«En» el Espíritu Santo. De gloria en gloria.
por Cerca de ti
Hemos conocido la palabra en hebreo que se traduce al español como «espíritu»: «rúaj». Hemos conocido las diversas y sucesivas acepciones que en el tiempo fue adoptando este término, con el que se dio nombre propio a la persona divina del Espíritu Santo. El «viento» o el «aliento», ahora convertido en Rúaj —o Espíritu— (con mayúscula). Nos interesa en este momento una condición común a ambas realidades: el carácter de invisible. Ni el viento ni el aliento se ven, pero son reconocibles por sus efectos. Lo mismo sucede con el Espíritu Santo.
Durante la última cena, según el Evangelio de san Juan, Jesús se refirió varias veces, en su largo discurso de despedida, al Espíritu Santo, y dijo de él a sus discípulos, que «no hablará de sí mismo». ¿Pero quién es este que no dice nada de sí? Pero cuidado, ¡no es mudo!: «dirá lo que ha oído». «Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes», agrega Jesús, quien además señala: «Todo lo que es del Padre es mío» (cf. Jn 16, 1315), poniendo al descubierto que entre las tres personas hay una complicidad y una comunión total.
Si tras el ventanal veo sacudirse las ramas y copas de los árboles, entonces, allí está el viento. Cuando retenemos la respiración nadando bajo el agua, por ejemplo, hay un plazo perentorio para salir a la superficie y respirar, y recobrar el aliento, ese que convive humildemente con nosotros, en las horas del día y en las de la noche, de modo inadvertido y silencioso. Del mismo modo, como el viento o el aliento, el Espíritu es al mismo tiempo poderoso y discreto. El Espíritu Santo es la delicadeza y ternura de Dios, que mueve las cosas y da vida sin que lo advirtamos. Un «ocultamiento tan discreto, propiamente divino» (CatIC 687), escapa a los periodistas y a los ojos del mundo. ¿Cuántas cosas nos suceden, cuántas dificultades que estaban ahí y ya no están? Y creía que estaba sumergido, pero volví a respirar… Pero debería aprender que si algo se mueve, si un soplo me trae vida, allí tengo que escuchar la voz de Jesús, el Verbo, la Palabra de Dios. Porque Cristo no solo habla en la Escritura, sino que la misma Palabra resuena en nuestra vida, por más gris y anónima y olvidada que nos parezca.
Lamentablemente, el Espíritu sopla, nos alienta, y nosotros no buscamos oír la voz de Jesús; y, por otra parte, leemos la Palabra personalmente o en comunidad, muchas veces, sin dejar que nos dé vida ni aliento, sin el Espíritu que la hace resonar. Sin el Soplo de Dios, la Biblia permanece algo muda, o solo se transforma en ideas, en estudio, en conocimiento, en rutinas, pero no en Vida, no en la dulce fuerza que incide en nuestra existencia con un ímpetu semejante al del viento que sacude el follaje de un árbol, o la frescura del aliento que una entusiasta bocanada nos regala, devolviéndonos el deseo de seguir adelante.
«Cuando el Padre envía su Verbo, envía también su aliento: misión conjunta en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos pero inseparables» (CatIC 689). La analogía con nuestra comunicación verbal es bien elocuente. ¿Cómo pronunciar una palabra sin respirar, sin ese soporte invisible pero imprescindible? ¿Y de qué sirve el aliento en la conversación si no hay nada para decir? El Verbo habla en el Espíritu, y el Espíritu hace oír a Dios, «porque nadie conoce los secretos de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2, 11).
Tenemos que aprender a vivir nuestra fe «en» el Espíritu Santo. La preposición «en», que suele preceder la mención a la tercera persona divina, nos ayuda a tomar conciencia de que nuestra vida espiritual no es una mera adhesión a una serie de ideas o valores o una simple participación en una institución mundana, sino una relación realmente viva en el espacio trinitario de Dios.
El Espíritu Santo es el ambiente donde encontramos a Jesús. Nosotros vemos su rostro y escuchamos su voz, pero el Espíritu es la linterna que lo ilumina y el micrófono que lo hace audible. Los sentidos de la palabra «rúaj» evocan imágenes que nos ayudan a ver en el Espíritu Santo a quien crea esos espacios donde encontramos a Jesús. Es el aire —el espacio atmosférico—, es el ambiente vital, es el viento, y es aliento en la vida. La fe es un modo de vivir, de respirar, de experimentar una fuerza, de sentirse cómodo en un determinado ambiente. No es un recuerdo, ni algo que sucederá solamente, es, sobre todo, un presente, algo que está aconteciendo. Preciosa la frase del Catecismo que resume de este modo:
«Cristo es quien se manifiesta Imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo revela» (CatIC 689). Ves a Jesús, hablas con Jesús, y tal vez jamás hayas oído hablar del Espíritu Santo; sin embargo, es él quien hace posible ese encuentro. Jesús es el que se deja encontrar, pero es el Espíritu quien lo manifiesta.
La Trinidad se fue dando a conocer progresivamente, —como podemos apreciar en la Biblia—, en el orden siguiente: primero Dios (el Padre) —en el Antiguo Testamento—, luego el Hijo —en el Nuevo— y finalmente el Espíritu Santo. «Así, por avances y progresos —dice san Gregorio Nacianceno— “de gloria en gloria”, es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores cada vez más espléndidos» (CatIC 684).
En la experiencia personal suele suceder así también. Pero en realidad, el proceso es el inverso: llegamos al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. «Porque por medio de Cristo, todos sin distinción, tenemos acceso al Padre, en un mismo Espíritu» (Ef 2,18).
Durante la última cena, según el Evangelio de san Juan, Jesús se refirió varias veces, en su largo discurso de despedida, al Espíritu Santo, y dijo de él a sus discípulos, que «no hablará de sí mismo». ¿Pero quién es este que no dice nada de sí? Pero cuidado, ¡no es mudo!: «dirá lo que ha oído». «Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes», agrega Jesús, quien además señala: «Todo lo que es del Padre es mío» (cf. Jn 16, 1315), poniendo al descubierto que entre las tres personas hay una complicidad y una comunión total.
Si tras el ventanal veo sacudirse las ramas y copas de los árboles, entonces, allí está el viento. Cuando retenemos la respiración nadando bajo el agua, por ejemplo, hay un plazo perentorio para salir a la superficie y respirar, y recobrar el aliento, ese que convive humildemente con nosotros, en las horas del día y en las de la noche, de modo inadvertido y silencioso. Del mismo modo, como el viento o el aliento, el Espíritu es al mismo tiempo poderoso y discreto. El Espíritu Santo es la delicadeza y ternura de Dios, que mueve las cosas y da vida sin que lo advirtamos. Un «ocultamiento tan discreto, propiamente divino» (CatIC 687), escapa a los periodistas y a los ojos del mundo. ¿Cuántas cosas nos suceden, cuántas dificultades que estaban ahí y ya no están? Y creía que estaba sumergido, pero volví a respirar… Pero debería aprender que si algo se mueve, si un soplo me trae vida, allí tengo que escuchar la voz de Jesús, el Verbo, la Palabra de Dios. Porque Cristo no solo habla en la Escritura, sino que la misma Palabra resuena en nuestra vida, por más gris y anónima y olvidada que nos parezca.
Lamentablemente, el Espíritu sopla, nos alienta, y nosotros no buscamos oír la voz de Jesús; y, por otra parte, leemos la Palabra personalmente o en comunidad, muchas veces, sin dejar que nos dé vida ni aliento, sin el Espíritu que la hace resonar. Sin el Soplo de Dios, la Biblia permanece algo muda, o solo se transforma en ideas, en estudio, en conocimiento, en rutinas, pero no en Vida, no en la dulce fuerza que incide en nuestra existencia con un ímpetu semejante al del viento que sacude el follaje de un árbol, o la frescura del aliento que una entusiasta bocanada nos regala, devolviéndonos el deseo de seguir adelante.
«Cuando el Padre envía su Verbo, envía también su aliento: misión conjunta en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos pero inseparables» (CatIC 689). La analogía con nuestra comunicación verbal es bien elocuente. ¿Cómo pronunciar una palabra sin respirar, sin ese soporte invisible pero imprescindible? ¿Y de qué sirve el aliento en la conversación si no hay nada para decir? El Verbo habla en el Espíritu, y el Espíritu hace oír a Dios, «porque nadie conoce los secretos de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2, 11).
Tenemos que aprender a vivir nuestra fe «en» el Espíritu Santo. La preposición «en», que suele preceder la mención a la tercera persona divina, nos ayuda a tomar conciencia de que nuestra vida espiritual no es una mera adhesión a una serie de ideas o valores o una simple participación en una institución mundana, sino una relación realmente viva en el espacio trinitario de Dios.
El Espíritu Santo es el ambiente donde encontramos a Jesús. Nosotros vemos su rostro y escuchamos su voz, pero el Espíritu es la linterna que lo ilumina y el micrófono que lo hace audible. Los sentidos de la palabra «rúaj» evocan imágenes que nos ayudan a ver en el Espíritu Santo a quien crea esos espacios donde encontramos a Jesús. Es el aire —el espacio atmosférico—, es el ambiente vital, es el viento, y es aliento en la vida. La fe es un modo de vivir, de respirar, de experimentar una fuerza, de sentirse cómodo en un determinado ambiente. No es un recuerdo, ni algo que sucederá solamente, es, sobre todo, un presente, algo que está aconteciendo. Preciosa la frase del Catecismo que resume de este modo:
«Cristo es quien se manifiesta Imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo revela» (CatIC 689). Ves a Jesús, hablas con Jesús, y tal vez jamás hayas oído hablar del Espíritu Santo; sin embargo, es él quien hace posible ese encuentro. Jesús es el que se deja encontrar, pero es el Espíritu quien lo manifiesta.
La Trinidad se fue dando a conocer progresivamente, —como podemos apreciar en la Biblia—, en el orden siguiente: primero Dios (el Padre) —en el Antiguo Testamento—, luego el Hijo —en el Nuevo— y finalmente el Espíritu Santo. «Así, por avances y progresos —dice san Gregorio Nacianceno— “de gloria en gloria”, es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores cada vez más espléndidos» (CatIC 684).
En la experiencia personal suele suceder así también. Pero en realidad, el proceso es el inverso: llegamos al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. «Porque por medio de Cristo, todos sin distinción, tenemos acceso al Padre, en un mismo Espíritu» (Ef 2,18).
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