Interés por el más allá
por Piedras vivas
Avanza el mes de noviembre en el que la tradición de occidente nos lleva al recuerdo de los difuntos y la Iglesia celebra la fe en el más allá de la barrera de la muerte. La Misa, las oraciones, y los sufragios son ofrecidos por quienes nos han precedido en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz. Desde el primer día de Todos los Santos los cementerios se llenan de familiares y amigos de las personas allí enterradas: unas flores, unos recuerdos, y unas lágrimas a veces, invitan a fortalecer el trato con los seres queridos. Precisamente la fe sobre la comunión de los santos que predica la Iglesia entre la tierra, el Purgatorio y el Cielo, refuerza esa intuición natural de relación con los difuntos.
Interés por el más allá
El canal de televisión National Geographic emitió una serie documental de seis capítulos sobre las grandes aspiraciones del hombre, y el primer episodio «Más allá de la muerte», batió un récord de audiencia en Estados Unidos. Es una muestra de que las grandes preguntas tienen más eco en la audiencia del que se podría esperar.
El actor estadounidense Morgan Freeman indaga en primera persona las respuestas que dan las principales religiones a los grandes interrogantes de la condición humana: la inmortalidad, el fin de los tiempos, Dios o el enigma del mal son algunos de los temas abordados en esta búsqueda presentada por el actor Freeman.
En la antigüedad, los hombres más religiosos, los sabios, y el sentido común natural llegaban a intuir algún tipo de pervivencia después de la muerte pero de manera confusa. Se creía en una cierta forma de inmortalidad (los dioses griegos del Olimpo eran inmortales), pero se entendía en sentido etéreo o animista como pervivencia del alma o del recuerdo en otro mundo y a veces una reencarnación.
La resurrección histórica de Jesucristo
El hecho comprobable y comprobado de la resurrección de Jesucristo es una gran novedad respecto a las ideas de inmortalidad o pervivencia más allá de la muerte, incluso para los judíos. En el Pentateuco no se menciona, pero queda claro que Dios, creador del universo, tiene poder para dar la vida y para quitarla, para rescatar al justo de la fosa del abismo, para levantarle del polvo de la tierra, y pueda participar del reino mesiánico.
La resurrección del Mesías no pasaba por la imaginación de un judío piadoso e instruido. Se esperaba la venida del Mesías, que al llegar derrotaría a los enemigos de Dios, restablecería el culto del Templo en su pureza y esplendor, y establecería el reinado del Señor sobre el mundo, pero no se pensaba en su resurrección después de su muerte.
En cambio la resurrección de Jesucristo es un acontecimiento histórico y un misterio de fe. «La resurrección de Jesús es una especie de «mutación decisiva» (…), un salto cualitativo que alcanza una nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a todos y que abre un futuro, un tipo nuevo de futuro para la humanidad[1].
La resurrección de la carne
Los cristianos creemos en la resurrección de la carne, algo desconocido en la civilización egipcia, sumeria, griega o romana. Se le reían a Pablo cuando exponía ante los atenienses esta realidad de fe manifestada por el mismo Jesucristo, con palabras y sobre todo con su propia resurrección: «Te escucharemos sobre eso en otra ocasión» le decían. También ante la incredulidad de algunos cristianos entre los corintios Pablo argumentaba: Si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo es que algunos de entre vosotros dicen que no hay resurrección de los muertos?».
Porque en realidad una cosa es la inmortalidad y otra distinta la resurrección de la carne como efecto sobrenatural del poder divino de Jesucristo, que vive resucitado el mismo ayer, hoy, y siempre. A diferencia del cuerpo la inmortalidad se refiere al alma por su condición espiritual que tiene origen en el acto creador pero no se extingue salvo que Dios hiciera un acto contrario de aniquilación, algo no razonable ni coherente con el Dios que es Amor y Verdad.
La cuestión reside en que sin la idea de un alma inmortal que garantice la persistencia y supervivencia individual, los intentos de sostener la posibilidad de la resurrección carecen de consistencia lógica. En cambio con la luz de la fe se llega a explicar que el alma individual y personal puede reanimar y transformar la materia para constituir de nuevo la unidad personal[2] .
La esperanza, ancla del alma.
En su Encíclica sobre la esperanza cristiana, el Papa emérito Benedicto XVI hacía un análisis profundo de la situación histórica ha considerado que los hombres no podemos vivir solo de las pequeñas esperanzas terrenas: «No “podemos construir” el Reino de Dios con nuestras fuerzas, lo que construimos es siempre reino del hombre con todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino de Dios es siempre un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. Y no podemos –por usar la terminología clásica- “merecer” el Cielo con nuestras obras. Este es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que ser amados nunca es algo “merecido”, sino siempre un don»[3].
El progreso científico y el bienestar social actúan muchas veces como narcóticos que alejan de la realidad y generan nuevos problemas, como la pérdida del sentido de la vida, o el trabajo absorbente como peldaño para el triunfo personal en detrimento de otras facetas más importantes, como el matrimonio, los hijos y la familia. Podemos decir con Benedicto XVI que una sociedad sin valores es una sociedad sin futuro.
Enseña el Catecismo que «La esperanza cristiana es virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los Cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándolas no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo»[4]. Por ello la actitud fundamental del cristiano es de responsabilidad en el tiempo presente trabajando en la transformación de la realidad para hacerla conforme al plan de Dios, sabiéndose cooperador de la obra creadora: es un equilibrio dinámico distinto al materialismo sin trascendencia o al espiritualismo que no se compromete en la historia.
Escribía Goethe a un amigo suyo que él estaba contento con su vida razonablemente feliz sin tener sentimientos de culpa ni necesidad de salvación. En cambio Benedicto XVI escribía: «Tenemos que aprender la capacidad de reconocer la culpa, tenemos que sacudirnos la ilusión de que somos inocentes. Debemos aprender a hacer Penitencia, a dejarnos transformar... En nuestro mundo de hoy, debemos redescubrir el sacramento de la Penitencia y de la reconciliación. El hecho de que haya desaparecido en gran medida de los hábitos existenciales de los cristianos es un síntoma de una pérdida de la verdad sobre nosotros mismos y sobre Dios, una pérdida que pone en peligro nuestra humanidad y disminuye nuestra capacidad para la paz»[5].
Muchas veces el Papa Francisco explica y anima a vivir el sacramento de la Reconciliación como sacramento de la esperanza mientras caminamos en el mundo: «Es cierto que puedo hablar con el Señor, pedirle enseguida perdón a Él, implorárselo. Y el Señor perdona, enseguida. Pero es importante que vaya al confesionario, que me ponga a mí mismo frente a un sacerdote que representa a Jesús, que me arrodille frente a la Madre Iglesia llamada a distribuir la misericordia de Dios. Hay una objetividad en este gesto, en arrodillarme frente al sacerdote, que en ese momento es la gestión de la gracia que me llega y me cura».
[1] J. Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II, 284.
[2] J.Ortiz, Mapa de la Vida Eterna, Eunsa, p. 11 ss.
[3] BENEDICTO XVI, Encíclica Spe Salvi, Madrid: Palabra, 2007, n. 35.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica. CEC, n. 1817
[5] BENEDICTO XVI, A la Curia Romana, 24-XII-2009.