Libia: No hay vuelta atrás
La biografía de Gaddafi quedará para siempre horriblemente manchada con la sangre de sus hermanos.
Desde hace algunos días venimos presenciando atónitos la implacable insurrección popular del pueblo libio contra la feroz tiranía de Muammar El Gaddafi (Sirte 1942). Si en algún tiempo fue admirado por los suyos, hoy es odiado y aborrecido por la cruel masacre de manifestantes inermes. Peor que el simún de polvo y arena. A las protestas y gritos de libertad y democracia, “el guía supremo” ha respondido con una brutal, masiva y desalmada represión. Fusiles, tanques y balas. Al final helicópteros y cazabombaderos para acabar con los insurgentes gallardos que desafían el poder turbio y monolítico del jefe enfebrecido. No les falta el coraje a los ciudadanos libios, que, lejos de retirarse a sus casas, arriesgan sus vidas en las calles.
Ya no hay margen de maniobra para el cambio de ruta después de las amenazas escalofriantes, Seif al-Islam (“la espada del islam”), el segundo hijo de Gaddafi. Está designado para sucederle y así perpetuar la dinastía de la familia. Con tonos apocalípticos ha declarado en la televisión estatal, que su padre se quedará en el puesto de mando “hasta el último hombre, la última mujer y la última bala”. Pero el silencio de las víctimas mortales clama ya venganza nacional: la acusación de crímenes contra la humanidad. El sangriento dictador, acorralado en su jaima tribal de cinco estrellas, ha asoldado milicianos extranjeros (árabes y africanos) para ahogar en la sangre el levantamiento general de la población. Como si dijéramos, pasarlos por las armas con los cazas y las bombas. Cuestión de vida o muerte para Gaddafi, ya que difícilmente se puede pensar que “el impertérrito caudillo” se rinda a las demandas de los ciudadanos, se quite el turban marrón y doblegue la cresta arrugada después de cuatro décadas de orgullo dictatorial.
Las revueltas, el descontento y el desafío al dictador escurridizo no cesan a pesar del llanto, los muertos y los heridos. Se han extendido por todo el país, como el polvo y la arena del desierto sacudidos por el viento huracanado. No se placa “la revolución de las masas”, de la que tanto se ha hablado y se ha enorgullecido Gaddafi desde su llegada al poder en septiembre de 1969. Acosado por las protestas, el tumulto y la masacre de ciudadanos, el “guerrero del desierto” no da el brazo a torcer y continúa la furia sanguinaria. No quiere apearse del caballo, ni deponer la coraza, ni entregar las armas de combate. A pesar de que muchos de sus fieles seguidores en el gobierno, el ejército y la diplomacia lo han abandonado a su suerte. A los que exigen reformas y libertades, les ha contestado con el rugido de las balas, el odio visceral y el terror de la aviación. Gaddafi está dispuesto “a ser mártir”, porque es “un revolucionario”.
La biografía de Gaddafi quedará para siempre horriblemente manchada con la sangre de sus hermanos. Todo ello en el país del “Guía de la Revolución”, que siempre ha hablado de solidaridad con los marginados y de fraternidad con los oprimidos. Su idealismo maníaco se ha desinflado como un globo roto y su fórmula política (mezcla de socialismo, Islam y nacionalismo árabe), plasmada en el Libro Verde (1973), descalificada y reducida a un estropajo inservible. La Plaza Verde en Trípoli, como la Plaza Tahrîr en El Cairo, la Plaza Azadi en Teherán y la Plaza de la Perla en Manama (Bahrein), se ha convertido en el símbolo de la lucha ciudadana por la democracia, la libertad y los derechos humanos. Nada más y nada menos. En Libia ya no hay vuelta atrás.
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