Domingo, 24 de noviembre de 2024

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Cuaresma II

por Creo, Señor, aumenta mi fe

La fuerza del pecado es increíble. Lo fue el primero y lo son los demás a lo largo de la historia. No hay pecado, por muy oculto que sea, que no tenga repercusiones en el ámbito personal, familiar y social. El primero también las tuvo.

El Papa dedica la segunda parte de su Exhortación cuaresmal a la fuerza del pecado. Con influencia concreta en el deterioro de la naturaleza.

Me permito contaros una historia. Durante 23 años he trabajado con Montañeras y Montañeros de Santa María. Con marcha mensual todos los meses a la sierra. Además de los campamentos de verano. Con frecuencia, llegábamos a lugares preciosos pero deteriorados. Lo primero era limpiarlos para gozar de aquel trozo de la naturaleza. Nuestro lema era dejarlo más limpio de lo que lo habíamos encontrado. Había una patrulla de la basura para una última revisión. Todas las sobras encontradas y producidas volvían en bolsas a los contenedores de la ciudad. Los Montañeros y Montañeras de Santa María no éramos ecologista de profesión, ni había entonces demasiado debate sobre este asunto. Era nuestro sentido cristiano el que nos invitaba a cuidar la naturaleza. Qué contento se siente uno al leer estas palabras del Papa Francisco.

La redención creó nueva armonía, pero siempre la amenaza del pecado acecha a los creyentes: “Efectivamente, cuando no vivimos como hijos de Dios, a menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás criaturas –y también hacia nosotros mismos-, al considerar, más o menos conscientemente, que podemos usarlas como nos plazca. Entonces reina la intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que viola los límites de nuestra condición humana y que la naturaleza nos pide respetar... Si no anhelamos la Pascua, si no vivimos en el horizonte de la Resurrección, está claro que la lógica del todo y ya, del tener cada vez más, acaba por imponerse”.

La razón no está en causas externas: “Como sabemos, la causa de todo mal es el pecado, que desde su aparición entre los hombres interrumpió la comunión con Dios, con los demás y con la creación, a la cual estamos vinculados mediante nuestro cuerpo… de manera que el jardín se ha transformado en un desierto. Se trata del pecado que lleva al hombre a considerarse el dios de la creación, a sentirse dueño absoluto y a no usarla para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés, en detrimento de las criaturas y de los demás”.

Cuando nos encerramos en nosotros mismos, sin referencia a Dios Creador, las fuerzas del mal se desatan con furia: “Cuando se abandona la ley de Dios, la ley del amor, acaba triunfando la ley del más fuerte sobre el más débil. El pecado que anida en el corazón del hombre –y se manifiesta como avidez, afán por un bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás y a menudo también por el propio- lleva a la explotación de la creación, de las personas y del medio ambiente, según la codicia insaciable que considera todo deseo como un derecho y que antes o después acabará por destruir incluso a quien vive bajo su dominio”.

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