Martes, 03 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Este tenue reflejo del Paraíso

Lago Matherson, en Nueva Zelanda.
La belleza de la Creación nos prepara para la belleza que nos tiene reservada nuestro Creador. Foto: Lago Matheson, en Nueva Zelanda. Yoal Desurmont / Unsplash.

por Álex Navajas

Opinión

A medida que las cosas del mundo se revuelven más y se emponzoñan los deseos del alma, anhela ésta huir y seguir esa suave voz que le conduce hacia la paz. La paz, desde siempre, está alejada del bullicio del siglo, y nos exige desasirnos de todo para alcanzar todo.

Mientras unos y otros gritan, se insultan escupiéndose su odio y profanan el silencio, el alma siente que de allí debe salir para encontrarse con su Creador adentrándose más adentro en la espesura, como ya invitara San Juan de la Cruz.

Allí, en la naturaleza -la obra que revela la mano del Creador-, parece hallarse uno más cerca de su origen y de su destino. Sin duda, este confinamiento tan largo y el envenenamiento de la vida social nos han hecho anhelar con más intensidad si cabe el encuentro con el Creador en su naturaleza.

Lo explicaba lúcidamente San Juan Pablo II en su teología del cuerpo, y lo ha sabido resumir bien Christopher West en sus obras sobre el mismo tema: toda la belleza que contemplamos en este mundo no es sino un tenue reflejo del Paraíso. Ahora, con las últimas y copiosas lluvias, el campo ha estallado en vida, vegetación y verdor. Por aquí y por allá, reflejos iridiscentes salpican de color los prados y llanuras. Se trata de una belleza magnífica, plena y suave. Vale la pena detenerse a examinar una simple florecilla saturada de color púrpura. ¡Son tantas que las damos por supuesto! Si estuviésemos en medio del desierto y sólo hubiese una, ¿no la prestaríamos más atención? Nos pasaría lo mismo que al Principito con su rosa.

Pues bien: toda esa belleza no es sino, vuelvo a decir, un tenue reflejo del Paraíso que nos aguarda. ¡Pero es que esa belleza es tan intensa que tendemos a querer acapararla, agarrarla, sujetarla para que no se escape! Y nos olvidamos de que esa belleza nos indica que hay una hermosura superior que nos está reservada.

También lo descubrió San Agustín cuando, hastiado de placeres mundanos y carnales, exclamó: “Si te agradan los cuerpos, toma motivo de ellos para alabar a Dios, y haz que el amor que les tienes vuelva y llegue hasta su Creador, no sea que en lo que te agrada a ti, le desagrades tú a Él”.

Estamos de paso en esta vida, pero con harta frecuencia lo olvidamos. Nos envuelve el mundo con sus cuitas y sus miedos; con sus caricias y sus pasiones; con sus engaños y sus vanas promesas.

¿Acaso se desmorona la civilización tal y como la conocemos porque se prepara el alumbramiento de algo nuevo? Y si así fuera, ¿qué hacemos nosotros almacenando como insensatos el trigo en nuestros graneros, si de eso no van a quedar ni las cenizas? ¿No será de más provecho volver hacia el Creador, hacia la obra de sus manos, y seguir “la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido”?

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