«Había también algunas mujeres»
Son mucho más que «piadosas mujeres», ¡son igualmente «Madres Coraje!» Desafiaron el peligro que existía en mostrarse tan abiertamente a favor de un condenado a muerte.
«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn 19, 25). Por una vez, pongamos aparte a María, su Madre. Su presencia en el Calvario no requiere de explicaciones. Era «su madre» y esto lo dice todo; las madres no abandonan a un hijo, aunque esté condenado a muerte. ¿Pero por qué estaban allí las otras mujeres? ¿Quiénes y cuántas eran?
Los evangelios refieren el nombre de algunas de ellas: María de Magdala, María -la madre de Santiago el menor y de Joset-, Salomé -madre de los hijos de Zebedeo-, una cierta Juana y una tal Susana (Lc 8, 3). Llegadas con Jesús de Galilea, estas mujeres le habían seguido, llorando, en el camino al Calvario (Lc 23, 27-28), ahora en el Gólgota observaban «de lejos» (o sea, desde la distancia mínima que se les permitía) y en poco tiempo le acompañan, con tristeza, al sepulcro con José de Arimatea (Lc 23, 55).
Este hecho está demasiado comprobado y es demasiado extraordinario como para pasar por encima de él apresuradamente. Las llamamos, con una cierta condescendencia masculina, «las piadosas mujeres», pero son mucho más que «piadosas mujeres», ¡son igualmente «Madres Coraje!» Desafiaron el peligro que existía en mostrarse tan abiertamente a favor de un condenado a muerte. Jesús había dicho: «¡Dichoso aquél que no halle escándalo en mí!» (Lc 7, 23). Estas mujeres son las únicas que no se escandalizaron de Él.
Se discute vivamente desde hace algún tiempo quién fue quien quiso la muerte de Jesús: los jefes judíos o Pilato, o los unos y el otro. Una cosa es cierta en cualquier caso: fueron los hombres, no las mujeres. Ninguna mujer está involucrada, tampoco indirectamente, en su condena. Hasta la única mujer pagana que se menciona en los relatos, la esposa de Pilato, se disoció de su condena (Mt 27, 19). Es cierto que Jesús murió también por los pecados de las mujeres, pero históricamente sólo ellas pueden decir: «¡Somos inocentes de la sangre de éste!» (Mt 27, 24).
Éste es uno de los signos más ciertos de la honestidad y de la fidelidad histórica de los evangelios: el papel mezquino que hacen en ellos los autores y los inspiradores de los evangelios y el maravilloso papel que muestran de las mujeres. ¿Quién habría permitido que se conservara, con memoria imperecedera, la ignominiosa historia del propio miedo, huída, negación, agravada además por la comparación con la conducta tan distinta de algunas pobres mujeres; quién, repito, lo habría permitido, si no hubiera estado obligado por la fidelidad a una historia que ya se mostraba como infinitamente mayor que la propia miseria?
* * *
Siempre ha surgido la cuestión de cómo es que las «piadosas mujeres» son las primeras en ver al Resucitado y a ellas se les dé la misión de anunciarlo a los apóstoles. Éste era el modo más seguro de hacer la resurrección poco creíble. El testimonio de una mujer no tenía peso alguno. Tal vez por este motivo ninguna mujer aparece en el largo elenco de quienes han visto al Resucitado, según el relato de Pablo (1 Co 15, 5-8). Los propios apóstoles, respecto a las primeras, tomaron las palabras de las mujeres como «un desatino» completamente femenino y no las creyeron (Lc 24, 11).
Los autores antiguos creyeron conocer la respuesta a este interrogante. Las mujeres, dice en un himno Romano el Melode, son las primeras en ver al Resucitado porque una mujer, Eva, ¡fue la primera en pecar! Pero la respuesta auténtica es otra: las mujeres fueron las primeras en verle resucitado porque habían sido las últimas en abandonarle muerto e incluso después de la muerte acudían a llevar aromas a su sepulcro (Mc 16,1).
Debemos preguntarnos por el motivo de este hecho: ¿por qué las mujeres resistieron al escándalo de la cruz? ¿Por qué se le quedaron cerca cuando todo parecía acabado e incluso sus discípulos más íntimos le habían abandonado y estaban organizando el regreso a casa?
La respuesta la dio anticipadamente Jesús, cuando contestando a Simón, dijo acerca de la pecadora que le había lavado y besado los pies: «¡Ha amado mucho!» (Lc 7, 47). Las mujeres habían seguido a Jesús por Él mismo, por gratitud del bien de Él recibido, no por la esperanza de hacer carrera después. A ellas no se les habían prometido «doce tronos», ni ellas habían pedido sentarse a su derecha y a su izquierda en su reino. Le seguían, está escrito, «para servirle» (Lc 8, 3; Mt 27, 55); eran las únicas, después de María, su Madre, en haber asimilado el espíritu del Evangelio. Habían seguido las razones del corazón y éstas no les habían engañado.
* * *
En sí, su presencia junto al Crucificado y el Resucitado contiene una enseñanza vital para nosotros hoy. Nuestra civilización, dominada por la técnica, tiene necesidad de un corazón para que el hombre pueda sobrevivir en ella, sin deshumanizarse del todo. Debemos dar más espacio a las «razones del corazón» si queremos evitar que la humanidad vuelva a caer en una era glacial.
En esto, a diferencia de muchos otros campos, la técnica es de bien poca ayuda. Se trabaja desde hace tiempo en un tipo de ordenador que «piensa» y muchos están convencidos de que se logrará. Pero nadie hasta ahora ha proyectado la posibilidad de un ordenador que «ame», que se conmueva, que salga al encuentro del hombre en el plano afectivo, facilitándole amar, como le facilita calcular las distancias entre las estrellas, el movimiento de los átomos y memorizar datos...
A la potenciación de la inteligencia y de las posibilidades cognoscitivas del hombre no le sigue con el mismo ritmo, lamentablemente, la potenciación de su capacidad de amor. Esta última, más bien, parece que no cuenta nada, aunque sabemos muy bien que la felicidad o la infelicidad en la tierra no dependen tanto de conocer o no conocer, sino de amar o no amar, de ser amado o no ser amado. No es difícil entender por qué estamos tan ansiosos de incrementar nuestros conocimientos y tan poco de aumentar nuestra capacidad de amar: el conocimiento se traduce automáticamente en poder, el amor en servicio.
Una de las idolatrías modernas es la del «IQ», el «coeficiente intelectual». Existen varios métodos para medirlo. ¿Pero quién se preocupa de tener en cuenta también el «coeficientes del corazón»? Sin embargo sólo el amor redime y salva, mientras que la ciencia y la sed de conocimiento, solas, pueden llevar a la condenación. Es la conclusión del Fausto de Goethe y es también el grito que lanza el cineasta que hace clavar simbólicamente al suelo los preciosos volúmenes de una biblioteca y hace exclamar al protagonista que «todos los libros del mundo no valen lo que una caricia». Antes que ellos, San Pablo había escrito: «La ciencia hincha, el amor en cambio edifica» (1 Co 8,1).
Después de tantas eras que han tomado nombre del hombre -homo erectus, homo faber, hasta el homo sapiens-sapiens , o sea, el sapientísimo de hoy-, es deseable que se abra por fin, para la humanidad, una era de la mujer: una era del corazón, de la compasión, y que esta tierra deje ya de ser «la pequeña tierra que nos hace tan feroces».
* * *
De todo lugar brota la exigencia de dar más espacio a la mujer. Nosotros no creemos que «el eterno femenino nos salvará». La experiencia diaria demuestra que la mujer puede «elevarnos», pero que también puede hacernos caer. También ella tiene necesidad de ser salvada por Cristo. Pero es cierto que, una vez redimida por Él y «liberada», en el plano humano, de antiguas discriminaciones, ella puede contribuir a salvar nuestra sociedad de algunos males arraigados que se ciernen amenazantes: violencia, voluntad de poder, aridez espiritual, desprecio de la vida...
Sólo hay que evitar repetir el antiguo error gnóstico según el cual la mujer, para salvarse, debe dejar de ser mujer y transformarse en hombre. El prejuicio está tan enraizado en la cultura que las propias mujeres han acabado, a veces, por sucumbir a él. Para afirmar su dignidad, han creído necesario asumir actitudes masculinas, o bien minimizar la diferencia de sexos, reduciéndola a un producto de la cultura. «Mujer no se nace, sino que se hace», dijo una de sus ilustres representantes.
¡Qué agradecidos tenemos que estar a las «piadosas mujeres»! A lo largo del camino al Calvario, sus sollozos fueron el único sonido amigo que llegó a oídos del Salvador; sobre la cruz, sus «miradas» fueron las únicas que se posaron con amor y compasión en Él.
La liturgia bizantina ha honrado a las piadosas mujeres dedicándoles un domingo del año litúrgico, el segundo después de Pascua, que toma el nombre de «domingo de las Miróforas», esto es, de las portadoras de aromas. Jesús está contento de que se honren en la Iglesia a las mujeres que le amaron y creyeron en Él en vida. Sobre una de ellas –la mujer que vertió en su cabeza un frasco de ungüento perfumado- hizo esta extraordinaria profecía, puntualmente cumplida en los siglos: «Dondequiera que se proclame este Evangelio, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya» (Mt 26,13).
* * *
Las piadosas mujeres no están sólo, en cambio, para admirar y honrar, sino también para imitar. San León Magno dice que «la pasión de Cristo se prolonga hasta el final de los siglos» y Pascal ha escrito que «Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo». La Pasión se prolonga en los miembros del cuerpo de Cristo. Son herederas de las «piadosas mujeres» las muchas mujeres, religiosas y laicas, que permanecen hoy al lado de los pobres, de los enfermos de Sida, de los encarcelados, de los rechazados de cualquier tipo por parte de la sociedad. A ellas –creyentes o no creyentes- Cristo repite: «A mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
No sólo por el papel desempeñado en la pasión, sino también por el de la resurrección, las piadosas mujeres son ejemplo para las mujeres cristianas de hoy. En la Biblia se encuentran, de un extremo a otro, los «¡ve!» o los «¡id!», esto es, los envíos por parte de Dios. Es la palabra dirigida a Abrahán, a Moisés («Ve, Moisés, a la tierra de Egipto»), a los profetas, a los apóstoles: «Id por todo el mundo, predicad el Evangelio a toda criatura».
Todos son «¡id!» dirigidos a los hombres. Existe un solo «¡id!» dirigido a las mujeres, el que se dijo a las miróforas la mañana de Pascua: «Entonces les dijo Jesús: "Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán"» (Mt 28, 10). Con estas palabras las constituía en primeros testigos de la resurrección, «maestras de maestros», como las llama un antiguo autor.
Es una pena que, a causa de la equivocada identificación con la mujer pecadora que lava los pies de Jesús (Lc 7, 37), María Magdalena haya acabado por alimentar infinitas leyendas antiguas y modernas y haya entrado en el culto y en el arte casi sólo en calidad de «penitente», más que como primer testigo de la resurrección, «apóstol de los apóstoles», como la define Santo Tomás de Aquino.
* * *
«Ellas partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos» (Mt 28, 8). Mujeres cristianas, seguid llevando a los sucesores de los apóstoles y a nosotros, sacerdotes y colaboradores suyos, el gozoso anuncio: «¡El Maestro está vivo! ¡Ha resucitado! Os precede en Galilea, o sea, ¡dondequiera que vayáis!». Continuad el antiguo cántico que la liturgia pone en boca de María Magdalena: Mors et vita duello conflixere mirando: dux vitae mortuus regnat vivus : «Muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo: el Señor de la vida estaba muerto, pero ahora está vivo y reina». La vida ha triunfado, en Cristo, sobre la muerte, y así sucederá un día también en nosotros. Junto a todas las mujeres de buena voluntad, vosotras sois la esperanza de un mundo más humano.
A la primera de las «piadosas mujeres» e incomparable modelo de éstas, la Madre de Jesús, repetimos una antigua oración de la Iglesia: «Santa María, socorre a los pobres, sostén a los frágiles, conforta a los débiles: ruega por el pueblo, intervén por el clero, intercede por el devoto sexo femenino»: Ora pro populo, interveni pro clero, intercede pro devoto femineo sexu.
Los evangelios refieren el nombre de algunas de ellas: María de Magdala, María -la madre de Santiago el menor y de Joset-, Salomé -madre de los hijos de Zebedeo-, una cierta Juana y una tal Susana (Lc 8, 3). Llegadas con Jesús de Galilea, estas mujeres le habían seguido, llorando, en el camino al Calvario (Lc 23, 27-28), ahora en el Gólgota observaban «de lejos» (o sea, desde la distancia mínima que se les permitía) y en poco tiempo le acompañan, con tristeza, al sepulcro con José de Arimatea (Lc 23, 55).
Este hecho está demasiado comprobado y es demasiado extraordinario como para pasar por encima de él apresuradamente. Las llamamos, con una cierta condescendencia masculina, «las piadosas mujeres», pero son mucho más que «piadosas mujeres», ¡son igualmente «Madres Coraje!» Desafiaron el peligro que existía en mostrarse tan abiertamente a favor de un condenado a muerte. Jesús había dicho: «¡Dichoso aquél que no halle escándalo en mí!» (Lc 7, 23). Estas mujeres son las únicas que no se escandalizaron de Él.
Se discute vivamente desde hace algún tiempo quién fue quien quiso la muerte de Jesús: los jefes judíos o Pilato, o los unos y el otro. Una cosa es cierta en cualquier caso: fueron los hombres, no las mujeres. Ninguna mujer está involucrada, tampoco indirectamente, en su condena. Hasta la única mujer pagana que se menciona en los relatos, la esposa de Pilato, se disoció de su condena (Mt 27, 19). Es cierto que Jesús murió también por los pecados de las mujeres, pero históricamente sólo ellas pueden decir: «¡Somos inocentes de la sangre de éste!» (Mt 27, 24).
Éste es uno de los signos más ciertos de la honestidad y de la fidelidad histórica de los evangelios: el papel mezquino que hacen en ellos los autores y los inspiradores de los evangelios y el maravilloso papel que muestran de las mujeres. ¿Quién habría permitido que se conservara, con memoria imperecedera, la ignominiosa historia del propio miedo, huída, negación, agravada además por la comparación con la conducta tan distinta de algunas pobres mujeres; quién, repito, lo habría permitido, si no hubiera estado obligado por la fidelidad a una historia que ya se mostraba como infinitamente mayor que la propia miseria?
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Siempre ha surgido la cuestión de cómo es que las «piadosas mujeres» son las primeras en ver al Resucitado y a ellas se les dé la misión de anunciarlo a los apóstoles. Éste era el modo más seguro de hacer la resurrección poco creíble. El testimonio de una mujer no tenía peso alguno. Tal vez por este motivo ninguna mujer aparece en el largo elenco de quienes han visto al Resucitado, según el relato de Pablo (1 Co 15, 5-8). Los propios apóstoles, respecto a las primeras, tomaron las palabras de las mujeres como «un desatino» completamente femenino y no las creyeron (Lc 24, 11).
Los autores antiguos creyeron conocer la respuesta a este interrogante. Las mujeres, dice en un himno Romano el Melode, son las primeras en ver al Resucitado porque una mujer, Eva, ¡fue la primera en pecar! Pero la respuesta auténtica es otra: las mujeres fueron las primeras en verle resucitado porque habían sido las últimas en abandonarle muerto e incluso después de la muerte acudían a llevar aromas a su sepulcro (Mc 16,1).
Debemos preguntarnos por el motivo de este hecho: ¿por qué las mujeres resistieron al escándalo de la cruz? ¿Por qué se le quedaron cerca cuando todo parecía acabado e incluso sus discípulos más íntimos le habían abandonado y estaban organizando el regreso a casa?
La respuesta la dio anticipadamente Jesús, cuando contestando a Simón, dijo acerca de la pecadora que le había lavado y besado los pies: «¡Ha amado mucho!» (Lc 7, 47). Las mujeres habían seguido a Jesús por Él mismo, por gratitud del bien de Él recibido, no por la esperanza de hacer carrera después. A ellas no se les habían prometido «doce tronos», ni ellas habían pedido sentarse a su derecha y a su izquierda en su reino. Le seguían, está escrito, «para servirle» (Lc 8, 3; Mt 27, 55); eran las únicas, después de María, su Madre, en haber asimilado el espíritu del Evangelio. Habían seguido las razones del corazón y éstas no les habían engañado.
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En sí, su presencia junto al Crucificado y el Resucitado contiene una enseñanza vital para nosotros hoy. Nuestra civilización, dominada por la técnica, tiene necesidad de un corazón para que el hombre pueda sobrevivir en ella, sin deshumanizarse del todo. Debemos dar más espacio a las «razones del corazón» si queremos evitar que la humanidad vuelva a caer en una era glacial.
En esto, a diferencia de muchos otros campos, la técnica es de bien poca ayuda. Se trabaja desde hace tiempo en un tipo de ordenador que «piensa» y muchos están convencidos de que se logrará. Pero nadie hasta ahora ha proyectado la posibilidad de un ordenador que «ame», que se conmueva, que salga al encuentro del hombre en el plano afectivo, facilitándole amar, como le facilita calcular las distancias entre las estrellas, el movimiento de los átomos y memorizar datos...
A la potenciación de la inteligencia y de las posibilidades cognoscitivas del hombre no le sigue con el mismo ritmo, lamentablemente, la potenciación de su capacidad de amor. Esta última, más bien, parece que no cuenta nada, aunque sabemos muy bien que la felicidad o la infelicidad en la tierra no dependen tanto de conocer o no conocer, sino de amar o no amar, de ser amado o no ser amado. No es difícil entender por qué estamos tan ansiosos de incrementar nuestros conocimientos y tan poco de aumentar nuestra capacidad de amar: el conocimiento se traduce automáticamente en poder, el amor en servicio.
Una de las idolatrías modernas es la del «IQ», el «coeficiente intelectual». Existen varios métodos para medirlo. ¿Pero quién se preocupa de tener en cuenta también el «coeficientes del corazón»? Sin embargo sólo el amor redime y salva, mientras que la ciencia y la sed de conocimiento, solas, pueden llevar a la condenación. Es la conclusión del Fausto de Goethe y es también el grito que lanza el cineasta que hace clavar simbólicamente al suelo los preciosos volúmenes de una biblioteca y hace exclamar al protagonista que «todos los libros del mundo no valen lo que una caricia». Antes que ellos, San Pablo había escrito: «La ciencia hincha, el amor en cambio edifica» (1 Co 8,1).
Después de tantas eras que han tomado nombre del hombre -homo erectus, homo faber, hasta el homo sapiens-sapiens , o sea, el sapientísimo de hoy-, es deseable que se abra por fin, para la humanidad, una era de la mujer: una era del corazón, de la compasión, y que esta tierra deje ya de ser «la pequeña tierra que nos hace tan feroces».
* * *
De todo lugar brota la exigencia de dar más espacio a la mujer. Nosotros no creemos que «el eterno femenino nos salvará». La experiencia diaria demuestra que la mujer puede «elevarnos», pero que también puede hacernos caer. También ella tiene necesidad de ser salvada por Cristo. Pero es cierto que, una vez redimida por Él y «liberada», en el plano humano, de antiguas discriminaciones, ella puede contribuir a salvar nuestra sociedad de algunos males arraigados que se ciernen amenazantes: violencia, voluntad de poder, aridez espiritual, desprecio de la vida...
Sólo hay que evitar repetir el antiguo error gnóstico según el cual la mujer, para salvarse, debe dejar de ser mujer y transformarse en hombre. El prejuicio está tan enraizado en la cultura que las propias mujeres han acabado, a veces, por sucumbir a él. Para afirmar su dignidad, han creído necesario asumir actitudes masculinas, o bien minimizar la diferencia de sexos, reduciéndola a un producto de la cultura. «Mujer no se nace, sino que se hace», dijo una de sus ilustres representantes.
¡Qué agradecidos tenemos que estar a las «piadosas mujeres»! A lo largo del camino al Calvario, sus sollozos fueron el único sonido amigo que llegó a oídos del Salvador; sobre la cruz, sus «miradas» fueron las únicas que se posaron con amor y compasión en Él.
La liturgia bizantina ha honrado a las piadosas mujeres dedicándoles un domingo del año litúrgico, el segundo después de Pascua, que toma el nombre de «domingo de las Miróforas», esto es, de las portadoras de aromas. Jesús está contento de que se honren en la Iglesia a las mujeres que le amaron y creyeron en Él en vida. Sobre una de ellas –la mujer que vertió en su cabeza un frasco de ungüento perfumado- hizo esta extraordinaria profecía, puntualmente cumplida en los siglos: «Dondequiera que se proclame este Evangelio, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya» (Mt 26,13).
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Las piadosas mujeres no están sólo, en cambio, para admirar y honrar, sino también para imitar. San León Magno dice que «la pasión de Cristo se prolonga hasta el final de los siglos» y Pascal ha escrito que «Cristo estará en agonía hasta el fin del mundo». La Pasión se prolonga en los miembros del cuerpo de Cristo. Son herederas de las «piadosas mujeres» las muchas mujeres, religiosas y laicas, que permanecen hoy al lado de los pobres, de los enfermos de Sida, de los encarcelados, de los rechazados de cualquier tipo por parte de la sociedad. A ellas –creyentes o no creyentes- Cristo repite: «A mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
No sólo por el papel desempeñado en la pasión, sino también por el de la resurrección, las piadosas mujeres son ejemplo para las mujeres cristianas de hoy. En la Biblia se encuentran, de un extremo a otro, los «¡ve!» o los «¡id!», esto es, los envíos por parte de Dios. Es la palabra dirigida a Abrahán, a Moisés («Ve, Moisés, a la tierra de Egipto»), a los profetas, a los apóstoles: «Id por todo el mundo, predicad el Evangelio a toda criatura».
Todos son «¡id!» dirigidos a los hombres. Existe un solo «¡id!» dirigido a las mujeres, el que se dijo a las miróforas la mañana de Pascua: «Entonces les dijo Jesús: "Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán"» (Mt 28, 10). Con estas palabras las constituía en primeros testigos de la resurrección, «maestras de maestros», como las llama un antiguo autor.
Es una pena que, a causa de la equivocada identificación con la mujer pecadora que lava los pies de Jesús (Lc 7, 37), María Magdalena haya acabado por alimentar infinitas leyendas antiguas y modernas y haya entrado en el culto y en el arte casi sólo en calidad de «penitente», más que como primer testigo de la resurrección, «apóstol de los apóstoles», como la define Santo Tomás de Aquino.
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«Ellas partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos» (Mt 28, 8). Mujeres cristianas, seguid llevando a los sucesores de los apóstoles y a nosotros, sacerdotes y colaboradores suyos, el gozoso anuncio: «¡El Maestro está vivo! ¡Ha resucitado! Os precede en Galilea, o sea, ¡dondequiera que vayáis!». Continuad el antiguo cántico que la liturgia pone en boca de María Magdalena: Mors et vita duello conflixere mirando: dux vitae mortuus regnat vivus : «Muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo: el Señor de la vida estaba muerto, pero ahora está vivo y reina». La vida ha triunfado, en Cristo, sobre la muerte, y así sucederá un día también en nosotros. Junto a todas las mujeres de buena voluntad, vosotras sois la esperanza de un mundo más humano.
A la primera de las «piadosas mujeres» e incomparable modelo de éstas, la Madre de Jesús, repetimos una antigua oración de la Iglesia: «Santa María, socorre a los pobres, sostén a los frágiles, conforta a los débiles: ruega por el pueblo, intervén por el clero, intercede por el devoto sexo femenino»: Ora pro populo, interveni pro clero, intercede pro devoto femineo sexu.
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