Egipto: el alto precio de la libertad
Los ciudadanos, en gran mayoría de origen campesino, van a por todas. Cueste lo que cueste. Porque no hay precio que sea demasiado alto para conseguir la dignidad y la libertad humanas.
El presidente egipcio, Hosni Mubarak, lleva casi 30 años en el sillón de mando. Pero no parece sentir el furor de los manifestantes, el peso de los años, ni la polilla de la longevidad. Quiere morir con las botas puestas y ser enterrado en Egipto. Nadie se lo está impidiendo. Los egipcios piden pan, quieren salir de la pobreza y buscan la senda de la democracia. Reclaman las libertades civiles, exigen los derechos humanos y ansían vivir de sus esfuerzos, sudor y trabajo. Las declaraciones piramidales les causan náusea, los agitadores islamistas les revuelven el estómago. Los oportunistas y los corruptos les ponen la hiel en la boca.
La gente de a pie quiere ser libre y feliz, quiere pensar y hablar sin candados, creer y vivir sin que le insulten, le maltraten, le detengan o le dejen olvidado en la cárcel. No se pueden poner barrotes a la libertad. Los egipcios saben que tienen que luchar contra un régimen militar de acero y una red policial extremadamente sólida. Pero ha llegado el momento en el que ya no se pueden ahogar las protestas en la sangre y la violencia. Como ha ocurrido ya en la famosa Plaza Tahrir, el símbolo de la independencia y de la liberación. No se desalma al pueblo con la tiranía de las amenazas y se doblega sus alas de libertad con el látigo, los tanques y los fusiles. Los ciudadanos, en gran mayoría de origen campesino, van a por todas. Cueste lo que cueste. Porque no hay precio que sea demasiado alto para conseguir la dignidad y la libertad humanas.
Aumentan los muertos por bala, asaltos y garrotes. Se hacinan los presos en las cárceles y se pone la mordaza a los opositores. Hasta ahora no ha servido de nada sacar la policía y el ejército a la calle para ahogar las protestas populares, reprimir la oposición al régimen y tratar de domar a la población con la fuerza. Ya no sirven las arengas políticas contra el integrismo musulmán y el extremismo islamista. Tampoco ha servido cortar las comunicaciones y aislar el país impidiendo que se sepa lo que está sucediendo dentro de las fronteras. Esa estrategia sirve para que Mubarak y sus fieles aliados permanecieran asentados como lapas en el poder. Egipto tiene un solo pentagrama musical: trabajo y vida digna, democracia y libertad, dignidad y derechos humanos.
El presidente Mubarak llegó a la presidencia de la República Árabe de Egipto después del asesinato de Anwar Sadat (19181981) el 6 de octubre 1981. Sadat fue abatido durante las celebraciones del Canal de Suez mientras pasaba revista a la parada militar. Entre los numerosos heridos del atentado se encontraba Hosni Mubarak, a la sazón vicepresidente de turno. El líder islamista de la al-Yamaa al-Islamiyya, Omar Abdel-Rahman, acusado por el ataque terrorista al World Trade Centre de New York en 1993 y hoy sirviendo cadena perpetua en North Carolina (USA), había pronunciado una fatua (edicto legal) que permitía matar a Sadat. La razón principal era el Tratado de Paz con Israel, firmado con Menachen Begin en Camp David, en presencia del presidente americano James Carter el 26 de marzo 1979.
A su llegada al poder el presidente Mubarak se encontró con cuatro ingentes desafíos en la pantalla de los mandos políticos: la pobreza y el analfabetismo, el islamismo político de los Hermanos Musulmanes, los derechos humanos y las libertades civiles, las elecciones libres y democráticas. Después de treinta años en el mando los retos frontales no han cambiado. Los egipcios ya no pueden esperar.
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