Garabandal, ante las nuevas normas vaticanas sobre apariciones
por Enrique Álvarez
La reciente promulgación por el Papa Francisco de unas nuevas normas sobre el proceder de la Iglesia ante los “presuntos fenómenos sobrenaturales” ha suscitado, aparte de un tibio elogio en los medios eclesiásticos oficiales, dos reacciones bien distintas, aunque menos ruidosas de lo esperado. De una parte, entre los contentos con este Papa, una lógica satisfacción porque parece que el Vaticano va a poner coto, al fin, a tanto aparicionismo y a tanta milagrería sensacionalista. De otra, ente los malcontentos, una nueva decepción porque las normas parecen confirmar la deriva centralizadora y modernista de este papado, que pone las cosas cada vez más difíciles a la tradición católica y a la religiosidad popular.
Sin embargo, la impresión que yo tengo, tras una lectura atenta del texto, es diferente a la de unos y otros. Creo que es un documento que parte de una intención buena, que presenta una actitud de apertura hacia esos fenómenos y que, pese a unas carencias deplorables, podría repercutir favorablemente sobre algunos de los casos que llevan muchos años en suspenso, y me refiero en particular al muy vivo de Garabandal.
Empiezo por las carencias, y bastará con citar sólo una. Estas normas no hablan ni una vez de la Virgen. ¡Ni una sola vez! Es chocante que la Virgen no pinte nada tratándose de unos fenómenos que en su inmensa mayoría consisten en manifestaciones suyas. Por supuesto que detrás de la acción de la Virgen -ningún aparicionista lo niega- está siempre el Espíritu Santo (a quien sí se cita de continuo, como responsable de aquéllas, cuando son auténticas), pero silenciar el papel que la Madre de Dios tiene en el corazón de la fe de cualquier buen católico es bastante asombroso.
Pero, obviando eso y yendo al meollo del asunto, descubrimos en seguida en este texto algo fundamental que viene a explicar muy bien por qué la Iglesia (y no ya la de este papado sino prácticamente la de todos los últimos) es tan reacia a reconocer las apariciones. La Iglesia tiene pavor a equivocarse, a desacreditarse dando por sobrenaturales (en el sentido de milagrosos) sucesos muy llamativos y sensacionales que luego se demuestren falsos. Ese pavor, que a menudo no nace sólo de la prudencia (porque también hay mucho de propensión modernista al escepticismo), ha hecho que, al cerrarse a cualquier reconocimiento de la acción divina, se malogren cuantiosos frutos espirituales, que “se apague el Espíritu” y que se genere un espíritu de desafección en buena parte del pueblo de Dios, que indudablemente ha de doler cada vez más a los buenos pastores.
Pues tengo la seguridad de que para acabar con esto, con esta nefasta autosujeción, se han escrito las presentes normas del dicasterio vaticano. Con ellas, la Iglesia pretende que los obispos y pastores reconozcan “signos de la acción divina” en algunos de estos fenómenos y se aliente así la vida cristiana de los fieles, sin necesidad de arriesgarse a proclamar que los fenómenos son objetivamente acción milagrosa directa. Y hasta tal punto es así que el mismo texto dice explícitamente que la mayor parte de los santuarios que hoy son lugares privilegiados de la piedad popular del pueblo de Dios no han tenido jamás una declaración de sobrenaturalidad de los hechos que dieron origen a aquella devoción. Incluso se cita algún de proceso de canonización, en concreto el de Santa Gema Galgani, en que se proclama la santidad sin entrar a reconocer los fenómenos extraordinarios (estigmas, visiones etc.) que la acompañaron.
El procedimiento que la norma establece para desbloquear la aprobación de las apariciones verdaderas es ahora muy transparente y comprensible. El obispo del lugar, efectuada la oportuna investigación, formulará un juicio sobre los fenómenos de acuerdo con unos criterios muy concretamente descritos. Y una vez aprobado por el dicasterio vaticano ese juicio, en el caso de resultar favorable (sea a nivel de nihil obstat o sólo de prae oculis habeatur, que viene a significar: tómese en cuenta con matices o con ciertas aclaraciones o correcciones), ya podrá darse luz verde a la normalización eclesial de un lugar de apariciones, sin que la autoridad canónica se haya pronunciado sobre la sobrenaturalidad de las mismas.
¿Luz verde, por tanto, para Garabandal? Considerando que los fenómenos primigenios (1961-1965) de la aldea de Peña Sagra reúnen, a buen seguro, los cinco criterios positivos y ni uno solo de los negativos (artículos 14 y 15 de la norma) que deben tenerse en cuenta para una evaluación favorable por la autoridad eclesiástica, es indudable que habría que estar muy esperanzados ante un nihil obstat a medio plazo.
Pero, considerando también que la norma parece referirse sólo a apariciones presentes o por venir y que no habla de las acaecidas hace ya medio siglo o más, y no ignorando la inextricable complejidad de cuanto Garabandal acarreó después en los confusos años del postconcilio, así como algunos fenómenos problemáticos y hasta sectarios que vinieron luego (aunque motivados, precisamente, por una dejación del cuidado pastoral en aquel periodo), parece que el obispado de Santander va a tener muy difícil efectuar, o emprender siquiera, una evaluación ex novo del caso.
Pero también parece que la crisis espiritual del catolicismo arrecia tanto, y que incentivar el crecimiento en la fe y en la devoción se ha hecho tan perentorio, que sería incomprensible seguir posponiéndose sine die el afrontar esa tarea, más aún con el pretexto de dar prioridad a otras tareas de índole más corporal (material), o con escudarse en los aspectos presuntamente negativos de Garabandal. Pues, como también el propio texto señala, “no se puede colocar la experiencia de una visión ante el riguroso dilema, o de ser correcta en todos los puntos o de tener que estimarse completamente una ilusión humana o diabólica”. Dilema aplicado por los pastores de entonces a Garabandal (como si lo positivo y lo negativo no se dieran juntos en casi toda respuesta humana a la acción de Dios) y que sería, en palabras del propio prefecto del dicasterio al semanario Alfa y Omega, un error de raíz jansenista.