De nuevo con los Acuerdos
Aconfesionalidad no laicista
por Piedras vivas
Algunos miembros del Congreso han presentado una proposición no de ley (PNL) instando al Gobierno para que denuncie los acuerdos con la Santa Sede, como si la inmensa mayoría de los Estados, incluidos muchos comunistas, no tuvieran o aspiraran a semejantes acuerdos.
Su insistencia pilla cansada a la mayoría de los ciudadanos, de izquierdas, de derechas y de centro, porque hacen como el pájaro carpintero que golpea con insistencia el árbol centenario con la ilusión de perforarlo para derribarlo.
La mayoría de los españoles se considera católica hasta un 78 por ciento, y más del 50 por ciento de los alumnos piden cada año tener clase de religión católica, ellos mismos o sus padres. No sé qué pasaría si los afiliados a cada uno de los partidos tuviera que renovar cada año su adhesión a la formación.
Tendremos que recordar por enésima vez el artículo 27,3 de la Constitución: «Los poderes públicos garantizarán el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con su propias convicciones». Y el artículo 16,3 afirma que «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones».
Parece que algunos no entienden la diferencia esencial entre «aconfesionalidad» y «laicismo», cuando interpretan éste en su versión negativa como laicismo que rechaza derechos básicos y desea recluir la religión al ámbito subjetivo y oculto pero sin aparecer en la sociedad. Porque para convivir en sociedad es preciso respetar a los demás y sus creencias; en cambio, sí pueden propagarse con orgullo otras opciones amparadas en la libertad de expresión.
Desde tiempo inmemorial la izquierda más o menos radical sostiene una antropología trasnochada que concibe al ser humano como bípedo implume sin trascendencia. Se trata de una mutilación de la persona y un empobrecimiento de las instituciones creadas y promovidas por hombres y mujeres que piensan en mucho más que comer, acostarse con alguien, manifestarse y alcanzar el cielo en el Congreso.
Esos parlamentarios se retratan por tanto a sí mismos porque están alejados de la gente común, y harían mejor en trabajar más horas dentro del hemiciclo para alcanzar un pacto duradero que mejore la educación, admitiendo al menos que la trascendencia es una dimensión esencial de la persona, que suele desarrollarse en forma de religión cristiana, judía, musulmana o animista.
Su insistencia pilla cansada a la mayoría de los ciudadanos, de izquierdas, de derechas y de centro, porque hacen como el pájaro carpintero que golpea con insistencia el árbol centenario con la ilusión de perforarlo para derribarlo.
La mayoría de los españoles se considera católica hasta un 78 por ciento, y más del 50 por ciento de los alumnos piden cada año tener clase de religión católica, ellos mismos o sus padres. No sé qué pasaría si los afiliados a cada uno de los partidos tuviera que renovar cada año su adhesión a la formación.
Tendremos que recordar por enésima vez el artículo 27,3 de la Constitución: «Los poderes públicos garantizarán el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con su propias convicciones». Y el artículo 16,3 afirma que «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones».
Parece que algunos no entienden la diferencia esencial entre «aconfesionalidad» y «laicismo», cuando interpretan éste en su versión negativa como laicismo que rechaza derechos básicos y desea recluir la religión al ámbito subjetivo y oculto pero sin aparecer en la sociedad. Porque para convivir en sociedad es preciso respetar a los demás y sus creencias; en cambio, sí pueden propagarse con orgullo otras opciones amparadas en la libertad de expresión.
Desde tiempo inmemorial la izquierda más o menos radical sostiene una antropología trasnochada que concibe al ser humano como bípedo implume sin trascendencia. Se trata de una mutilación de la persona y un empobrecimiento de las instituciones creadas y promovidas por hombres y mujeres que piensan en mucho más que comer, acostarse con alguien, manifestarse y alcanzar el cielo en el Congreso.
Esos parlamentarios se retratan por tanto a sí mismos porque están alejados de la gente común, y harían mejor en trabajar más horas dentro del hemiciclo para alcanzar un pacto duradero que mejore la educación, admitiendo al menos que la trascendencia es una dimensión esencial de la persona, que suele desarrollarse en forma de religión cristiana, judía, musulmana o animista.
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