Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Adolescentes en casa

Adolescentes en casa

por Canta y camina

Adoro a mis hijos, daría mi vida por cada uno, doy gracias cada día porque están todos y están bien. Son mi orgullo y mi alegría. ¡Pero a los adolescentes a veces les daría de tortas!

No les entiendo, no me entienden y parece que estamos a la gresca todo el día. No son pequeños, no son mayores y es como si no encontraran su sitio, como si siempre estuvieran en medio.

No quieren que estés encima de ellos todo el rato pero tampoco son suficientemente responsables.

No quieren ya motivación tipo pegatinas, semáforo o una chuche de premio (lógico, eso es para los pequeñitos) pero tampoco les mueve la satisfacción del deber cumplido, del trabajo bien hecho.

Nos quieren pero les avergüenza decirlo y demostrarlo. Quieren que les queramos pero no que los besemos o abracemos.

Quieren hacerlo todo solos pero no lo saben todo. Tienen dudas pero no quieren preguntarnos.

Es un sí pero no, tierra de nadie; les falta un hervor… o dos docenas.

Se ha escrito mucho sobre lo que sienten los adolescentes pero, ¿y los padres de las criaturitas? Porque yo llevo un tiempo bastante perdida, no encuentro nada escrito que me ayude a entender lo que siento y a colocarlo todo en su sitio para actuar como es debido.

Aunque aún viven en casa cada vez pasan más tiempo fuera y noto que los echo de menos cuando no están, que han empezado a irse.  

Para mí es una etapa nueva a la que no termino de hacerme. Lo mío son los niños pequeños; ellos necesitan de mí para casi todo y apenas cuestionan o discuten. En ese terreno me muevo con comodidad porque me gusta mucho servir, cuidar, atender.

Además a ellos sí les mueve el deseo de agradar a papá y a mamá, de llenar la cuadrícula de solecitos o de semáforos verdes, el deseo de aprender a hacer las cosas solos.

Pero los adolescentes no necesitan eso y dejan de preguntar y de contar lo que han hecho o lo que han visto o aprendido, y yo lo echo mucho de menos.

Además me siento como un ídolo caído. Empiezan a ser conscientes de mis defectos y meteduras de pata; nunca he sido perfecta o intachable pero ellos no lo sabían, creían que sí y ahora ven que no. Se sienten desilusionados y se les nota.

En cierto modo desconfían y lo ponen todo en tela de juicio. Como les falta información, a veces te juzgan mal y sufren sin motivo.

¡Yo me muero por darles un achuchón y un millón de besos! Y ellos quieren pero no quieren. Y mi vida se ha desdoblado en planos diferentes y tengo que ir cambiando de registro según a quién esté atendiendo y a veces, cada vez más a menudo, me cortocircuito.

Pienso en cómo sería la adolescencia de Jesús, en cómo lo harían José y María. Pero claro, ni mis hijos son el Niño Jesús ni mi marido es San José ni yo la Virgen María, así que me entra el desaliento.

Entonces elevo los ojos a la imagen de la Virgen del cuarto de estar, vuelco mi corazón en el suyo y es Ella quien me da a mí un achuchón y un millón de besos. Y yo me dejo hacer.
 

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