor” (Benedicto XVI).
Ahora mismo, es lo que nos está diciendo a todo el mundo en Egipto: en Dios y por Dios encontramos el amor y vivimos en el amor que es perdón y reconciliación, que ama a todos, también a los enemigos, que da fortaleza para dar la vida, al testimoniar que Dios, revelado en Jesucristo, con rostro humano, encontramos la paz tan urgente como necesaria. O como me decía un gran judío, Simón Pérez, “tenemos la gran responsabilidad ante el mundo entero que sin Dios no será posible la convivencia ni la paz, porque no será posible la afirmación y salvaguarda de la dignidad inviolable de todo ser humano, sin exclusión de nadie”.
Acabo ya. 25 años como obispo, cuántas gracias tengo que dar. Solo no podría. Cuántas gracias a las personas y por las personas que Dios ha puesto en mi camino, y me han hecho creer y madurar: al repasar estos días mi vida, en memoria agradecida, delante de Dios me percataba de que Dios me ha guiado y cuidado y ha puesto a mi lado muchísimas personas a las que debo, junto a Dios y como don suyo, ser lo que soy y hacer lo que he podido hacer; por ejemplo los Papas, San Juan Pablo II, de quien aprendí tan vivamente la centralidad de Jesucristo, camino único de la Iglesia, de Dios al hombre, del hombre a Dios, del hombre a cada hombre, o el Papa, y de quien recibí el gran consuelo y alentó de que no son nuestras fuerzas sino Dios quien lleva la Iglesia: o el Papa Benedicto, que me enseñó con palabras y obras que Dios fuese el único horizonte de mi vida como obispo y el horizonte de la Iglesia y de la humanidad, y de que la Iglesia la lleva Dios, como nos está diciendo con su renuncia y retiro a orar y al silencio; o el Papa Francisco, un nuevo san Francisco, desde el sólo Dios amor y misericordia me está y nos está mostrando que a Jesucristo se le encuentra en los pobres y crucificados de hoy y que la dicha de la Iglesia, lo más urgente, preciso y auténtico, es llevar el evangelio de la alegría y de la misericordia, Dios mismo, Dios vivo, a los pobres y descartados de este mundo; mi memoria agradecida se dirige también a obispos que ya no están entre nosotros: mi gran maestro, D. Antonio Palenzuela, de quien tanto aprendí y recibí a su lado, o D. José María García Lahiguera, apóstol de la santidad sacerdotal, que me dijo el día de mi ordenación sacerdotal: “Antonio, si no vas a ser santo, ¿para qué quieres ser sacerdote?”, debo ser santo; o D. Miguel Roca, que tanto confiaba en mí; también recuerdo en memoria agradecida a tantos sacerdotes me han guiado y acompañado, sobre todo aquel anciano sacerdote que estuvo como párroco en el pueblo que me crié, Sinarcas, cuarenta y cinco años, y que en la epidemia de 1918 dejó su casa a los apestados y se los cargaba a sus hombros cuando morían, y que después fue perseguido en 1936, incluso llevado al tribunal para acabar con él, y que después de 1939, perdonó a quienes le acusaban injustamente y buscó la unidad y la reconciliación, y entre los sacerdotes, en memoria agradecida menciono a mis queridos condiscípulos, que como símbolo de lo que son para mí me regalaron en mi ordenación episcopal este báculo que hoy llevo –gracias de verdad–, y no puedo olvidar a D. Julián Blázquez, sabio, santo, sencillo, vicario general mío en Ávila, que me enseñó a ser obispo; pero también debo recordar a los laicos que Dios ha puesto en mi camino, por ejemplo a D. Adolfo Suárez, con el que fue posible la concordia y la convivencia en unidad entre los españoles y devolvió las libertades y los derechos humanos e hizo posible, entre otra muchísimas cosas, las universidades Católicas en España, o tantos otros laicos, padres y madres de familia, jóvenes, que me han propiciado ser entre ellos hermano y para ellos obispo, acompañándolos en una nueva evangelización que a todos nos apremia. Y agradezco a la multitud de pobres y últimos y personas que sufren o están solas que me han pedido, o mejor que me están pidiendo y urgiendo a llevarles la buena noticia del Evangelio; y agradezco particularmente a mi familia, mis padres, mis hermanos, mis abuelos, mis primos, todos. No acabaría de citar nombres que me han ensenado el arte de vivir y seguir las huellas del Señor.
He sido un privilegiado porque Dios me ha concedido servir como obispo a las diócesis de Ávila, Granada, Murcia, Toledo, Valencia, o a la Santa Sede en Roma en diversas Congregaciones, especialmente en la del Culto Divino, ¡Cuánto debo a estos lugares! Y, tal vez por encima de todo o junto a todos, los santos que me han acompañado en mi trayectoria episcopal desde san Jerónimo, cuya fiesta se celebraba el día que monseñor Tagliaferri me comunicó mi nombramiento episcopal, víspera de Santa Teresita, mi gran amiga y aliento en momentos principales de mi vida, o mis maestros, Santa Teresa de Jesús, de quien tantísimo he recibido como el “sólo Dios basta”, móvil de mi vida, o Santo Tomás de Villanueva, que Dios puso en mi camino para hacer la tesis doctoral y que me enseñó como ningún otro que el obispo ha de ser obispo de los pobres y para los pobres, cómo la Iglesia está para evangelizar a los pobres, con aliento misionero, y para predicar sin cesar el Evangelio de la conversión y de la misericordia, el evangelio de la cruz, a Jesucristo mismo aprendido en la Escritura, la oración y en la Iglesia, o san Juan de Ribera, que me muestra cómo hemos de tener en el centro de nuestro ministerio la Palabra de Dios, contenida en las Sagradas Escrituras que hemos de conocer, y en la Eucaristía, verdadero centro de la vida sacerdotal, episcopal y de toda la Iglesia.
Me encomiendo a la plegaria de todos los santos para que me acompañen en mi ministerio episcopal, en el que, como ellos, y toda la Iglesia, recibo la llamada de Dios a ser santo, porque para eso he sido elegido: para ser santo.
Me encomiendo de manera especialísima a la Madre de Dios y nuestra Madre, en sus advocaciones tan cercanas y tan tiernas como la Mare de Déu dels Desamparats, o la Virgen de Tejeda, o del Remedio, tan en el corazón de mi pueblo, o la de las Angustias, de Granada, o la Fuensanta, de Murcia, o la del Sagrario, de Toledo, o la de Sonsoles, de Ávila.
Me encomiendo a vuestra oración y os pido con toda sencillez y necesidad que recéis por mí. Por mi parte, para ser un buen obispo y signo de que os quiero mucho, os prometo que rezaré mucho por vosotros, porque ese es el buen pastor que quiere a su pueblo, el que reza mucho por su pueblo.
¡Gracias, gracias, muchísimas gracias a todos!
En estos momentos no puedo menos que expresar mis sentimientos más nobles y profundos que me embargan: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor”; “Doy, damos, gracias a Dios porque es bueno, porque es eterna su misericordia”; “La misericordia y la bondad infinita de Dios ha estado muy grande conmigo”. Y con la Santísima Virgen María, porque no puedo hacerlo con mis pobres palabras, proclamo la grandeza del Señor porque ha hecho obras grandes por mí: me ha elegido, me ha llamado, y, hace ahora cinco lustros, me ha consagrado obispo, sucesor de los Apóstoles, para que, unido a Jesucristo, continúe su misma misión de reconciliación, de paz, de redención, de evangelizar a los pobres, de reunir a los dispersos, de amor y de misericordia, en definitiva, de traer a Dios y entregarlo a los hombres porque él es amor, misericordia, salvación.
¿Quién soy yo, tan poca cosa, para que se abaje hasta mí y me haga pastor y servidor de su Iglesia, a la que ama y por la que se entrega hasta el extremo de dar su vida por ella? Lo ha hecho todo en mí, todo lo bueno que pueda haber en mí es don y obra suya; míos son mis pecados, mis torpezas, mis errores y mis debilidades personales.
Hoy, con los mismos anhelos que el primer día
Que Dios mire compasivo mi debilidad y venga en mi ayuda, ya que sin Él no puedo hacer nada; y que me ayude, o mejor, como decía mi buena madre, que me deje ayudar por Él para que en todo momento lleve una vida según su voluntad, como reza mi lema episcopal, y vaya donde me envíe, dé abundantes frutos, puedan germinar los frutos que Él espera del ministerio que me ha confiado.
No me atrevo ni sé hacer balance de estos veinticinco años. Lo pongo todo en manos de Dios. Lo dejo a su juicio, que siempre será un juicio verdadero y justo, y en ningún caso dejará de ser comprensivo y misericordioso. Lo cierto es que Él renueva en mí la misma ilusión, los mismos anhelos y la misma esperanza del primer día, y, quizá más aún, porque conozco mejor la realidad dura y porque Dios anima, alienta y conforta como solo Él es capaz de hacerlo en tiempos recios como los nuestros, y de esto sois vosotros testigos.
En todo caso, no sé decir o constatar otra cosa, que toda mi vida, como la de todos, es manifestación de que todo es gracia, obra suya. Repasando estos días muy particularmente mi vida y estos 25 años de episcopado, no puedo decir otra cosa, que todo, todo, es obra suya, que Él es el verdadero y único pastor que ha conducido mi vida hasta hoy. Por eso mi vida es expresión de lo que Dios quiere de mí, es decir, del querer de Dios, es decir de su voluntad, y, así, mi lema episcopal no puede ser otro que el que es: “Fiat voluntas tua”. Y por eso mi oración constante es: “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros, no pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos como un niño recién amamantado en brazos de su madre”.
Y, como reconoció el Papa Benedicto XVI en el inicio de su pontificado: me considero, en estos años transcurridos como obispo, en diversas diócesis, con diversos cargos y encargos eclesiales, y todavía más conforme avanza el tiempo, que soy un trabajador pobre, sencillo, poca cosa, humilde trabajador en la viña del Señor a la que Él me ha enviado.
Mi verdadero programa pastoral en estos años, en todos los lugares en los que me han puesto a trabajar en esa viña ha sido, sigue y seguirá siendo, no hacer mi voluntad, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra, sus signos y la voluntad del Señor, que me ha enviado y colocado en esos puestos, y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea Él mismo quien conduzca a la Iglesia y nadie más en esta hora de nuestra historia. Es lo que he tratado de hacer gozosamente en estos años intentando no estorbar, y menos obstaculizar los planes de Dios, que son los verdaderos y únicamente salvadores.
No es petulancia ni vanidad, ni autocomplacencia farisaica: he intentado dejarme conducir por Él, y he vivido con plena confianza en el Señor, como me enseñó uno de mis grandes maestros, D. Antonio Palenzuela, quien me exhortaba días antes de morir: “Antonio, deja a Dios actuar, deja a Dios ser Dios, déjale a Dios algo, todo, no te preocupes por hacer muchas cosas, es la hora de la confianza en Dios, como la de un niño recién amamantado es brazos de su madre, porque es Dios quien conduce a su Iglesia en esta hora de nuestra historia”.
Y, “como un niño recién amamantado en brazos de su madre”, me he puesto en estos años en manos de Dios y he puesto en las mismas manos a la Iglesia por la que lo he dado todo. Os confieso, con todo gozo, que amo a la Iglesia con toda mi alma, mi gran amor es ella, de ella lo he recibido todo, la fe y lo que soy, me ha dado la mejor de mis herencias: me ha dado a Cristo, mi todo, mi riqueza, mi tesoro, mi heredad y mi copa; de ella, de la Iglesia, y por ella he recibido el ser presencia sacramental de Cristo Pastor y prolongar su misión en favor de todos los hombres. A ella me debo por entero.
Tengo muy presente la Carta a los Hebreos, y, así, trato de correr en la carrera que me toca, sin retirarme, “fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del Padre”. No me canso, ni pierdo el ánimo y creo que no he llegado hasta el límite –“hasta la sangre”, pero estoy dispuesto, Dios lo sabe–, en esta brega, duros trabajos por el Evangelio, batalla, que es el ministerio episcopal, en el que mi única ganancia y paga es Jesucristo, quien todo lo merece, así como vosotros, la Iglesia.
Mi paga, en efecto, es entregarme a vosotros, a la Iglesia, y seguir a Jesucristo, mi lote, mi heredad, mi copa. No quisiera tener otro conocimiento que Jesucristo, y éste crucificado, no quisiera tener otra sabiduría para el gobierno pastoral que la sabiduría de la cruz –la sabiduría de la entrega y obediencia a Dios y el amor– ni tener otros sentimientos como pastor que los de Cristo Jesús, que siendo de condición divina se despojó de su rango. No quisiera entregaros ni daros otra realidad que la que Jesús nos dio: Dios mismo, Dios revelado en su carne, Dios amor. Sólo Dios. Este ha sido y debe ser el horizonte de mi ministerio, como me dijo el cardenal Joseph Ratzinger cuatro días después, en marzo de 1992, de hacerse público mi nombramiento como obispo de Ávila: Dios, Dios sólo, así seré siervo suyo y servidor de todos, y serviré a todos especialmente a sus predilectos o preferidos –los últimos, los que no cuentan, los pobres–, así comunicaré su palabra no la mía.
Pedid que sea así. Pedid para mí que esté unido, configurado con Cristo, que sea hombre de Dios, amigo fuerte de Dios, y, para ello, que tenga un asiduo trato de amistad con Dios, que eso es oración en expresión teresiana, hombre de oración, que ore mucho por vosotros, que será la mejor prueba de que os quiero de verdad.
Soy obispo por fe y por obediencia para contribuir a la edificación de la Iglesia, cuyo arquitecto y constructor sólo puede ser Dios; es verdad que si no es Él, en vano nos cansamos los constructores. Pedid que permanezca en esta certeza que me da la Iglesia. ¡Qué maravilla ser Iglesia y confesar la fe de la Iglesia! Me decía una persona muy querida, joven, mi hermano, que sabía que iba a morir –murió al día siguiente–: “Todo esto –se refería a sus sufrimientos y consciente de que nos dejaba–, para que el mundo crea; porque no sabemos lo que tenemos con la fe”.
No sabemos, en efecto, lo que tenemos con la fe. La fe nos hace vivir de otra manera, y esperar de otra manera; la fe lleva a darlo todo para que los demás tengan ese mismo gozo y esperanza que sólo la fe puede dar; la fe afronta la vida y la muerte con toda esperanza; la fe hace vivir la vida con una confianza imaginable en el niño recién amamantado en brazos de su madre: todo lo tiene y nada le falta; la fe sabe entregarse con una generosidad total que sólo en el Hijo de Dios, crucificado, podemos encontrar.
Gracias por tantos que Dios ha puesto en mi vida
En el centro de nuestra fe: Dios, Creador y Redentor. El primer artículo de la fe de los cristianos es: “Creo en Dios”; y el último es: "Creo en la vida eterna”. “Si en nuestra vida de hoy y de mañana, afirmaba el entonces cardenal Joseph Ratzinger, prescindimos de Dios y de la vida eterna, todo cambia, porque el ser humano pierde su gran honor y dignidad. Y todo se vuelve al fin manipulable. Pierde su dignidad esta criatura imagen de Dios, y, por tanto, la consecuencia inevitable es la descomposición moral, la búsqueda de sí mismo en la brevedad de esta vida”; es inventar nosotros, solos y a obscuras, el mejor modo de construir la vida en este mundo que pasa y fenece.
Por esto mismo, la vida y tarea fundamental de la Iglesia, aquello de lo que ha de vivir y lo que ha de ofrecer y entregar a los hombres de hoy, aquello de lo que ha de dar testimonio ante nuestro mundo, es Dios.
Hacer presente a Dios en medio de los hombres y darle gloria es su misión. La tarea de la Iglesia es tan grande como sencilla: consiste en dar testimonio de Dios, abrir las ventanas cerradas que no dejan pasar la claridad, para que la luz pueda brillar entre nosotros, para que haya espacio para su presencia. Pues allí donde está Dios, la vida resulta luminosa incluso en las fatigas de la existencia, hasta en la gran fatiga de la muerte. La Iglesia existe para esto: para vivir, como el justo, de la fe, es decir, de Dios. Esta es su imprescindible y urgente aportación al mundo de siempre y, particularmente, al de hoy. Si no aportase esto, por encima de todo, no aportaría nada relevante a la indigencia principal del hombre, que es la de Dios.
“Si solo damos a los hombres conocimientos, habilidades, capacidades, técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco. Y entonces se imponen demasiado pronto los mecanismos de violencia y la capacidad de destruir y de matar se hace dominante, transformándose en capacidad de alcanzar el poder, un poder que antes o después debería traer consigo el derecho, pero que nunca será capaz de hacerlo. Con ello nos alejamos cada vez más de la reconciliación, del compromiso común por la justicia y el amor” (Benedicto XVI).
Ahora mismo, es lo que nos está diciendo a todo el mundo en Egipto: en Dios y por Dios encontramos el amor y vivimos en el amor que es perdón y reconciliación, que ama a todos, también a los enemigos, que da fortaleza para dar la vida, al testimoniar que Dios, revelado en Jesucristo, con rostro humano, encontramos la paz tan urgente como necesaria. O como me decía un gran judío, Simón Pérez, “tenemos la gran responsabilidad ante el mundo entero que sin Dios no será posible la convivencia ni la paz, porque no será posible la afirmación y salvaguarda de la dignidad inviolable de todo ser humano, sin exclusión de nadie”.
Acabo ya. 25 años como obispo, cuántas gracias tengo que dar. Solo no podría. Cuántas gracias a las personas y por las personas que Dios ha puesto en mi camino, y me han hecho creer y madurar: al repasar estos días mi vida, en memoria agradecida, delante de Dios me percataba de que Dios me ha guiado y cuidado y ha puesto a mi lado muchísimas personas a las que debo, junto a Dios y como don suyo, ser lo que soy y hacer lo que he podido hacer; por ejemplo los Papas, San Juan Pablo II, de quien aprendí tan vivamente la centralidad de Jesucristo, camino único de la Iglesia, de Dios al hombre, del hombre a Dios, del hombre a cada hombre, o el Papa, y de quien recibí el gran consuelo y alentó de que no son nuestras fuerzas sino Dios quien lleva la Iglesia: o el Papa Benedicto, que me enseñó con palabras y obras que Dios fuese el único horizonte de mi vida como obispo y el horizonte de la Iglesia y de la humanidad, y de que la Iglesia la lleva Dios, como nos está diciendo con su renuncia y retiro a orar y al silencio; o el Papa Francisco, un nuevo san Francisco, desde el sólo Dios amor y misericordia me está y nos está mostrando que a Jesucristo se le encuentra en los pobres y crucificados de hoy y que la dicha de la Iglesia, lo más urgente, preciso y auténtico, es llevar el evangelio de la alegría y de la misericordia, Dios mismo, Dios vivo, a los pobres y descartados de este mundo; mi memoria agradecida se dirige también a obispos que ya no están entre nosotros: mi gran maestro, D. Antonio Palenzuela, de quien tanto aprendí y recibí a su lado, o D. José María García Lahiguera, apóstol de la santidad sacerdotal, que me dijo el día de mi ordenación sacerdotal: “Antonio, si no vas a ser santo, ¿para qué quieres ser sacerdote?”, debo ser santo; o D. Miguel Roca, que tanto confiaba en mí; también recuerdo en memoria agradecida a tantos sacerdotes me han guiado y acompañado, sobre todo aquel anciano sacerdote que estuvo como párroco en el pueblo que me crié, Sinarcas, cuarenta y cinco años, y que en la epidemia de 1918 dejó su casa a los apestados y se los cargaba a sus hombros cuando morían, y que después fue perseguido en 1936, incluso llevado al tribunal para acabar con él, y que después de 1939, perdonó a quienes le acusaban injustamente y buscó la unidad y la reconciliación, y entre los sacerdotes, en memoria agradecida menciono a mis queridos condiscípulos, que como símbolo de lo que son para mí me regalaron en mi ordenación episcopal este báculo que hoy llevo –gracias de verdad–, y no puedo olvidar a D. Julián Blázquez, sabio, santo, sencillo, vicario general mío en Ávila, que me enseñó a ser obispo; pero también debo recordar a los laicos que Dios ha puesto en mi camino, por ejemplo a D. Adolfo Suárez, con el que fue posible la concordia y la convivencia en unidad entre los españoles y devolvió las libertades y los derechos humanos e hizo posible, entre otra muchísimas cosas, las universidades Católicas en España, o tantos otros laicos, padres y madres de familia, jóvenes, que me han propiciado ser entre ellos hermano y para ellos obispo, acompañándolos en una nueva evangelización que a todos nos apremia. Y agradezco a la multitud de pobres y últimos y personas que sufren o están solas que me han pedido, o mejor que me están pidiendo y urgiendo a llevarles la buena noticia del Evangelio; y agradezco particularmente a mi familia, mis padres, mis hermanos, mis abuelos, mis primos, todos. No acabaría de citar nombres que me han ensenado el arte de vivir y seguir las huellas del Señor.
He sido un privilegiado porque Dios me ha concedido servir como obispo a las diócesis de Ávila, Granada, Murcia, Toledo, Valencia, o a la Santa Sede en Roma en diversas Congregaciones, especialmente en la del Culto Divino, ¡Cuánto debo a estos lugares! Y, tal vez por encima de todo o junto a todos, los santos que me han acompañado en mi trayectoria episcopal desde san Jerónimo, cuya fiesta se celebraba el día que monseñor Tagliaferri me comunicó mi nombramiento episcopal, víspera de Santa Teresita, mi gran amiga y aliento en momentos principales de mi vida, o mis maestros, Santa Teresa de Jesús, de quien tantísimo he recibido como el “sólo Dios basta”, móvil de mi vida, o Santo Tomás de Villanueva, que Dios puso en mi camino para hacer la tesis doctoral y que me enseñó como ningún otro que el obispo ha de ser obispo de los pobres y para los pobres, cómo la Iglesia está para evangelizar a los pobres, con aliento misionero, y para predicar sin cesar el Evangelio de la conversión y de la misericordia, el evangelio de la cruz, a Jesucristo mismo aprendido en la Escritura, la oración y en la Iglesia, o san Juan de Ribera, que me muestra cómo hemos de tener en el centro de nuestro ministerio la Palabra de Dios, contenida en las Sagradas Escrituras que hemos de conocer, y en la Eucaristía, verdadero centro de la vida sacerdotal, episcopal y de toda la Iglesia.
Me encomiendo a la plegaria de todos los santos para que me acompañen en mi ministerio episcopal, en el que, como ellos, y toda la Iglesia, recibo la llamada de Dios a ser santo, porque para eso he sido elegido: para ser santo.
Me encomiendo de manera especialísima a la Madre de Dios y nuestra Madre, en sus advocaciones tan cercanas y tan tiernas como la Mare de Déu dels Desamparats, o la Virgen de Tejeda, o del Remedio, tan en el corazón de mi pueblo, o la de las Angustias, de Granada, o la Fuensanta, de Murcia, o la del Sagrario, de Toledo, o la de Sonsoles, de Ávila.
Me encomiendo a vuestra oración y os pido con toda sencillez y necesidad que recéis por mí. Por mi parte, para ser un buen obispo y signo de que os quiero mucho, os prometo que rezaré mucho por vosotros, porque ese es el buen pastor que quiere a su pueblo, el que reza mucho por su pueblo.
¡Gracias, gracias, muchísimas gracias a todos!
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