Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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¡Tengo una vaca lecheraaa!

por Alejandro Campoy

Ocurrió. El tremendo déficit generado por un gobierno irresponsable y derrochador va a ser cubierto por Europa. El trabajo de alemanes, franceses y otros laboriosos europeos se destina a tapar los gastos desmedidos de los vagos y maleantes dados a vivir del cuento, acostumbrados a recibir porque sí, por la cara bonita, subvencionados y asistidos en la salud y la enfermedad, en el trabajo y en el paro, en invierno y en verano, durante el día y la noche.

Ese defenestrado y mal concebido “estado del bienestar” ha alumbrado una cultura generalizada del “yo tengo derecho a”, del recibir a cambio de nada y, sobre todo, de ese pernicioso efecto que consiste en suponer que el esfuerzo personal e individual no es necesario en absoluto, porque tal y como “son” las cosas, “alguien” se encargará siempre de atender las necesidades básicas de alimento, vivienda... ocio y juerga.

La inmensa mayoría de la población vive dando por supuesto que la vaca lechera “está obligada” a satisfacer todas las necesidades y “derechos” de la sociedad, y que el incumplimiento de este sacrosanto deber debe llevar aparejada automáticamente poco menos que una revolución. Naturalmente, el honesto ciudadano no tiene que hacer NADA para que la vaca lechera atienda solícita sus necesidades, le basta sólo con existir.

Cabe preguntarse entonces hasta que punto se ha instalado dentro de la Iglesia Católica esta cultura de la vaca lechera, y si no estará ocurriendo que hemos llegado a distribuir a Dios en forma de sopitas de leche, a gusto y demanda de los supuestos “derechos” que a todo “creyente” parecen corresponder. Hay que detenerse aquí con calma, pues en un entorno cultural tal, lo que ha venido a ocurrir es ni más ni menos que la aparición de una convicción: yo tengo “derecho” a Dios.

Y claro, ese tener “derecho” a Dios se manifiesta de formas tan dispares como el tener “derecho” al sacerdocio femenino, como el tener “derecho” al "matrimonio sacerdotal", como el tener “derecho” al folleteo prematrimonial, con condón y PDD (¡hay que prevenir un posible aborto!) o como el tener “derecho” al sufragio universal de los cargos episcopales y curiales. Y todo ello sustentado en que al creyente de a pie todo ha de corresponderle por el mero hecho de existir.

Y Dios se esconde. Y cuando el “creyente-ciudadano” ve defraudadas sus expectativas al “fallar” Dios en aquellas obligaciones que “le corresponden” con relación al durmiente y acomodado fiel que espera en su sillón a que le sean concedidas todas las gracias, entonces sólo queda la revolución. ¡Vaya, Dios no quiere ser una vaca lechera! ¡Derribemos la tiranía de Dios!. Y Dios, y la Iglesia, pasan a ser reaccionarios y fachas.

Y sin embargo, lo que la Iglesia debe plantearse ya con urgencia es si debe serguir entrando en el juego de la vaca lechera o si debe dar portazo definitivamente y seguir por el camino de la historia de la salvación fiel a las exigencias evangélicas, aunque eso suponga que sólo quede un “resto”. La “Iglesia del bienestar” surgida tras una interperetación desviada del Vaticano II debe terminar ya. No tiene nada que ver con los “signos de los tiempos”, sino con una claudicación del ser humano respecto de su propia naturaleza y destino.

La búsqueda de Dios es un camino arduo y duro, pasa por la puerta estrecha y exige del seguidor de Cristo esfuerzo, cargar con la cruz y negarse a sí mismo. Pero el “ciudadano del bienestar”, y su homólogo el “creyente del bienestar” no están dispuestos a eso de ninguna forma, y exigen que Dios sea como los alemanes y los franceses, y venga a pagar nuestros depilfarros para que podamos seguir viviendo del cuento.

Sin embargo, aquél padre de la parábola no salió a cubrir las deudas de su hijo pródigo, no. Se quedó en casa esperándole hasta que él volviera por propia convicción, cosa que sólo ocurrió cuando llegó a envidiar las bellotas que comían los cerdos. Y no parece que la solución sea otra que el “creyente del bienestar” llegue a envidiar las bellotas que comen aquellos que han quedado fuera de la fiesta occidental.

La justicia y las bienaventuranzas no se realizarán, por tanto, acudiendo a dar de comer a esos pueblos desheredados de la tierra, ellos ya tienen sus bellotas, sino que se realizarán el día en que lleguemos a envidiarles por no tener ni eso para nosotros. Quizás en ese momento nos acordemos de la casa de nuestro Padre. Pues que así sea.

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