Las bases de la democracia (I)
El riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético es evidente. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en visible o encubierto totalitarismo, como demuestra la historia
No podemos olvidar que el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve fundamentales e imprescindibles, como son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el bien común como fin y regulador de la vida pública.
La base de estos valores no pueden ser provisional y basada en volubles mayorías de opinión, sino sólo en el reconocimiento de una ley moral objetiva, que, en cuanto ley natural inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil. En los últimos tiempos se ha introducido –también en la política– la ética del éxito fácil y rápido, de la efi cacia, del hombre como consumidor… también del pensamiento «light». Esta ética –o pseudoética– es claramente antidemocrática y ha subvertido gran parte de los valores en que la democracia se basa. Ha acentuado en la sociedad la idea de que el fin justifica los medios y del todo vale. Por eso, es necesario reinstalar en la sociedad la ética del esfuerzo, del trabajo de la obra bien hecha. Sólo así la democracia volverá a encontrar su sustrato moral y su quicio. La democracia no puede convertirse en un sustitutivo o sucedáneo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad, a no ser que la prostituyamos en su entraña más propia. Es un instrumento y no un fi n, su valor cae o se sostiene según los valores objetivos que de hecho encarne y promueva. Afi rmar esto es servir de verdad a la democracia participativa y formal. La democracia y el pluralismo de grupos e ideas que ella presupone y respeta, no tienen por qué ir unidas al relativismo epistemológico y ético, menos aún a la astucia o a la habilidad para alcanzar fines aunque sea por el engaño
o el ocultamiento. Éste es justamente el mayor peligro que hoy la amenaza.
No podemos negar la evidencia de que existe actualmente la tentación de fundar la democracia en un relativismo moral que pretende rechazar toda certeza sobre el sentido de la vida del hombre, su dignidad, sus derechos y deberes fundamentales: con frecuencia la verdad se sustituye por la negociación habilidosa. Cuando semejante mentalidad torna cuerpo, tarde o temprano se produce una crisis moral de las democracias. El relativismo impide poner en práctica el discernimiento necesario entre las diferentes exigencias que se manifi estan en el entramado de la sociedad, entre el bien y el mal. La vida de la sociedad se basa en decisiones que suponen una fi rme convicción moral.
Cuando ya no se tiene confianza en el valor mismo de la persona humana, se pierde de vista lo que constituye la nobleza de la democracia y ésta cede ante las diversas formas de corrupción y manipulación de sus
instituciones. Cuando se pierde o sistemáticamente se destruye el sentido del valor trascendente de la persona humana, o cuando se dejan de lado las exigencias morales objetivas o la verdad moral y se las cambia por un relativismo ético, como frecuentemente sucede entre nosotros, se resiente, pues, el fundamento mismo de la convivencia política y toda la vida social se ve poco a poco comprometida, amenazada y abocada a su disolución.
El riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético es evidente. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en visible o encubierto totalitarismo, como demuestra la historia. Por su parte, la Iglesia no tiene nada que objetar al pluralismo democrático. Por el contrario, quiere que sea respetada por todos y ella misma, al ratifi car constantemente
la dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto a la libertad. Por eso previene contra el peligro del fanatismo o fundamentalismo de quienes en nombre
de una ideología con pretensiones de científica o religiosa, o de un afán de poder y dominio, creen que pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien. No es de esa índole la verdad cristiana. De ahí que es preciso rechazar la
acusación de que la Iglesia, cuando propone su doctrina sobre la verdad del hombre y la moral, sea un peligro para la democracia y una aliada o incluso promotora del fundamentalismo. La Iglesia quiere, promueve y defiende la democracia y ofrece, no impone, lo que es, lo que cree y vive para el desarrollo de la convivencia social en una sana y verdadera democracia, asentada sobre el fundamento de la trascendente dignidad de la persona.
Pero tan inaceptable es imponer a todos las normas morales de la Iglesia relativas a la vida social –y más inaceptable sería aún imponer un modelo político o económico– como eliminar cualquier intervención de la Iglesia, o de los católicos, inspiradas por la fe, en los diversos campos de la vida pública. Sin asumir opciones políticas o económicas opinables, la Iglesia se ha de comprometer en favor de la justicia, de los derechos fundamentales de todos los hombres, y así, en el bien común. La Iglesia y los católicos como miembros de ella deben evitar en su actuación pública –especialmente en política– cualquier pretensión de apropiación exclusiva del nombre de católico para un determinado proyecto político o social. Más aún, han de eludir todo intento de
identifi cación con los intereses de la Iglesia. Como es evidente, en todo caso, ningún proyecto político o social puede ser vía única y obligatoria para la participación de los católicos.
© La Razón
La base de estos valores no pueden ser provisional y basada en volubles mayorías de opinión, sino sólo en el reconocimiento de una ley moral objetiva, que, en cuanto ley natural inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil. En los últimos tiempos se ha introducido –también en la política– la ética del éxito fácil y rápido, de la efi cacia, del hombre como consumidor… también del pensamiento «light». Esta ética –o pseudoética– es claramente antidemocrática y ha subvertido gran parte de los valores en que la democracia se basa. Ha acentuado en la sociedad la idea de que el fin justifica los medios y del todo vale. Por eso, es necesario reinstalar en la sociedad la ética del esfuerzo, del trabajo de la obra bien hecha. Sólo así la democracia volverá a encontrar su sustrato moral y su quicio. La democracia no puede convertirse en un sustitutivo o sucedáneo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad, a no ser que la prostituyamos en su entraña más propia. Es un instrumento y no un fi n, su valor cae o se sostiene según los valores objetivos que de hecho encarne y promueva. Afi rmar esto es servir de verdad a la democracia participativa y formal. La democracia y el pluralismo de grupos e ideas que ella presupone y respeta, no tienen por qué ir unidas al relativismo epistemológico y ético, menos aún a la astucia o a la habilidad para alcanzar fines aunque sea por el engaño
o el ocultamiento. Éste es justamente el mayor peligro que hoy la amenaza.
No podemos negar la evidencia de que existe actualmente la tentación de fundar la democracia en un relativismo moral que pretende rechazar toda certeza sobre el sentido de la vida del hombre, su dignidad, sus derechos y deberes fundamentales: con frecuencia la verdad se sustituye por la negociación habilidosa. Cuando semejante mentalidad torna cuerpo, tarde o temprano se produce una crisis moral de las democracias. El relativismo impide poner en práctica el discernimiento necesario entre las diferentes exigencias que se manifi estan en el entramado de la sociedad, entre el bien y el mal. La vida de la sociedad se basa en decisiones que suponen una fi rme convicción moral.
Cuando ya no se tiene confianza en el valor mismo de la persona humana, se pierde de vista lo que constituye la nobleza de la democracia y ésta cede ante las diversas formas de corrupción y manipulación de sus
instituciones. Cuando se pierde o sistemáticamente se destruye el sentido del valor trascendente de la persona humana, o cuando se dejan de lado las exigencias morales objetivas o la verdad moral y se las cambia por un relativismo ético, como frecuentemente sucede entre nosotros, se resiente, pues, el fundamento mismo de la convivencia política y toda la vida social se ve poco a poco comprometida, amenazada y abocada a su disolución.
El riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético es evidente. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en visible o encubierto totalitarismo, como demuestra la historia. Por su parte, la Iglesia no tiene nada que objetar al pluralismo democrático. Por el contrario, quiere que sea respetada por todos y ella misma, al ratifi car constantemente
la dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto a la libertad. Por eso previene contra el peligro del fanatismo o fundamentalismo de quienes en nombre
de una ideología con pretensiones de científica o religiosa, o de un afán de poder y dominio, creen que pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien. No es de esa índole la verdad cristiana. De ahí que es preciso rechazar la
acusación de que la Iglesia, cuando propone su doctrina sobre la verdad del hombre y la moral, sea un peligro para la democracia y una aliada o incluso promotora del fundamentalismo. La Iglesia quiere, promueve y defiende la democracia y ofrece, no impone, lo que es, lo que cree y vive para el desarrollo de la convivencia social en una sana y verdadera democracia, asentada sobre el fundamento de la trascendente dignidad de la persona.
Pero tan inaceptable es imponer a todos las normas morales de la Iglesia relativas a la vida social –y más inaceptable sería aún imponer un modelo político o económico– como eliminar cualquier intervención de la Iglesia, o de los católicos, inspiradas por la fe, en los diversos campos de la vida pública. Sin asumir opciones políticas o económicas opinables, la Iglesia se ha de comprometer en favor de la justicia, de los derechos fundamentales de todos los hombres, y así, en el bien común. La Iglesia y los católicos como miembros de ella deben evitar en su actuación pública –especialmente en política– cualquier pretensión de apropiación exclusiva del nombre de católico para un determinado proyecto político o social. Más aún, han de eludir todo intento de
identifi cación con los intereses de la Iglesia. Como es evidente, en todo caso, ningún proyecto político o social puede ser vía única y obligatoria para la participación de los católicos.
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