El viernes pasado, 16 de mayo, en una tarde romana tranquila y soleada, se reunió un grupo de consultores de la Congregación vaticana de las Causas de los Santos para discutir varios posibles casos de mártires de la persecución religiosa en la España de los años 30. Es un grupo prácticamente fijo de 9 consultores de distintos países, quizás los mayores expertos sobre los mártires españoles, pues casi todas las causas pasan por sus manos. Han visto ya cientos de casos y cada uno nuevo les parece diferente y, en cierto sentido, sorprendente, no se acostumbran a un misterio tan grande como el del martirio. A la hora de valorar los episodios de martirio no usan de manga ancha, lo miran todo con detalle y no les importa decir que no, que faltan pruebas o que los motivos no eran claramente religiosos (o más bien, antirreligiosos), o que la cosa no está clara del todo, y por lo tanto fácilmente retiran a algún candidato de la lista de los posibles beatificandos. Tienen bien presente que estas Causas las mira el mundo laico español con lupa y por tanto no se les puede escapar un detalle. Todo este proemio es para explicar que este viernes me consta que han salido de la reunión especialmente impresionados por uno de los casos que tocaba valorar y, si era el caso, aprobar: Se trataba de un sacerdote de Menorca, don Juan Huguet Cardona, jovencísimo presbítero que no llegó a ejercer su ministerio ni siquiera dos meses. Había nacido en 1913 y, después de estudiar en el seminario de Barcelona, fue ordenado el 6 de junio de 1936 en la ciudad condal por Monseñor Irurita, que después moriría mártir también él. De vuelta en la isla, fue asignado a la parroquia menorquina de Ferrerías, cantó su primera Misa solemne el día 21 del mismo mes, que aquel año fue la fiesta del Sagrado Corazón, y en dicha Misa el predicador ya le anunció que estuviese preparado para el martirio, pues el ambiente lo hacía presagiar ya desde hacía muchos meses… En las pocas semanas que el joven cura -tenía solamente 24 años- estuvo en aquella parroquia se ganó el cariño de todos. La gente suele mirar con gran benevolencia a los curitas jóvenes, y él era humilde y trabajador, muy alegre, por lo que en seguida le quisieron. Pero tardó poco en estallar la guerra civil y el ambiente anticlerical se convirtió, en ciertos círculos, en verdadero odio, que solo en Menorca se llevó por delante a varias decenas de sacerdotes. Nadie le delató, le querían bien, pero él, en la confusión inicial, seguía llevando su sotana y cuando llegaron los milicianos de fuera, que iban de pueblo en pueblo asesinando a los que según su caprichoso parecer creían que debían morir, arrestaron a don Juan. Era el 23 de julio de 1936, por la tarde. Uno de los hechos que hacen a este caso martirial extraordinario es el poder contar con testigos de cada momento de los hechos ocurridos. Y más extraordinario todavía es el haber contado entre los testigos del proceso con los padres del joven mártir. El dolor de una madre que ve morir a su hijo de modo tan bárbaro (fuera del bando que fuera) es ya de por sí inenarrable, y para una mujer de fe el despedirse de su hijo joven y saber que muere sólo por ser sacerdote, nada más que por eso, debió ser terrible, aunque la fe ayudase a sobrellevarlo. Y es que murió sólo por ser sacerdote: No se metía en política, ni entendía de ella, ni parece que le importase, al menos nunca habló del tema en público. No tenía enemigos, ni murió por una venganza personal, sino por lo que se consideró un crimen tan horrible como el hecho de ser sacerdote, un curita joven recién estrenado. Cuando fue arrestado no se resistió ni puso mala cara, ni intentó defenderse, lo dicen los que lo vieron. Y los mismo testigos nos han contado los hechos hasta el final, cosa rara en este tipo de episodios, ya que en el siglo XX los asesinatos que no venían precedidos de sentencia judicial, como fue la práctica totalidad de los 6000 casos de sacerdotes que se cargaron, y otros muchos, se hacían a escondidas, sin testigos, quizás porque en el siglo del progreso y los derechos humanos era demasiado cantoso este tipo de tropelías (y lo aplico a ambos bandos, aunque ahora es uno solo el que nos ocupa). A don Juan le detuvieron con malas maneras y un tal brigadier Marqués le tuvo en sus manos cuando estaba arrestado. Nos cuentan los compañeros de arresto que con rudeza se le obligó a quitarse la sotana, cosa que hizo mansamente. Y al quitársela le descubrieron un objeto de devoción, llamado cuentafaltas, que era algo parecido a un rosario y solía llevar o una cruz o una medalla (yo nunca he visto uno, pero me han explicado más o menos cómo era). Por hacerse el gallito, el tal Marqués le conminó a que escupiese a dicho objeto, a lo que él se negó. Le dijo entonces el susodicho “O escupes o te mato”. Y cuentan los que lo vieron que en ese momento el joven sacerdote, con una tranquilidad y paz que admiraban, puso los brazos en cruz y dijo en voz alta “Viva Cristo Rey”, ante lo cual el brigadier le disparó a la cara dos veces. Moría como el conocido Beato mexicano Padre Miguel Pro, mártir de la guerra de los cristeros, que desde el seminario había sido un ejemplo que le había impactado mucho. Pero don Juan no murió en el momento, sino que quedó mal herido y se le intentó curar cuando el tal Marqués se fue, cosa que no se consiguió y poco tiempo después fallecía después de haber recibido la extremaunción. Ni una palabra negativa hacia el asesino, ni una queja, murió con paz. El que no tuvo paz fue el asesino, que años después declaró verse acosado por el remordimiento desde el mismo día del asesinato. Yo entiendo, aunque no comparto, que en una guerra se pueda morir en el frente o por motivos políticos, o por venganzas personales y rencillas, que a río revuelto… Pero ser asesinado por ser sacerdote no lo entiendo, y menos un cura joven al que todos querían. Un sacerdote mayor puede tener más gente que no le quiera, pues es imposible agradar a todos, y en un ambiente de salvajismo desbocado, eso puede tener malas consecuencias. Pero un recién ordenado, que ha llegado al pueblo con ganas de servir y amar, y lleno de la ilusión propia de la juventud, no podía tener otra culpa que ser ministro del Señor. En el seminario nos enseñan a ser ministros de paz, a llevar el amor de Dios a todos, especialmente a los pobres, enfermos y necesitados, y esto me parece motivo poco justo para morir (dicho sea esto de tejas para abajo; de tejas para arriba, el martirio es un don maravilloso de Dios). Quizás aquel desdichado asesino estaba convencido que los curas eran enemigos del progreso, amigos del oscurantismo, acumuladores de riquezas y poder. Hoy en día, leyendo cierta prensa, uno puede llevarse una idea penosa sobre los sacerdotes, con fáciles generalizaciones y haciendo pagar a justos por pecadores, por eso no me extraña que haya gente que pueda tener inquina hacia el clero. Pero no deja de ser injusto, como injusta fue la muerte de don Juan. Y, sin embargo, en cuanto murió la gente, indignada por semejante tropelía, lo tuvo por mártir y pedían trozos de ropa suya, si era posible con restos de su sangre, pues lo consideraban reliquias. Muchos empezaron a encomendarse a él y recibieron gracias y favores, ya desde poco después de su muerte. Así Dios hizo fecunda aquella injusticia y sacó un bien del mal, como sólo Él sabe hacer. Ni que decir tiene que ayer viernes el voto de los consultores fue unánime