Id por todo el mundo
No todo, en la Iglesia, se puede remontar a Jesús. Hay en ella muchas cosas que son producto humano de la historia y también del pecado de los hombres del que debe liberarse periódicamente, y jamás termina de hacerlo... Pero para las cosas esenciales, la fe de la Iglesia tiene todo el derecho de remitirse históricamente a Cristo.
Hechos 5, 1216;
Apocalipsis 1, 911.1213;
Juan 20, 19-31.
El Evangelio del Domingo in Albis narra las dos apariciones de Jesús resucitado a los apóstoles en el cenáculo. En la primera de estas apariciones Jesús dice a los apóstoles: «“¡La paz con vosotros! Como el Padre me envió, también yo os envío”. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”». Es el momento solemne del envío. En el Evangelio de Marcos el mismo envío se expresa con las palabras: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15).
El Evangelio de Lucas, que nos acompaña este año, ha expresado este movimiento desde Jerusalén hacia el mundo con el episodio de los dos discípulos que van de Jerusalén a Emaús con el Resucitado, quien les explica las Escrituras y parte el pan para ellos. Emaús es una de las pocas localidades de los Evangelios que jamás se ha logrado identificar. Hay tres o cuatro pueblos que reivindican el título de ser la antigua Emaús del Evangelio. Tal vez también este particular, como todo el episodio, tiene valor simbólico. Emaús ya es todo lugar; Jesús resucitado acompaña a sus discípulos por todos los caminos del mundo y en todas las direcciones.
El problema histórico que queremos afrontar en esta última conversación de la serie se refiere precisamente al envío en misión de los apóstoles. Las cuestiones que nos planteamos son: ¿Jesús verdaderamente ordenó a sus discípulos que fueran por todo el mundo?, ¿pensó que de su mensaje debía nacer una comunidad?, ¿que aquél debía tener una continuación?, ¿que debía haber una Iglesia? Nos hacemos estas preguntas porque, como de costumbre, hay quien las responde negativamente, de forma contraria a los datos históricos.
El hecho indiscutible de la elección de los doce apóstoles indica que Jesús tenía la intención de dar vida a una comunidad suya y preveía que su vida y su enseñanza tuvieran una continuación. No se explican de otra manera todas aquellas parábolas, cuyo núcleo originario contiene precisamente la perspectiva de una ampliación a las gentes. Pensemos en la parábola de los viñadores homicidas, de los obreros de la viña, en el dicho sobre los últimos que serán los primeros, en los muchos que «vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham» mientras que otros serán excluidos, y otras innumerables palabras...
Durante su vida Jesús no salió de la tierra de Israel, excepto alguna breve visita a los territorios paganos del Norte; pero esto se explica con su convicción de estar enviado sobre todo para Israel, para después impulsarlo, una vez convertido, a acoger en su seno a todas las gentes, según las perspectivas universales anunciadas por los profetas.
Una afirmación frecuentemente repetida es que, en el paso de Jerusalén a Roma, el mensaje evangélico ha sido profundamente modificado. En otras palabras: que entre el Cristo de los Evangelios y el predicado por las diversas iglesias cristianas no hay continuación, sino ruptura.
Claro que existe entre ambas cosas una diversidad. Pero tiene explicación. Si comparamos la foto de un embrión en el seno materno con la persona de diez a treinta años nacida se podría concluir que se trata de dos realidades completamente distintas; se sabe en cambio que en lo que el hombre se han convertido estaba contenido en el embrión. Jesús mismo comparaba el reino de los cielos por Él predicado con una pequeña semilla, pero decía que estaba destinada a crecer y transformarse en un gran árbol sobre el que vendrían a posarse los pájaros del cielo (Mt 13, 32).
Si bien no son las palabras exactas utilizadas por Él, es importante lo que Jesús dice en el Evangelio de Juan: «Muchas otras cosas tengo que deciros, pero por ahora no podéis con ellas (esto es, comprenderlas); pero el Espíritu Santo os enseñará toda cosa y os guiará a la verdad plena». Por lo tanto Jesús preveía un desarrollo de su doctrina, guiado por el Espíritu Santo. No por casualidad en el Evangelio del día el envío en misión se acompaña del don del Espíritu Santo.
Y luego, ¿es verdad que el cristianismo actual nace en el siglo III, con Constantino, como se insinúa desde algún sector? Pocos años después de la muerte de Jesús, hallamos ya comprobados los elementos fundamentales de la Iglesia: la celebración de la Eucaristía, una fiesta de Pascua con contenido nuevo respecto al del Éxodo («nuestra Pascua», como la llama Pablo), el bautismo cristiano que toma pronto el lugar de la circuncisión, el canon de las Escrituras, que en su núcleo fundamental se remonta a las primeras décadas del siglo II, el domingo como nuevo día festivo que bien pronto toma, para los cristianos, el lugar del sábado judío. También la estructura jerárquica de la Iglesia (obispos, presbíteros y diáconos) está atestiguada por Ignacio de Antioquía a comienzos del siglo II.
Ciertamente no todo, en la Iglesia, se puede remontar a Jesús. Hay en ella muchas cosas que son producto humano de la historia y también del pecado de los hombres del que debe liberarse periódicamente, y jamás termina de hacerlo... Pero para las cosas esenciales, la fe de la Iglesia tiene todo el derecho de remitirse históricamente a Cristo.
Habíamos comenzado la serie de comentarios a los evangelios cuaresmales movidos por la misma intención declarada por Lucas al inicio de su Evangelio: «Para que se conozca la solidez de las enseñanzas recibidas». Llegados a la conclusión del ciclo, no me queda sino confiar en haber logrado, en alguna medida, el mismo objetivo, aunque es útil repetir: al Jesús vivo y verdadero no se llega, directamente, desde la historia, sino a través del salto de la fe. Pero la historia puede mostrar que no es insensato dar ese salto.
Apocalipsis 1, 911.1213;
Juan 20, 19-31.
El Evangelio del Domingo in Albis narra las dos apariciones de Jesús resucitado a los apóstoles en el cenáculo. En la primera de estas apariciones Jesús dice a los apóstoles: «“¡La paz con vosotros! Como el Padre me envió, también yo os envío”. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”». Es el momento solemne del envío. En el Evangelio de Marcos el mismo envío se expresa con las palabras: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15).
El Evangelio de Lucas, que nos acompaña este año, ha expresado este movimiento desde Jerusalén hacia el mundo con el episodio de los dos discípulos que van de Jerusalén a Emaús con el Resucitado, quien les explica las Escrituras y parte el pan para ellos. Emaús es una de las pocas localidades de los Evangelios que jamás se ha logrado identificar. Hay tres o cuatro pueblos que reivindican el título de ser la antigua Emaús del Evangelio. Tal vez también este particular, como todo el episodio, tiene valor simbólico. Emaús ya es todo lugar; Jesús resucitado acompaña a sus discípulos por todos los caminos del mundo y en todas las direcciones.
El problema histórico que queremos afrontar en esta última conversación de la serie se refiere precisamente al envío en misión de los apóstoles. Las cuestiones que nos planteamos son: ¿Jesús verdaderamente ordenó a sus discípulos que fueran por todo el mundo?, ¿pensó que de su mensaje debía nacer una comunidad?, ¿que aquél debía tener una continuación?, ¿que debía haber una Iglesia? Nos hacemos estas preguntas porque, como de costumbre, hay quien las responde negativamente, de forma contraria a los datos históricos.
El hecho indiscutible de la elección de los doce apóstoles indica que Jesús tenía la intención de dar vida a una comunidad suya y preveía que su vida y su enseñanza tuvieran una continuación. No se explican de otra manera todas aquellas parábolas, cuyo núcleo originario contiene precisamente la perspectiva de una ampliación a las gentes. Pensemos en la parábola de los viñadores homicidas, de los obreros de la viña, en el dicho sobre los últimos que serán los primeros, en los muchos que «vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham» mientras que otros serán excluidos, y otras innumerables palabras...
Durante su vida Jesús no salió de la tierra de Israel, excepto alguna breve visita a los territorios paganos del Norte; pero esto se explica con su convicción de estar enviado sobre todo para Israel, para después impulsarlo, una vez convertido, a acoger en su seno a todas las gentes, según las perspectivas universales anunciadas por los profetas.
Una afirmación frecuentemente repetida es que, en el paso de Jerusalén a Roma, el mensaje evangélico ha sido profundamente modificado. En otras palabras: que entre el Cristo de los Evangelios y el predicado por las diversas iglesias cristianas no hay continuación, sino ruptura.
Claro que existe entre ambas cosas una diversidad. Pero tiene explicación. Si comparamos la foto de un embrión en el seno materno con la persona de diez a treinta años nacida se podría concluir que se trata de dos realidades completamente distintas; se sabe en cambio que en lo que el hombre se han convertido estaba contenido en el embrión. Jesús mismo comparaba el reino de los cielos por Él predicado con una pequeña semilla, pero decía que estaba destinada a crecer y transformarse en un gran árbol sobre el que vendrían a posarse los pájaros del cielo (Mt 13, 32).
Si bien no son las palabras exactas utilizadas por Él, es importante lo que Jesús dice en el Evangelio de Juan: «Muchas otras cosas tengo que deciros, pero por ahora no podéis con ellas (esto es, comprenderlas); pero el Espíritu Santo os enseñará toda cosa y os guiará a la verdad plena». Por lo tanto Jesús preveía un desarrollo de su doctrina, guiado por el Espíritu Santo. No por casualidad en el Evangelio del día el envío en misión se acompaña del don del Espíritu Santo.
Y luego, ¿es verdad que el cristianismo actual nace en el siglo III, con Constantino, como se insinúa desde algún sector? Pocos años después de la muerte de Jesús, hallamos ya comprobados los elementos fundamentales de la Iglesia: la celebración de la Eucaristía, una fiesta de Pascua con contenido nuevo respecto al del Éxodo («nuestra Pascua», como la llama Pablo), el bautismo cristiano que toma pronto el lugar de la circuncisión, el canon de las Escrituras, que en su núcleo fundamental se remonta a las primeras décadas del siglo II, el domingo como nuevo día festivo que bien pronto toma, para los cristianos, el lugar del sábado judío. También la estructura jerárquica de la Iglesia (obispos, presbíteros y diáconos) está atestiguada por Ignacio de Antioquía a comienzos del siglo II.
Ciertamente no todo, en la Iglesia, se puede remontar a Jesús. Hay en ella muchas cosas que son producto humano de la historia y también del pecado de los hombres del que debe liberarse periódicamente, y jamás termina de hacerlo... Pero para las cosas esenciales, la fe de la Iglesia tiene todo el derecho de remitirse históricamente a Cristo.
Habíamos comenzado la serie de comentarios a los evangelios cuaresmales movidos por la misma intención declarada por Lucas al inicio de su Evangelio: «Para que se conozca la solidez de las enseñanzas recibidas». Llegados a la conclusión del ciclo, no me queda sino confiar en haber logrado, en alguna medida, el mismo objetivo, aunque es útil repetir: al Jesús vivo y verdadero no se llega, directamente, desde la historia, sino a través del salto de la fe. Pero la historia puede mostrar que no es insensato dar ese salto.
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