Qué es el denostado capitalismo
La mejor manera de combatir los abusos del capitalismo, de cualquier clase de capitalismo, es la propiedad privada si sobrevive a los atracos fiscales, y la libertad de mercado.
Raro es que un mitrado se refiera al capitalismo, venga a cuento o no, con frecuencia más bien no, sin condenarlo, y con los obispos, las más diversas asociaciones católicas. Se lo ha calificado de “primitivo”, “manchesteriano”, “salvaje”, “trasnacional”, “imperialista”, etc., pero sin aclarar qué tipo de capitalismo es cada uno de los dichos, y si hubiese un capitalismo “bueno”, cual y cómo sería.
Vayamos pues al génesis del asunto por si hay forma de entendernos. Capitalismo viene de capital, que es todo bien producido y no consumido, es decir, ahorrado. De manera que el ahorro de hoy, permita la inversión de mañana y la creación de empleo de pasado mañana.
La formación o acumulación de capital es tan antigua como la existencia del hombre. Los primeros humanos, cazadores, pescadores y recolectores de frutos silvestres, en el momento que hacían una pausa en sus correrías a fin de elaborar útiles rudimentarios de caza, pesca y defensa (hachas de silex, garrochas, venablos, jabalinas, etc.) o curtían pieles para vestirse, o ahumaban y desecaban carnes y pescados, estaban creando un capital de producción o de consumo. Lo mismo que los primeros agricultores, cuando reservaban una parte de la cosecha para sembrarla al año siguiente.
Pero la formación de capital no es todavía capitalismo. Para que exista capitalismo tiene que concurrir la circunstancia de que los poseedores del capital sean dueños de los instrumentos de producción, que han costeado con su dinero. Pero no se apropian totalmente de los beneficios de la explotación, sino que previamente ha pagado el salario a sus gestores y demás operarios (retribución al trabajo o capital “humano”) y asimismo han pagado los impuestos, en estos momentos de estatalismo desaforado, abusivos y depredadores.
En tal reparto “trifuncional” (capital, trabajo e impuestos) de los remanentes de la producción ¿está moralmente justificada la retribución al capital? Sin lugar a dudas. Si el capital no se restituye y renueva, se desgasta el existente –como cualquier maquinaria o producto físico- y termina por consumirse y desaparecer. Y si no se retribuye (cualquiera sea su propietario: Estado o personas privadas) se defrauda a la propiedad y se impide la formación de nuevo capital. En una palabra, se destruye el futuro. Además es la justa compensación al riesgo asumido al invertirlo en cualquier proyecto económico, que puede salir bien o mal, según se de la cosa.
¿Puede existir progreso económico –y por consiguiente social- sin capitalismo? Lo dudo muy mucho. Pero en todo caso capitalismo ha existido siempre, desde las épocas más remotas. Unas veces en manos de los soberanos, otras en manos de la nobleza, y, por fin, en manos privadas, incluidos los millones de pequeños accionistas de las grandes corporaciones o ahorradores en fondos de inversión o de pensiones, además del infinito número de pequeños empresarios y autónomos. Llegamos así a lo que bien podríamos llamar auténtico capitalismo “popular”.
Hay, ciertamente, un capitalismo que, como los impuestos, suele ser abusivo y depredador. Es aquel que opera en régimen de monopolio u oligopolio, generalmente de propiedad o concesión estatal, como fueron en su día Telefónica, Campsa, Tabacalera, Butano, Gas Natural, compañías eléctricas, Iberia, etcétera, que operaban en un mercado cautivo, al que imponían precios desmedidos y trataban despóticamente a usuarios y clientes, que no podían pasarse a la acera de enfrente para servirse en la “tienda” de la competencia, porque ésta no existía.
Aunque se han liberalizado algunos servicios, aún quedan sectores sometidos al monopolio exclusivo estatal, como la gestión de los aeropuertos, la explotación de las líneas férreas, la sanidad pública por eficiente que sea, que lo es, pero que nadie ha cuantificado, creo, su verdadero y enorme coste, etc. O sea, la famosa empresa pública, tan querida por sociatas y parientes todavía más extremosos, paraíso de enchufismo sindicalero y partidista, por lo común tan ineficiente como ruinoso.
Todavía hay un capitalismo mucho peor: aquel que se impuso en los regímenes soviéticos o comunistas y aún subsiste en los países que arrastran, total o parcialmente, los últimos vestigios de aquel modelo tiránico: Corea del Norte, Cuba, Vietnam y el Sureste asiático, etc. Es mucho peor, porque al poder político del Estado totalitario, se añade el poder económico totalitario, de manera que genera un capitalismo absoluto, en un régimen absoluto, dirigido generalmente por un tirano con poderes absolutos.
Estas son las variantes del capitalismo perverso a las que raramente se refieren los obispos cuando se meten en estos huertos, desconociendo, porque seguramente desconocen, que la mejor manera de combatir los abusos del capitalismo, de cualquier clase de capitalismo, es la propiedad privada si sobrevive a los atracos fiscales, y la libertad de mercado, que a veces también condenan. Un mercado libre aligerado de reglamentismos e intervencionismos oficiales con frecuencia tan absurdos como asfixiantes, principales obstáculos al desarrollo económico, la creación de riqueza y, por consiguiente, la creación de empleo.
Vayamos pues al génesis del asunto por si hay forma de entendernos. Capitalismo viene de capital, que es todo bien producido y no consumido, es decir, ahorrado. De manera que el ahorro de hoy, permita la inversión de mañana y la creación de empleo de pasado mañana.
La formación o acumulación de capital es tan antigua como la existencia del hombre. Los primeros humanos, cazadores, pescadores y recolectores de frutos silvestres, en el momento que hacían una pausa en sus correrías a fin de elaborar útiles rudimentarios de caza, pesca y defensa (hachas de silex, garrochas, venablos, jabalinas, etc.) o curtían pieles para vestirse, o ahumaban y desecaban carnes y pescados, estaban creando un capital de producción o de consumo. Lo mismo que los primeros agricultores, cuando reservaban una parte de la cosecha para sembrarla al año siguiente.
Pero la formación de capital no es todavía capitalismo. Para que exista capitalismo tiene que concurrir la circunstancia de que los poseedores del capital sean dueños de los instrumentos de producción, que han costeado con su dinero. Pero no se apropian totalmente de los beneficios de la explotación, sino que previamente ha pagado el salario a sus gestores y demás operarios (retribución al trabajo o capital “humano”) y asimismo han pagado los impuestos, en estos momentos de estatalismo desaforado, abusivos y depredadores.
En tal reparto “trifuncional” (capital, trabajo e impuestos) de los remanentes de la producción ¿está moralmente justificada la retribución al capital? Sin lugar a dudas. Si el capital no se restituye y renueva, se desgasta el existente –como cualquier maquinaria o producto físico- y termina por consumirse y desaparecer. Y si no se retribuye (cualquiera sea su propietario: Estado o personas privadas) se defrauda a la propiedad y se impide la formación de nuevo capital. En una palabra, se destruye el futuro. Además es la justa compensación al riesgo asumido al invertirlo en cualquier proyecto económico, que puede salir bien o mal, según se de la cosa.
¿Puede existir progreso económico –y por consiguiente social- sin capitalismo? Lo dudo muy mucho. Pero en todo caso capitalismo ha existido siempre, desde las épocas más remotas. Unas veces en manos de los soberanos, otras en manos de la nobleza, y, por fin, en manos privadas, incluidos los millones de pequeños accionistas de las grandes corporaciones o ahorradores en fondos de inversión o de pensiones, además del infinito número de pequeños empresarios y autónomos. Llegamos así a lo que bien podríamos llamar auténtico capitalismo “popular”.
Hay, ciertamente, un capitalismo que, como los impuestos, suele ser abusivo y depredador. Es aquel que opera en régimen de monopolio u oligopolio, generalmente de propiedad o concesión estatal, como fueron en su día Telefónica, Campsa, Tabacalera, Butano, Gas Natural, compañías eléctricas, Iberia, etcétera, que operaban en un mercado cautivo, al que imponían precios desmedidos y trataban despóticamente a usuarios y clientes, que no podían pasarse a la acera de enfrente para servirse en la “tienda” de la competencia, porque ésta no existía.
Aunque se han liberalizado algunos servicios, aún quedan sectores sometidos al monopolio exclusivo estatal, como la gestión de los aeropuertos, la explotación de las líneas férreas, la sanidad pública por eficiente que sea, que lo es, pero que nadie ha cuantificado, creo, su verdadero y enorme coste, etc. O sea, la famosa empresa pública, tan querida por sociatas y parientes todavía más extremosos, paraíso de enchufismo sindicalero y partidista, por lo común tan ineficiente como ruinoso.
Todavía hay un capitalismo mucho peor: aquel que se impuso en los regímenes soviéticos o comunistas y aún subsiste en los países que arrastran, total o parcialmente, los últimos vestigios de aquel modelo tiránico: Corea del Norte, Cuba, Vietnam y el Sureste asiático, etc. Es mucho peor, porque al poder político del Estado totalitario, se añade el poder económico totalitario, de manera que genera un capitalismo absoluto, en un régimen absoluto, dirigido generalmente por un tirano con poderes absolutos.
Estas son las variantes del capitalismo perverso a las que raramente se refieren los obispos cuando se meten en estos huertos, desconociendo, porque seguramente desconocen, que la mejor manera de combatir los abusos del capitalismo, de cualquier clase de capitalismo, es la propiedad privada si sobrevive a los atracos fiscales, y la libertad de mercado, que a veces también condenan. Un mercado libre aligerado de reglamentismos e intervencionismos oficiales con frecuencia tan absurdos como asfixiantes, principales obstáculos al desarrollo económico, la creación de riqueza y, por consiguiente, la creación de empleo.
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