Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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EL DIABLO ANDA SUELTO (IV)

por Piedras vivas

Además del cuerpo el diablo ataca más el alma

A veces consideramos que el «demonio me ha tentado» aunque son muchas las veces que nos metemos solitos en la tentación. De todos modos la astucia de Satanás y sus secuaces conocen bien las debilidades de cada uno y enredan para que sigamos las propias conveniencia, y en esto cada uno tiene su responsabilidad. Sin presencia de Dios y una fe vivida es difícil conocerse y no caer. Para vencernos y vencer, san Pablo aconseja lo siguiente en su carta a los Efesios, capítulo 6:

«Confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder, vestíos de la armadura de Dios que podáis resistir las insidias del diablo, porque no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires»

La tentación diabólica, de la que aquí hablamos, es un aprueba u obstáculo procedente del demonio que intenta perjudicarnos induciendo al pecado.

Las tentaciones que el demonio insidia en hombres y mujeres son muy variadas, sirviéndose de su astucia y de nuestras concupiscencias. San Juan escribe que «todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida», en su primera carta, como resumiendo la triple raíz de todos los pecados, y esto puede ejemplificarse ahora mediante la experiencia de tres personajes de la Escritura –Adán, David, Pedro-, pues sus tentaciones y caídas reflejan en mayor o menor medida esas concupiscencias.

Un repaso a las tentaciones: Adán o independencia de Dios

El texto sagrado del Génesis relata que Adán y Eva rompieron voluntariamente los lazos de amistad que les unían con Dios, después de la elevación sobrenatural que gratuitamente habían recibido de Él:

La primera gran tentación manifiesta que el demonio es padre de la mentira diciendo medias verdades: animó a nuestros primeros padres a ser iguales a Dios y a no depender de Él, pudiendo establecer ellos solos lo que es bueno y lo que es malo, sin dar explicación a Dios. ¿Te das cuenta de la soberbia que anima los afanes de independencia del hombre o de la sociedad respecto a Dios? Por eso, procuraremos luchar contra ella sabiendo distinguir con la enseñanza de la Iglesia lo que es bueno y malo , y empleando bien tu libertad.

La Libertad no consiste en la ausencia de vínculos y de obligaciones, como piensan algunos sino en la calidad de esos vínculos: quien está atado al alcohol, la droga o el sexo no es libre, mientras que sí lo es quien mantiene, por ejemplo, la fidelidad al otro cónyuge por encima de los estados de ánimo.

David o la concupiscencia

Cuenta el Libro Segundo de Samuel un tremendo pecado del rey David por el que supo llorar con amargo arrepentimiento. El rey se quedó ocioso en Jerusalén en vez de acompañar el ejército de Israel, se fijó en Betsabé, y utilizó su poder para yacer con ella, mientras su marido guerreaba en servicio del rey. Vaya faena.

En este relato y sus consecuencias se encierran profundas enseñanzas sobre el carácter envolvente de las tentaciones contra la castidad y la fidelidad: primero ociosidad, luego curiosear y no guardar el sentido de la vista; más tarde indagar buscando nuevos detalles, hasta caer finalmente en un pecado de lujuria. Lo peor es que el pecado se enreda y David no paró hasta conseguir que el marido de Betsabé pereciera en el campo de batalla: el pecado de adulterio se agravó con un pecado de homicidio.

La triste experiencia de David constituye una clarísima lección para huir de toda ocasión de pecado y rechazar con energía cualquier diálogo con las tentaciones contra la castidad.

Si fueron gravísimos los pecados de David también fue imponente su arrepentimiento y su penitencia referida en el salmo 50: «Apiádate de mí, ¡oh Dios!, según tu misericordia; según la muchedumbre de tus piedades borra mi iniquidad. Lávame completamente de mi culpa, y de mi pecado está siempre delante de mí. Contra Ti solo pequé e hice lo que a tus ojos es malo. (...) Rocíame con hisopo, y quedaré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve. (...) Crea en mí ¡oh Dios!, un corazón limpio, y renueva en mí un espíritu constante. No me eches de tu presencia ni retires de mí tu santo espíritu generoso. (...) Abrirás, Señor, mis labios, y mi boca anunciará tu alabanza».

Por eso si no debemos seguir su mala conducta, sí podemos imitar en nuestras caídas – graves o leves – su contrición y su llanto. Porque siempre cabe el arrepentimiento sincero que lleva al sacramento de la Penitencia con propósitos firmes, repitiendo quizá ese «ayudado de vuestra divina gracia, propongo firmemente que me fuere impuesta».

Pedro o el temor al mundo

Jesucristo les había advertido que estuvieran vigilantes pero no se enteraron y en vez de comportarse como recios pescadores lo hicieron como vírgenes necias, pues no siguió la advertencia de Jesús « Velad y orad para no caer en tentación: pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil».

Los hechos se precipitan y Pedro retrocede cada vez más: la pereza inicial le aleja de Jesucristo y queda aislado en su temor, hasta llegar a negarle por tres veces: «Entretanto, Pedro estaba sentado fuera en el atrio; se le acercó una sirvienta y le dijo: Tú también estabas con Jesús el Galileo. Pero él lo negó delante de todos diciendo: No sé de qué hablas. Al salir al portal le vio otra y dijo a los que estaban allí: Éste estaba con Jesús el Nazareno. De nuevo lo negó con juramento: No conozco a ese hombre. Poco después se le acercaron los que estaban allí y dijeron a Pedro: Desde luego tú también eres de ellos, pues tu habla lo manifiesta. Entonces comenzó a imprecar y a jurar: No conozco a ese hombre. Y al momento cantó el gallo. Y Pedro se acordó de las palabras que Jesús había dicho: Antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces. Y, saliendo afuera, lloró amargamente», tal como refiere el evangelio de Mateo» (Mt 26, 69-75).

La fe de Pedro en Jesucristo sufre la gran prueba. Antes estaba dispuesto a ir a la cárcel o hasta la muerte y ahora le niega abiertamente. En medio de aquel aturdimiento, la mirada serena de Jesús que perdona conforta su fe y las lágrimas de dolor la purifican. Muy grave fue el pecado de Pedro, pero profundo también fue su arrepentimiento... y firme; porque ya no abandonó más al Señor, presidió en nombre de Jesucristo la Iglesia y murió por confesar la fe.

 

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