Viernes, 22 de noviembre de 2024

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"Sólo temo a los malos católicos, nada más"

por Alberto Royo Mejia

La frase es de Santa Bernadette, según contaba Giovanni Ricciardi en un artículo escrito hace unos años. La afirmación de la Santa es un reflejo más de la grandeza de ánimo de esta sencilla mujer a la que queremos recordar con ocasión de la cercanía de la fiesta de la Virgen de Lourdes.

Bernadette murió el 16 de abril de 1879, después de muchos años de enfermedad. Su cuerpo fue enterrado en la pequeña capilla dedicada a San José, dentro del mismo convento de las Hermanas de la Caridad de Nevers. Treinta años después, en septiembre de 1909 el cuerpo de Bernadette fue exhumado, como parte del proceso de Canonización. La excavación reveló que que la tumba habia sido muy húmeda, que el habito estaba tambien muy humedo, que el rosario que llevaba se veia oxidado y que su crucifijo se habia puesto verde. Pero, a pesar de todo esto, su cuerpo estaba perfectamente conservado. Este hecho atrajo la atención de la prensa mundial, que hacía años que no se preocupaba de Bernadette. Y, sin embargo, durante su vida, muchos periodistas y personalidades fijaron la antención en esta sencilla mujer, que precisamente nada buscaba menos en su vida que llamar la atención. 

Hasta mediados del siglo XIX, nadie conocía el nombre de Lourdes, excepto los habitantes de las aldeas circundantes, de la que Lourdes, un pueblo de unos escasos cuatro mil habitantes, era la cabeza del partido judicial. Sin embargo, entonces y ahora, Lourdes tiene la belleza propia de los pueblos pirenaicos, con su verde sempiterno, con sus callejas empinadas que suben o bajan del castillo. Y un valor añadido: el majestuoso paso del río Gave por sus inmediaciones, con sus verdes valles, sus empinados riscos y las caprichosas rutas de los montículos de su ribera.

La familia de Bernadette era humildísima, de los que no contaban en sociedad, de hecho tuvieron que cambiar de vivienda a una más pobre cuando ella era pequeña por las dificultades económicas por las que atravesaban. Por otro lado, la salud de la niña, endeble por las privaciones sufridas en la primera infancia, no cambió cuando creció, fue siempre débil. Durante toda su breve existencia Bernadette llevará impresas en su frágil cuerpo las huellas de sus varias dolencias, principalmente el asma.

Sin embargo, ya de muy jovencita, encontramos en ella muchas cualidades. Dos virtudes resaltaban en ella: la piedad y la modestia. Aún cuando se hizo religiosa, ella misma decía que no sabía como orar y sin embargo pasaba largas horas en oración. Y su oración no era mecánica, sino que le hablaba a Dios y a la Virgen como se habla con una persona cara a cara. Era pues una oración del corazón, intensa, honesta y eficaz. A la vez, nos la describen como muy viva y perspicaz, y de gran fuerza interior.

Llegaría un tiempo donde sus cualidades, su fuerza interior, su rapidez al contestar, todas usadas para defender las Apariciones de la Virgen, se usarían en su contra. Aquellos que la apoyaban sabían entender sus grandes virtudes, pero para los que la criticaban eran sus grandes defectos. A su fortaleza interna le llamaban terquedad; a su rapidez en responder le llamaban insolencia. Una vez en el Convento de San Gildard, en Nevers, cuando fue acusada de tener amor propio, ella dibujó un círculo y puso la marca del dedo en el centro del mismo y dijo: "Que el que no tenga amor propio ponga su dedo aquí" (indicando la marca del centro).

Aquel 11 de febrero de 1858 cambió para siempre el rumbo de aquel pueblo francés y la vida de la joven, con aquello que ella siempre consideró un regalo inmerecido. Bernadette describió la visión, sin saber de quien se trataba como vestida de blanco, con un velo blanco que le cubría la cabeza, un lazo celeste, dos rosas sobre cada pie y un rosario de cuentas blancas. La Señora comenzó a recitar el rosario seguida pronto por la niña. De golpe, y después de haberle sonreído, desapareció. Fue ésta la primera visión de Bernadette Soubirous: tan sólo la primera de una larga serie de visiones, dieciocho, que se sucedieron desde aquel 11 de febrero de 1858 hasta el 16 de Julio.

Pero antes de ese día de la última aparición Bernadette habrá realizado su gran sueño, recibir la Primera Comunión el día de la fiesta del Santísimo Sacramento. A pesar del acontecimiento sobrenatural que ha sacudido la simplicidad de su vida, Bernadette sigue siendo la misma. Humilde como siempre, ha continuado sus tareas domésticas y ha seguido sus estudios. También su salud sigue siendo la misma. En Julio de 1860, invitada por las religiosas se dirigen el Hospicio de Nevers, Bernadette deja la casa y permanece como enferma dos años entre ellas (1861 y 1862). En agosto de 1864 solicita ser admitida en la congregación de las hermanas de Nevers y así, el 3 de junio de 1866, abandona para siempre su pequeña ciudad y, sobre todo, deja su gruta.

El domingo después de llegar al convento, Bernadette tuvo un ataque de nostalgia que le llevó a estar llorando todo el día.  La animaban diciéndole que este era un buen signo ya que su vida religiosa debía empezar con sacrificio. En los anales de la Casa Madre se lee acerca de la novicia: "Bernadette es en realidad todo lo que de ella hemos oído, humilde en su triunfo sobrenatural; simple y modesta a pesar de que todo se le ha unido para elevarla. Ella ríe y es dulcemente feliz aunque la enfermedad se la está comiendo. Este es el sello de la santidad, sufrimiento unido a gozo celestial."

La Maestra de Novicias, Madre María Teresa Vauzou, quién fue la causante de muchos sufrimientos espirituales de Bernadette durante los 13 años que vivió en el convento. La Madre María, quien era estimada por su ojo agudo y su penetración psicológica, nunca fue capaz de leer en esta alma límpida su íntima unión con Dios, ni tampoco su total abandono a los deseos de su divina voluntad, la cual formaba su vida interior. Durante su noviciado, Bernadette fue tratada más severamente y quizás más cruelmente que las otras novicias. Sus compañeras decían: "No es bueno ser Bernadette". Pero ella lo aceptaba todo y veía en ello la mano de Dios. Bernadette profesó el 30 de octubre de 1867 con el nombre de Sor María Bernarda. Tenía 23 años. Sin embargo, la felicidad de ese momento fue teñida por una ruda humillación: Cuando llegó el momento de distribuir a las nuevas profesas los trabajos, la Madre Superiora respondió a la pregunta del Obispo: "¿Y la hermana Marie Bernard?, "Oh, Señor Obispo, no sabemos que hacer. Ella no es buena para nada". Y prosiguió: "Si desea, Señor Obispo, podemos tratar de usarla ayudando en la enfermería". A lo cual el Obispo consintió. La hermana Marie Bernard recibió el dolor de esta humillación en su corazón, pero no protestó.

La gente seguía buscándola, llamando a las puertas del convento para hablar con ella, y aquí entra la anécdota de Ricciardi: Es un episodio muy significativo de la grandeza de ánimo de esta mujer, ocurrido durante la guerra franco-prusiana, en 1870: «El caballero Gougenot des Mousseaux, que vio a Bernadette, le hizo algunas preguntas: “¿Tuvo usted en la gruta de Lourdes o posteriormente revelaciones relativas al futuro y al destino de Francia? ¿No le ha encargado la Virgen que transmita advertencias o amenazas para Francia?”. “No”. “Los prusianos están a las puertas, ¿no le da miedo?”. “No”. “¿No hay, pues, nada que temer?”. “Temo sólo a los malos católicos”. “¿No teme nada más?”. “No, nada”».

La enfermedad no le dio tregua, ya desde el noviciado, y fue empeorando con los años. El 15 de abril de 1879, aproximadamente a las tres de la tarde, expiró. Benadette podía decir en verdad que moría feliz, ante todo porque finalmente volvería a ver a su Señora (en Nevers repetía siempre que "en Lourdes la gruta era mi Cielo"). Luego, porque desde el 13 de enero de 1862 se había publicado una Ordenanza Episcopal en la que se afirmaba la autenticidad de las visiones aparecidas a Benadette Soubirous y finalmente porque ya se había levantado la capilla. La iglesia, de grandes proporciones, acogía a los peregrinos y a los fieles de todo el mundo, a los enfermos procedentes de todas partes de la tierra que buscaban aquí, en el agua surgente de la roca, su última esperanza de curación. Los milagros se multiplicaban en el tiempo y la Iglesia aprobó pronto las apariciones de Lourdes. Años más tarde, en 1933, Pío XI canonizó a Bernadette.

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