Los demoledores efectos del secretismo
por Alejandro Campoy
Si éste es el caso, lo que Benedicto XVI se dispone a efectuar no es sino una purga ejemplar de una actitud totalmente nociva hoy en la Iglesia Católica, como es el ocultamiento y el secretismo. Tal es el caso también de las severísimas amonestaciones a diversos obispos sobre el ocultamiento de prácticas delictivas de algunos miembros del clero.
El secretismo es, sin duda, una de las peores lacras que afectan hoy a la Iglesia, y además constituye un mal en sí mismo, un mal objetivo. Difícilmente se puede justificar en aras a la consecución de ciertos fines que se presentan como intachables, y que en algunos casos concitan y aglutinan la acción y la movilización de amplios sectores de fieles, que son por completo ajenos a la existencia de determinadas “zonas reservadas” de decisión. Y es precisamente a estos fieles que actúan de buena fe a los que el secretismo termina abocando a ser víctimas directas de algo muy grave: el engaño y la mentira.
El proceso es relativamente sencillo de explicar: un grupo cualquiera de fieles católicos colaboran de buena fe y desinteresadamente con una iniciativa concreta, del tipo que sea, que se orienta a la consecución de un bien para la Iglesia y para la sociedad. Sin embargo, tras esa iniciativa existe una “zona reservada” en la que se toman decisiones que se ocultan sistemáticamente a ese grupo de colaboradores. Cuando aparecen los primeros síntomas o rumores, esas personas preguntan ingenuamente sobre la existencia de esa posible “zona reservada”.
La primera reacción del secretismo es negar la existencia de tal supuesto, y automáticamente descalificar hasta el extremo las fuentes de información que dan lugar a la aparición de esos rumores. Si la cosa persiste, entonces se pasa a la acusación de deslealtad a las personas concretas que buscan información. Ya ha surgido la primera consecuencia nefasta del secretismo: el surgimiento de la duda y la suspicacia, que en breve da paso a la desconfianza.
Al mismo tiempo, se insiste en que lo importante son los fines que se persiguen, y que cualquier duda o cuestionamiento acerca de los medios e incluso la imprescindible necesidad de información que el colaborador demanda no son más que impertinencias que están fuera de lugar, y que el mismo hecho de preguntar ya es en sí mismo algo inconveniente y que no tiene razón de ser, algo que incluso puede ser considerado como una ofensa.
Progresivamente, las fuentes de información de algunos de los colaboradores desinteresados van aumentando tanto en cantidad como, sobre todo, en calidad, de forma que es cada vez más difícil que el receptor de esa información pueda seguir cuestionándola indefinidamente y considerando que tales fuentes no son más que grupos de calumniadores, revanchistas y envidiosos, como quieren hacerle creer los secretistas.
En el ánimo del desinteresado colaborador se instala definitivamente la desconfianza, mientras que el secretista pasa a convertirse así en un mentiroso declarado y en un manipulador.
En una fase posterior, pueden llegar a aparecer enfrentamientos personales e incluso campañas de calumnias contra el colaborador desinteresado que ha llegado a su límite de aguante ante la persistente negación de los hechos por parte del secretista.
Cuando esto ocurre y se llega hasta el extremo al que ha llegado la Legión de Cristo, por ejemplo, surge a la luz el mayor daño de todos lo que podía haber provocado el secretismo: el desengaño, la desilusión e incluso la deserción de la Iglesia de los numerosísimos colaboradores que eran ajenos por completo a lo que sucedía en esas “zonas reservadas” de decisión.
El problema, por tanto, no es el de denunciar y sacar a la luz pública todo lo que ocurre en esas “zonas reservadas”, sino más bien el de poner en conocimiento de quien corresponda la existencia de esas anomalías, para que quien tiene la capacidad y la potestad de actuar lo haga diligentemente.
No se trataba de sacar a Maciel en las portadas de los periódicos, cosa que al final terminó ocurriendo de todas formas, sino de informar a las autoridades jerárquicas de lo que ocurría para que éstas actuaran en consecuencia.
El pecado ha sido, por tanto, el de inacción, el de omisión, el de no haber hecho nada. Lo mismo en el caso de los sacerdotes pederastas. Y lo mismo en otros casos que la Iglesia debe abordar de inmediato para poner fin a la existencia de tales engaños masivos.
No se puede esperar una rectificación por parte de las personas incluidas en esos entornos secretos, el hecho de haber actuado desde la ocultación siempre les convierte en prisioneros de una coraza de autojustificaciones de la que no pueden salir ya, por lo que la acción desde fuera por parte de la jerarquía debe ser inmediata y contundente.
Si se dejan tales situaciones intactas, se enquistan y amplifican con el tiempo y terminan estallando de una forma mucho más violenta y con mucho mayor daño para mucha más gente. Y jamás puede considerarse como una excusa dilatoria para la acción el posible “bien” que tal o cual institución pueda estar realizando, pues el mal futuro será mucho mayor.