Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Juana de Arco: el precio de una verdad amarga

por Cerca de ti

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Pocos días atrás, el miércoles 30 de mayo, fiesta de Juana de Arco, se conmemoró su terrible martirio sucedido en 1431 en la Plaza del Mercado Viejo de Ruan (Normandía), por entonces corazón del dominio inglés en territorio francés.

Aquel día, que también fue miércoles, su carne ardió entre las llamas ante la alarma e inquietud del solemne y corrompido tribunal que la condenó, y de las autoridades allí constituidas, las que se vieron urgidas a apresurar la ejecución una vez que la situación tomó una deriva inesperada y peligrosa, cuando la multitud de cinco mil personas que abarrotaba el entorno del patíbulo, presa en un principio de un profundo sentimiento de aversión hacia Juana —fruto de una sostenida y publicitada calumnia en su contra—, y de la descontada morbosa curiosidad que suele ganar a la turba fascinada por la desgracia ajena, se volvió progresivamente a su favor, tocada muy hondamente por la heroicidad humilde y pura de la Doncella, las palabras con que se dirigió a todos, por el nombre de Jesús que brotaba de sus labios con fuerza inusual, y por los signos que allí se presenciaron.

Será esa misma gente que, años más tarde, cuando el rey Carlos VII haga su entrada en la ciudad, además de aclamarlo vivamente, le exigirá que la memoria de Juana de Arco, mancillada por aquel juicio perverso, sea reparada y se conozca la verdad. Fue tal el apremio que se le hizo sentir al monarca, tan dado a la desmemoria y el olvido de la persona que le había puesto la corona sobre su regia cabeza, que al punto ordenó se iniciase un nuevo juicio de rehabilitación  que tuvo lugar en París veinte años después de la muerte de Juana.

Fue este también un juicio vergonzoso y humillante, especialmente para la madre y la familia de la Doncella de Orleans, compelidos a mantenerse lejos de la investigación, y a someterse al pronunciamiento final al que arribasen los jueces, so pena de que sus bienes les fueran confiscados, algo insólito en la historia del ámbito forense. El nuevo tribunal restableció a medias la verdad en torno a lo sucedido. Si bien Juana fue declarada inocente de todos los cargos y de toda culpabilidad (herejía, etc.), hasta el mismo rey se sintió defraudado cuando se dio a conocer el veredicto y no se establecía acusación ni condena contra ninguna persona del tribunal que sentenció a Juana en 1431. Hubo en la sala un silencio embarazoso. Todos los participantes habían sido disculpados, y, se los excusaba, pues habían sido de alguna manera ellos mismos extrañamente engañados, forzados en su candidez a declarar culpable a la inocente, habían sido mal informados…

El motivo por el cual se enterraba la verdad y se la sellaba con una pesada losa era simple. Quienes llevaron adelante este juicio «de rehabilitación», a quienes se les confiaba una investigación objetiva y veraz, eran cómplices de los jueces y miembros del tribunal del proceso condenatorio que debían pesquisar, y tenían como preocupación principal ocultar los innumerables delitos y prevaricaciones y arbitrariedades cometidas contra Juana, entre ellas, claro, la falsa acusación de hereje y la falsa abjuración, es decir, su supuesto arrepentimiento reconociendo su culpa, algo que jamás existió pero se ha logrado imponer como verdad oficial.

De lo contrario la infamia recaería sobre una prestigiosa institución y sobre muchos de sus miembros, vivos aún: la Universidad de París. Así como veinte años atrás había orquestado enteramente el proceso y el tribunal —casi todos eran integrantes de la Sorbona— e ideó la manera de llevar a Juana a la hoguera, ahora debía borrar las huellas inculpatorias y ocultar el oprobio que le acechaba. Se encargaron de proveer de una quincena de abogados «defensores» a la incauta madre de Juana para tenerla totalmente controlada y fuera de juego, y persuadieron al rey de que confiara la conformación del juicio a gente vinculada a la universidad.

Había, eso sí, que declarar inocente a Juana, pues el pueblo la amaba, y el rey reclamaba justicia. Así se llegó a una sentencia salomónica, y se sepultó la verdad de los acontecimientos, que solo hace unos años han comenzado a exhumarse gracias a  investigaciones minuciosas y rigurosas de las actas de los distintos procesos judiciales, testimonios de testigos, vínculos entre los participantes (favores, ascensos en sus carreras, retribuciones, parentescos, etc.). Hasta el propio proceso de canonización (1920) no pudo contar con toda la verdad, y debió superar un escollo que parecía insalvable, y del que Juana aún no ha sido liberada oficialmente: su supuesta retractación. El reciente libro «Santa Juana de Arco. Reina, virgen y mártir. Primer estudio documental en español a la luz de sus procesos», de Marie Sequeiros, subyuga el interés del lector y deja las novelas de Grisham como precarios cuentos para niños. Decía Solzhenitsyn, en su discurso en otra universidad famosa, la de Harvard: «la verdad raramente es grata; casi siempre es amarga».

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