Teresa de Calcuta: «Esa oscuridad que me rodea por todas partes».
por Cerca de ti
Cuando Madre Teresa recibió el Premio Nobel el 11 de diciembre de 1979 era considerada por muchos la mujer más influyente, popular, y, según el secretario general de la ONU, más poderosa del mundo. Tenía 69 años, y la congregación que había fundado treinta años atrás, al cruzar los muros del convento de Loreto —orden religiosa que había amado y servido durante dos décadas—, con el deseo de llevar la luz de Jesús a los barrios más miserables de Calcuta, superaba ahora largamente las mil hermanas. Veinte años antes eran solo ochenta y cinco. Tanto la obra de las Misioneras de la Caridad como la fama de Madre Teresa continuaron creciendo a un ritmo sorprendente, y al momento de su muerte, en 1997, las hermanas habían alcanzado el número de cuatro mil, y se extendían por los cinco continentes a lo largo y ancho de más de cuatrocientas casas.
Los elogios y reconocimientos la habían acompañado desde el comienzo. «Es inútil presentar a Madre Teresa a Calcuta. Su celo y su compasión han llegado hasta el último rincón de la ciudad», decía un diario local ya en 1958, en una época en que las Misioneras de la Caridad formaban una red de cincuenta centros en la metrópoli… ¡en tan solo diez años de vida! El premio Padma Shri otorgado por el gobierno de la India la había hecho conocida en todo el país, y en ese mismo año de 1962 recibía ya un primer premio internacional en Filipinas, el Ramón Magsaysay. Ella guardaba los premios en una caja, mientras se preguntaba qué buscaría Dios con todo aquello. No había distinción ni halagos ni aplausos que la afectaran en lo más mínimo: “cuando el mundo me alaba, en realidad no me toca, ni siquiera la superficie de mi alma. Sobre la obra, estoy convencida de que es toda Suya”, es decir, del Señor. Ella había escrito: «Tengo un gran deseo de ser nada para el mundo, y que el mundo sea nada para mí.» Cuando leemos sus cartas privadas, cartas cuyos destinatarios secretos no fueron más de cinco sacerdotes, y hoy son el mundo entero, pasamos por alto que estamos ante una celebridad mundial, pues ni siquiera menciona casi estos honores y consideraciones. Teresa está blindada contra toda vanidad: «Durante 20 años en Loreto he pedido fervorosamente ser olvidada, ser nada para el mundo, ser ignorada y ser tenida por nada, y así es como el Señor ha respondido a mi oración». Y escribió esta frase genial: «No soy humilde, pero soy demasiado pequeña para ser orgullosa.»
En sus cartas solo hay un tema, una pasión, una sola conversación, una única inquietud: el anhelo de Jesús, la ausencia de Jesús. Al constatar que Dios bendecía su obra abriéndole todas las puertas y honrándola con las más diversas dignidades, se preguntaba: «¿Por qué da Él todas esas cosas, y no se da a Sí mismo?»
Teresa buscaba a Jesús con todas sus fuerzas. Sentía que lo había perdido, y la nostalgia de Dios la consumía. Sentía que Dios no estaba. ¿Pero cómo podía suceder algo así? ¿Por qué? Ella que lo amaba tanto, y Él que no la amaba. La había amado, sí, sí, hasta que salió a las calles de Calcuta aquel 21 de diciembre de 1948, pero luego se había ido, cuando ella más lo necesitaba. Ella, que incluso había escuchado su Voz en varias oportunidades, que había sentido el gozo de su presencia a lo largo de los veinte años en Loreto… ¿Sería que había hecho algo mal, que había perdido el rumbo, que se había engañado? Teresa no percibe el amor de Jesús, mira dentro de sí y no encuentra al Señor, no ve nada, lo que estuvo alguna vez ya no está. ¿Será que ha perdido la fe? ¿Por qué ha sido rechazada así?
Teresa necesita ayuda, pero al mismo tiempo, encuentra enormes resistencias para expresarse, para contar lo que sucede. No se trata de que no desee hacerlo, es que simplemente no encuentra palabras. Finalmente, escribe a su ya amigo, el arzobispo de Calcuta, Mons. Périer, en 1953: «hay una oscuridad tan terrible dentro de mí, como si todo estuviera muerto. Esto es así más o menos desde el tiempo en que comencé “la obra”», es decir, hacia 1949…
También la Teresa que recibe el premio Nobel, treinta años después de estas palabras, se halla todavía en aquella «indecible oscuridad», se siente tan abandonada, tan rechazada, tan nada... No siente la presencia de Dios en su interior. ¡Imaginemos por un momento que el mundo lo hubiera sabido! ¿Cómo habría sido interpretada semejante situación? La santa sin Dios. Pero nadie lo sabe. Solo unos pocos sacerdotes que la han acompañado a lo largo de su tormento, con su amistad y su palabra.
Pero prestemos atención a algunas frases que Teresa escribió a sus confesores en el curso de la década del 50, cuando la experiencia de la oscuridad era aun más densa y amenazante debido a su novedad, y, sobre todo, a que no podía encontrar un porqué:
«hay una soledad tan profunda en mi corazón que no lo puedo expresar»; «en mi interior hay un frío glacial. Solo la fe ciega me sostiene, ya que en realidad para mí todo está en tinieblas»; «Cuanto más Lo quiero [a Jesús] menos me quiere. Quiero amarlo como nunca ha sido amado, y sin embargo hay esa separación, ese terrible vacío, ese sentimiento de ausencia de Dios.»; «la agonía de la desolación es tan grande y al mismo tiempo el anhelo por el “Ausente” tan profundo»; «Él está destruyendo todo en mí»; «Hay tanta contradicción en mi alma. Un deseo tan profundo de Dios, tan profundo que es doloroso, un sufrimiento continuo, y sin embargo, no soy querida por Dios: rechazada, vacía, ni fe, ni amor, ni fervor. Las almas no me atraen, el Cielo no significa nada, me parece un lugar vacío, la idea del Cielo no significa nada para mí y sin embargo este atormentador anhelo de Dios»; «Entiendo un poco las torturas del infierno: sin Dios»; «no encuentro ninguna palabra para expresar este abismo de tinieblas»; «el dolor a veces es insoportable»; «Mi corazón está tan vacío»; «está lleno de oscuridad y soledad y en continuo dolor», «No creo que tenga un alma. No hay nada en mí»; «ahora siento que tengo un corazón de piedra»; «Llamo, me aferro, yo quiero, y no hay Nadie que conteste, no hay Nadie a Quien yo me pueda aferrar, no, Nadie. Sola. La oscuridad es tan oscura y yo estoy sola. Despreciada. Abandonada»; «Si Dios existe, por favor, perdóname. Confío en que todo esto terminará en el Cielo con Jesús»; «”Amor”, la palabra no trae nada. Se me dice que Dios me ama, y sin embargo, la realidad de la oscuridad y de la frialdad y del vacío es tan grande»; «quiero amar a Dios por lo que Él se lleva. Ha destruido todo en mí»; «En mi alma siento precisamente ese dolor terrible de pérdida, de que Dios no me quiere, de que Dios no es Dios, de que Dios realmente no existe (...) Esa oscuridad que me rodea por todas partes»; «el dolor de no ser querida».
Teresa no abandona su sentido del humor, ni siquiera en los momentos lancinantes, y de tanto en tanto hacía sonreír a su eventual lector con su inventiva verbal, como con este oxímoron humorístico: «En mí el sol de la oscuridad es radiante». O sea: la oscuridad está más oscura que nunca, es inevitable, es omnipresente, es imposible escapar de ella. Pero, a su vez, expresaba una realidad mistérica, invisible para ella misma hasta entonces, una realidad paradójica, es decir, aparentemente contradictoria, la cual solo se podía expresar cabalmente, precisamente, por medio del oxímoron: una oscuridad que da luz. El oxímoron permite evocar un nuevo mundo, una realidad novedosa, que jamás había estado en los planes de Teresa. Ella irá descubriendo en los años sesenta, gracias al P. Joseph Neuner S.J., que esta oscuridad que la rodea, es Su oscuridad, la de Jesús, la de la Pasión, en que ambos se encuentran y aman. La oscuridad no le permite ver (sentir) la cercanía de Jesús, de la misma manera que Jesús, en la cruz, no puede percibir la presencia de su Padre, y se siente abandonado («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»), se siente separado de Dios, se hace pecado (ruptura con Dios), sin haber pecado. El P. Neuner le hace comprender a Teresa que Dios la ha hecho participar de la pasión de su Hijo, que en la cruz se hizo oscuridad, se hizo no reconocible («si eres Hijo de Dios, baja de la cruz», etc.). Teresa siente que Dios está lejos y ausente, cuando en realidad se halla unida a él en las profundidades oscuras del calvario («y toda la región se cubrió de tinieblas»).
Cuando Teresa comprendió que la oscuridad era la condición para ser la luz de Jesús entre los pobres, pudo decir al P. Neuner: «Por primera vez en estos once años he llegado a amar la oscuridad». «No, Padre, no estoy sola. Tengo Su oscuridad, tengo Su dolor, tengo el terrible anhelo de Dios: amar y no ser amada». No ser amada como Jesús en la cruz, el amor que Dios ha ofrecido y que es rechazado por los hombres.
Teresa debía participar de este rechazo, debía participar de esta superior pobreza: no ser amada. Debía participar de la oscuridad, para poder decir “te amo” donde no hay amor: «Me encuentro a mí misma haciéndole inconscientemente a Jesús las más extrañas declaraciones de amor». No ser amada como los pobres entre los que vivía y a los que Cristo le había pedido que llevara su luz. En los pobres Jesús mismo está sufriendo, está siendo rechazado y crucificado, es el hambriento, el sediento, el forastero, el desnudo, el prisionero… Teresa debía entrar en la oscuridad del calvario donde están todos los rechazados junto a la cruz, no solo para estar con Jesús en ellos, sino también para llevar el pan de Jesús, para dejarse comer por los hambrientos. En esas muchedumbres —y en todas partes está Calcuta, decía—, encontraba a Jesús diciéndole: «Tengo sed». Tengo sed de ser amado, tengo sed de ti… Por eso Madre Teresa invitará a sus hermanas a dejarse comer para alimentar a los pobres. Que coman su tiempo, su alegría, su servicio, su compañía, sus vidas…, que calmen la sed de Jesús.
Tal vez aquel distinguido auditorio en la academia de Oslo esperaba escuchar a Teresa hablar de su obra entre los desdichados de la India. Pero ella prefirió hablar del hambre de Occidente: de la tristeza de los ancianos en las bien acomodadas casas geriátricas porque no son visitados por sus hijos; de los drogadictos que no reciben afecto en sus casas, porque los padres están ocupados todo el tiempo; del aborto, «el más grande destructor de la paz […] Porque si una madre puede matar a su propio hijo, ¿quién me impide que yo te mate o que tú me mates?». Algo dijo, sí, de la India, de la luz entre los miserables de la India, de lo que sucede cuando los no amados reciben la luz del amor: «Recogimos [a un hombre] de las alcantarillas, medio devorado por los gusanos, y le llevamos a casa: “He vivido como un animal en la calle, pero voy a morir como un ángel, querido y cuidado” (…) Como un ángel, esta es la grandeza de nuestra gente».
Teresa iluminaba todo lo que se encontraba a su paso. Pero ella misma estaba en la oscuridad. Nadie lo sabía. Ni siquiera las hermanas más cercanas pudieron advertirlo jamás. Fue un secreto que duró cincuenta años. Veían su amplia sonrisa, pero no la fuente oscura de la que brotaba. Y cuando el 5 de setiembre de 1997 llamaron en la noche de Calcuta a los médicos para que atendiera a Teresa, que no podía respirar, y hubo un corte eléctrico que dejó a oscuras la casa, e inexplicablemente quedaron inoperantes los dos generadores eléctricos independientes, y en consecuencia, también el respirador artificial, no podían darse cuenta de que al cielo partía la santa de la oscuridad.
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