Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Pobreza, castidad, obediencia y... "progresismo"

por Alejandro Campoy

No parece que nuestros paleoprogres tengan especial problema con el voto de pobreza, si bien en ciertos entornos la cosa es más aparente que real. Sin embargo, los otros dos votos, castidad y obediencia, se han convertido en el caballo de batalla de sus críticas a la Iglesia Católica desde antes del Concilio Vaticano II. Y son precisamente las críticas a estos dos votos las que están detrás de la actual campaña de acoso y derribo a Benedicto XVI.

Dejemos primero bien sentados dos supuestos que deben acompañar toda la lectura de este artículo. El primero es que hay que suponer al paleoprogresismo su buena intención en general. Son muchos los que desde el principio creyeron de buena fe que tales planteamientos eran necesarios y contribuirían al bien de la Iglesia, siendo el problema su incapacidad para atender a la realidad de las cosas cegados por su ideología preestablecida.

El segundo supuesto tiene que ver con la raíz esencialmente evangélica de los tres votos, que no es otra que el “hágase tu voluntad”. El centro nuclear de todo el Evangelio es la entrega del Hijo en obediencia al Padre, a costa de la renuncia a su propia voluntad humana. Esa renuncia a la “propia voluntad” es la que fundamenta la obediencia, la castidad y la pobreza.

El hombre rico del Evangelio es precisamente el que no hace renuncia de su propia voluntad, que es su mayor tesoro y riqueza. Y si en el Evangelio aparece la imposibilidad del hombre para realizar esta renuncia, también aparece indicado el camino para ello: “lo que no es posible para el hombre es posible para Dios”. Se trata entonces de un don y una gracia otorgada por Dios a los que se consagran en los tres votos.

Dicho ésto veamos los fundamentos últimos de las críticas paleoprogres a la Iglesia Católica. Estas críticas se fundan en una asimilación imposible de los postulados fundamentales de la Modernidad. En primer lugar, la autonomía individual. Es el individuo mediante su libre albedrío el que manifiesta su voluntad soberana en la cosa pública mediante los instrumentos de la democracia. De ahí que exijan que los obispos sean elegidos por sus comunidades, la igualdad para el sacerdocio de hombres y mujeres y demás propuestas supuestamente “democratizadoras” y “modernizadoras” para la Iglesia.

Pero todas estas propuestas se fundan en el “hágase mi voluntad soberana, y no la tuya”, por lo que se sustentan precisamente en el “antievangelio”, en lo contrario de aquello que fue predicado de palabra y de obra por el propio Jesucristo.

En segundo lugar, de ese culto moderno a la autonomía individual se pasa sin solución de continuidad al “igualitarismo de clase”, que exije a la Iglesia vender todos sus “riquezas”, irse a vivir a chabolas y, más recientemente, asumir los postulados feministas acerca de la igualdad, permitir el matrimonio a los curitas y monjas para evitar que se les descontrolen los impulsos y poco menos que institucionalizar la presencia de la homosexualidad en el seno de la Iglesia. Y todo ello para estar en consonancia con el mundo actual y poder ser admitidos sin persecuciones por éste.

Nuevo olvido del Evangelio, que establece la persecución como consustancial al seguimiento de Cristo y proclama sin ambigüedades que el cristiano “está en el mundo, pero no es del mundo”. Pero en última instancia, lo que el paleoprogre no es capaz de ver es que la asunción de tales medidas por la Iglesia implican nada más y nada menos que su desaparición inmediata, y ésto por razones muy poco sobrenaturales, al contrario, razones humanas, demasiado humanas.

Si la Iglesia ha sobrevivido durante dos mil años, dejando de lado provisionalmente las razones de tipo sobrenatural, ha sido precisamente por los tres votos de pobreza, castidad y obediencia. La ausencia de ellos es la que provocó las diferentes escisiones en el seno de la Iglesia, desde la oriental a la occidental, los diversos intentos de “reforma” y la múltiple fragmentación en grupúsculos que siguió a estos intentos.

De igual forma, el voto de pobreza ha sido el que ha permitido pervivir a la Iglesia desde las primera colectas predicadas por San Pablo y recogidas en sus epístolas hasta los actuales sistemas de autofinanciación en países de laicismo más arraigado, como Francia. El voto de castidad es el que ha permitido las inmensas obras de evangelización en el mundo, desde los viajes de San Francisco Javier hasta el trabajo de muchas congregaciones hoy en Asia y África. Y el voto de obediencia es el que ha permitido la continuidad de la Tradición, el Magisterio y la unidad de doctrina que permitieron la conformación de toda la cultura occidental.

Sin los tres votos, la Iglesia se inundaría de inmediato de “partidos políticos, “sindicatos” de monjas y curas, reivindicaciones sobre jornadas laborales y condiciones salariales, pluses de peligrosidad, medidas de conciliación de la vida familiar y laboral, seguridad social universal, vacaciones pagadas, contratos indefinidos, indemnizaciones por despido improcedente, libre elección de obispos, sufragio universal, derecho de autodeterminación de las iglesias locales, divorcio a la carta, derecho al aborto y libre disponibilidad sobre la propia sexualidad. La Iglesia, en última instancia, habría dejado de existir.

Y todo ello por haber dado cobijo al fundamental principio antievangélico de “no se haga tu voluntad, sino la mía que es soberana”. Y todo ello por intentar negociar con las circunstancias y caprichos del mundo, que vienen y van, que pasan y desaparecen, y por intentar “hacerse perdonar” por parte de ese mundo el terrible pecado de existir. Son como los miembros de aquellos “judenrat” que intentaban negociar y colaborar con los nazis para evitar el exterminio y que, en el mejor de los casos, como fue el del desdichado Adam Czerniakow, acabaron suicidándose.

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