Sábado, 23 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Subió al monte a orar


Cristo debía antes sufrir y morir para que se entendiera qué tipo de Mesías era. Es sintomático que la única vez que Jesús se proclama Él mismo Mesías es mientras se encuentra encadenado ante el Sumo Sacerdote, a punto de ser condenado a muerte, ya sin posibilidades de equívocos.

por Raniero Cantalamessa

Opinión

Génesis 15, 512.1718;
Filipenses 3, 17-4,1;
Lucas 9, 28b-36


El Evangelio del domingo relata el episodio de la Transfiguración. Lucas, en su evangelio, dice también el motivo por el que Jesús aquel día «subió al monte»: lo hizo «para orar». Fue la oración la que hizo su vestido blanco como la nieve y su rostro resplandeciente como el sol. Según el programa explicado la vez pasada, deseamos partir de este episodio para examinar el lugar que ocupa en toda la vida de Cristo la oración y qué nos dice ésta sobre la identidad profunda de su persona.

Alguien dijo: «Jesús es un hombre judío que no se siente idéntico a Dios. No se reza de hecho a Dios si se piensa que se es idéntico a Dios». Dejando de lado por el momento el problema de qué pensaba Jesús de sí mismo, esta afirmación no tiene en cuenta una verdad elemental: Jesús es también hombre, y es como hombre que ora. Dios tampoco podría tener hambre y sed, o sufrir, pero Jesús tiene hambre y sed, y sufre, porque también es hombre.

Al contrario, veremos que es precisamente la oración de Jesús la que nos permite echar un vistazo al misterio profundo de su persona. Es un hecho históricamente comprobado que Jesús, en su oración, se dirigía a Dios llamándole Abbà, esto es, querido padre, padre mío, y hasta mi papá. Este modo de dirigirse a Dios, aún no del todo ignorado antes de Él, es tan característico de Cristo que obliga a admitir una relación única entre Él y el Padre celestial.

Escuchemos una de estas oraciones de Jesús, recogida por Mateo: «En aquel tiempo, Jesús dijo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar"» (Mt 11, 26-27). Entre Padre e Hijo existe, como se ve, una reciprocidad total, «una estrecha relación familiar». También en la parábola de los viñadores homicidas emerge claramente la relación única, como de hijo a padre, que Jesús tiene con Dios, diferente a la de todos los demás que son llamados «siervos» (Mc 12, 110).

En este punto surge en cambio una objeción: ¿por qué entonces Jesús no se atribuyó jamás abiertamente el título de Hijo de Dios durante su vida, sino que habló siempre de sí como del «hijo del hombre»? El motivo es el mismo por el que Jesús no dice nunca que es el Mesías, y cuando otros le llaman con este nombre se muestra reticente, o incluso prohíbe que lo digan. La razón de esta forma de comportarse es que aquellos títulos los entendía la gente en un sentido preciso que no correspondía a la idea que Jesús tenía de su misión.

Hijo de Dios eran llamados un poco todos: los reyes, los profetas, los grandes hombres; por Mesías se entendía al enviado de Dios que habría combatido militarmente a los enemigos y reinaría sobre Israel. Era la dirección en la que buscaba empujarle el demonio con sus tentaciones en el desierto... Sus propios discípulos no habían comprendido esto y continuaban soñando con un destino de gloria y de poder. Jesús no intentaba ser este tipo de Mesías. «No he venido -decía- para ser servido, sino para servir». Él no ha venido para quitar a nadie la vida, sino para «dar la vida en rescate de muchos».

Cristo debía antes sufrir y morir para que se entendiera qué tipo de Mesías era. Es sintomático que la única vez que Jesús se proclama Él mismo Mesías es mientras se encuentra encadenado ante el Sumo Sacerdote, a punto de ser condenado a muerte, ya sin posibilidades de equívocos: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios Bendito?», le pregunta el Sumo Sacerdote, y Él responde: «¡Yo soy!» (Mc 14, 61 s.).

Todos los títulos y las categorías dentro de las cuales los hombres, amigos y enemigos, intentan situar a Jesús durante su vida aparecen estrechas, insuficientes. Él es un maestro, «pero no como los demás maestros», enseña con autoridad y en nombre propio; es hijo de David, pero es también Señor de David; es más que un profeta, más que Jonás, más que Salomón. La cuestión que la gente se planteaba: «¿Quién es éste?» expresa bien el sentimiento que reinaba en torno a Él como de un misterio, de algo que no se conseguía explicar humanamente.

El intento de ciertos críticos de reducir a Jesús a un judío normal de su tiempo, que no dijo ni hizo nada especial, choca completamente con los datos históricos más ciertos que poseemos sobre Él y se explica sólo con el rechazo por prejuicios de admitir que algo trascendente pueda aparecer en la historia humana. Entre otras cosas, no explica cómo un ser tan normal se convirtiera (según los mismos críticos) en «el hombre que cambió el mundo».

Volvamos ahora al episodio de la Transfiguración para sacar de él alguna enseñanza práctica. También la Transfiguración es un misterio «para nosotros», nos contempla de cerca. San Pablo, en la segunda lectura, dice: «El Señor Jesucristo transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo». El Tabor es una ventana abierta a nuestro futuro; nos asegura que la opacidad de nuestro cuerpo un día se transformará también en luz; pero es también un reflector que apunta a nuestro presente; evidencia lo que ya es ahora nuestro cuerpo, por encima de sus míseras apariencias: el templo del Espíritu Santo.

El cuerpo no es para la Biblia un apéndice prescindible del ser humano; es parte integrante de él. El hombre no tiene un cuerpo, es cuerpo. El cuerpo ha sido creado directamente por Dios, asumido por el Verbo en la encarnación y santificado por el Espíritu en el bautismo. El hombre bíblico se queda encantado ante el esplendor del cuerpo humano: «Me has tejido en el vientre de mi madre. Prodigio soy, prodigios son tus obras» (Sal 139). El cuerpo está destinado a compartir eternamente la misma gloria del alma: «Cuerpo y alma, o serán dos manos juntas en eterna adoración, o dos muñecas esposadas por una maldad eterna» (Ch. Péguy). El cristianismo predica la salvación del cuerpo, no la salvación a partir del cuerpo, como hacían, en la antigüedad, las religiones maniqueas y gnósticas y como hacen aún hoy algunas religiones orientales.

¿Pero qué decir a quien sufre? ¿A quien debe asistir a la «desfiguración» de su propio cuerpo o de un ser querido? Para ellos es tal vez el mensaje más consolador de la Transfiguración: «Él transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo». Serán rescatados los cuerpos humillados en la enfermedad y en la muerte. También Jesús, de ahí en poco tiempo, será «desfigurado» en la pasión, pero resurgirá con un cuerpo glorioso, con el que vive eternamente, con quien la fe nos dice que iremos a reunirnos después de la muerte.

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