El escándalo que cura
por Enrique Álvarez
Quizá nunca se reflexiona bastante sobre el hecho histórico que ocasionó el origen del cristianismo. No me refiero a verdades teológicas ni metafísicas: me refiero a un suceso constatado históricamente, lo que habrían relatado los periódicos si en el siglo I primero de nuestra era hubiera existido tal cosa. El el año treinta y tantos, en la ciudad de Jerusalén, un tipo llamado Yeshuá, que se decía hijo de Dios, que hacía prodigios singulares, que parecía llamado a dominar con su palabra y su virtud al resto de la humanidad, de pronto es apresado por las autoridades y juzgado y ejecutado a las pocas horas de modo inapelable. El hombre al que hasta los vientos y el mar parecían obedecer, en menos que canta un gallo se convierte en un reo, es hundido, aplastado, anulado, para decepción y escándalo de todos. La corta y brillante carrera de aquel Yeshuá acabó en fracaso, en humillación total.
Cualesquiera que hayan sido los sucesos y avatares posteriores de los distintos grupos o asambleas que al cabo de varios decenios convergieron en lo que hoy se llama la Iglesia, no puede olvidarse aquel hecho histórico que la funda, aquel fracaso, aquel terrible escándalo. El cristianismo es la religión de la cruz, y primigeniamente la cruz significa patíbulo, castigo implacable a delincuentes implacables, a asesinos, terroristas, blasfemos. El fundador del cristianismo murió como uno de ellos sin que le valieran de nada sus poderes ni sus influencias. Y por más que la historia de la Iglesia haya sido a menudo una historia de poder, de triunfo y de gloria, su raíz, ¡su raíz viva!, sigue siendo una condena a muerte, un derrumbe abochornante de sus grandiosas expectativas.
Los cristianos de toda condición deben tener esto en cuenta, deben saberlo siempre, pero más que nunca hoy, si es que quieren asimilar el fenómeno mundial de la pederastia en el clero; asimilarlo, vale decir, sin perder definitivamente la fe. Y ojo, que me estoy refiriendo al pecado principal, el hecho de que tantos religiosos violaran a niños, no al pecado adyacente, el de que tantos obispos lo silenciaran, porque si uno observa las reacciones de aquí y de allá, incluso de las autoridades más altas de la Iglesia, se diría que lo grave es lo segundo.
Que miles o decenas de miles de religiosos de todo el orbe católico hayan cometido violaciones sistemáticas de niños, y que muchos de sus obispos lo hayan encubierto, incluso a veces quizá también fomentado, es un hecho que desacredita a la Iglesia, que la devasta, que la hace polvo, una catástrofe que está arrastrando a millones o decenas de millones de fieles a abandonarla. Pero esa catástrofe no puede ser entendida como un fenómeno aislado, como si de pronto alguien demostrase con pruebas irrefutables que Cristo nunca resucitó. Este gran escándalo debe ser analizado en su contexto histórico, en su marco temporal y espacial. La pederastia masiva del clero ocurrió en la segunda mitad del siglo XX y ocurrió de modo muy principal en los países anglosajones. Curas pedófilos los ha habido siempre y en todas partes, pero no cabe negar que la extensión escandalosa del delito, y hasta su formación organizada y sistemática, es algo propio de una época y de una cultura concretas.
Es evidente la coetaneidad entre el boom de los clérigos americanos que abusaban de niños y el boom de la liberación sexual que tiene su arranque indiscutible en los EE.UU. de los años sesenta. La década prodigiosa nos vino precisamente de Norteamérica y esa época nos trajo, envuelta en maravillosas músicas, la exaltación del descontrol, el desbocamiento de los caballos platónicos. La castidad pasó a ser cosa sucia y ridícula, y la propia Iglesia contribuyó poderosamente a ello con su relajación en la vigilancia del sexto mandamiento. Los pecados del sexo dejaron de ser mortales, incluso en muchos sitios veniales, y sólo quedó como retén del autocontrol el respeto a la libertad de la otra persona. Pero la condición humana es la que es, y la verdad de la sexualidad humana es que, sin la rienda fuerte del autodominio, conduce a casi todos -civiles y religiosos, hombres y mujeres- de abuso en abuso, de engaño en engaño, a las mil y una formas de la depravación.
A partir de los años setenta, hubo curas, hubo moralistas, hubo Papas, naturalmente, que predicaron a favor de la castidad. Pero era ya tarde, el daño estaba hecho. Las voces que denunciaban los daños y peligros de la lujuria (entre ellos por cierto el auge de la más terrible enfermedad venérea que ha conocido la historia, el sida) eran tildadas de reaccionarias, de estúpidas, incluso de criminales por seguirse oponiendo al preservativo. Y la brutalidad del pecado carnal siguió adelante. Siguió adelante hasta hoy mismo, porque si alguien cree que los únicos crímenes del sexo los cometen los curas u otros hombres que se lo hacen con niños, si alguien ignora la enormidad actual del imperio de la pornografía y de la trata de blancas, y en general de los abusos machistas en los países pobres, está miserablemente ciego.
Y como el mundo no se escandalizaba de estas últimas cosas, como el mundo no se escandalizaba de la pederastia salvo que ocurriera en los países civilizados y en contextos que nos eran muy familiares, ha tenido que venir esta gran cruz, lo de los curas americanos, australianos, irlandeses y chilenos, porque esto sí que no nos provoca, nos sacude, nos abate, nos cambia de verdad, para bien o para mal. Ahora sí que, ante tales consecuencias, vemos bien lo terrible que es un sacerdote lujurioso. Ahora sí que, ante le leche derramada, ante la ruina que corroe a la Iglesia institución, lloramos la pérdida de aquel enorme bien que era la pureza, el respeto del cura y de todo hombre a lo sagrado de su cuerpo y en especial al cuerpo de los niños.
Ahora que tantos millones de personas abandonan avergonzados la fe católica, ahora que tantos inocentes tendrán que pagar en todo el mundo -condenados sin pruebas- por delitos que ellos no cometieron, ahora que el dedo del Acusador nos señala a todos los que seguimos llamándonos católicos, se puede comprender de verdad que la castidad era una virtud sencillamente imprescindible para la vida espiritual y religiosa.
Sí, "es necesario que haya escándalo en el mundo, pero ay de aquel por quien venga" (Mt 18, 7)...