¡No me quiero ir fuera!
por Canta y camina
¡No me quiero ir fuera!
Estoy en el oratorio del colegio de mi hija, esperando que empiece la misa de las 16:25h, cuando llega al banco de delante una mamá joven, como la mayoría de las del cole, con un niño de 2 ó 3 años.
Ella empieza a sacar el “arsenal”: un coche, un cuento, una galleta, las llaves…. Antes del Evangelio la madre no tiene nada que hacer: el niño se ha aburrido de todo y se sube al reclinatorio, se baja, me pone caritas para que le diga cosas….
Nadie de mi banco dice nada pero, cosas de mamás, ella está cada vez más nerviosa y saca de su bolso de Mary Poppins su recurso más preciado: un Actimel.
La cara del angelito se ilumina de ilusión y los ocupantes de mi banco sonreímos enternecidos.
Pero ¡oh destino cruel!, se le cae de las manos tras el primer sorbo y se derrama sobre sus piernas, el banco, el suelo…. ¡Qué sollozos, ay madre, qué pena, penita, pena!
La madre no sabe qué hacer así que recoge todo casi con un chasquido mágico de sus dedos, apoya al niño sobre su cadera cual cesto de nardos y le dice en un susurro inútil pues todo el oratorio se ha enterado ya del cataclismo: “Chsss, calla, vámonos fuera.”
Y el desconsolado niño contesta a voz en cuello mientras alarga su mano hacia el lugar donde estuvo desparramada su golosina: “¡¡¡No me quiero ir fueraaaaaa!!!”
Y a mí esa frase me hizo pensar que ojalá nunca quisiera irme fuera cuando estoy ante un sagrario. Ojalá mi amor hacia ti en la Eucaristía fuera tan intenso que nunca me cansara de contemplarte, de estar contigo, de querer tu compañía, de mirarte embelesada.
Jesús, ¡no me quiero ir fuera! Quiero estar siempre dentro de tu corazón llagado, palpitante, ardiente, enamorado.
Estoy en el oratorio del colegio de mi hija, esperando que empiece la misa de las 16:25h, cuando llega al banco de delante una mamá joven, como la mayoría de las del cole, con un niño de 2 ó 3 años.
Ella empieza a sacar el “arsenal”: un coche, un cuento, una galleta, las llaves…. Antes del Evangelio la madre no tiene nada que hacer: el niño se ha aburrido de todo y se sube al reclinatorio, se baja, me pone caritas para que le diga cosas….
Nadie de mi banco dice nada pero, cosas de mamás, ella está cada vez más nerviosa y saca de su bolso de Mary Poppins su recurso más preciado: un Actimel.
La cara del angelito se ilumina de ilusión y los ocupantes de mi banco sonreímos enternecidos.
Pero ¡oh destino cruel!, se le cae de las manos tras el primer sorbo y se derrama sobre sus piernas, el banco, el suelo…. ¡Qué sollozos, ay madre, qué pena, penita, pena!
La madre no sabe qué hacer así que recoge todo casi con un chasquido mágico de sus dedos, apoya al niño sobre su cadera cual cesto de nardos y le dice en un susurro inútil pues todo el oratorio se ha enterado ya del cataclismo: “Chsss, calla, vámonos fuera.”
Y el desconsolado niño contesta a voz en cuello mientras alarga su mano hacia el lugar donde estuvo desparramada su golosina: “¡¡¡No me quiero ir fueraaaaaa!!!”
Y a mí esa frase me hizo pensar que ojalá nunca quisiera irme fuera cuando estoy ante un sagrario. Ojalá mi amor hacia ti en la Eucaristía fuera tan intenso que nunca me cansara de contemplarte, de estar contigo, de querer tu compañía, de mirarte embelesada.
Jesús, ¡no me quiero ir fuera! Quiero estar siempre dentro de tu corazón llagado, palpitante, ardiente, enamorado.
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