Dos rayos en la tormenta
En medio de esta tormenta del coronavirus, hay vidas que son como rayos que nos llenan de luz. Como las vidas de Giuseppe y Guillermo.
Son muchos los que merecen que se escriba de ellos y que se les aplauda y reconozca. Llenarían páginas de heroísmo y de gloria.
Giuseppe Berardelli
Sacerdote, 72 años, párroco de Casnigo, diócesis de Bergamo, Italia. Murió el pasado lunes 23. Su ejemplo ha dado la vuelta al mundo porque renunció al respirador que su comunidad parroquial le había comprado. Lo cedió a un joven que agonizaba a su lado.
En una foto reciente que se ha hecho viral, lo podemos ver sonriente, con su sotana, y de fondo su parroquia muy bien cuidada, con piedra limpia, la hiedra bien cortada. Se ve un cura sencillo, de una pieza, feliz.
Mucha gente se pregunta cómo pudo este hombre quitarse el respirador y pedirles a los doctores que se lo colocaran al joven enfermo que ni conocía de antes. La respuesta no es tan difícil: aquel sacerdote daba su vida todos los días por los demás.
Por eso, hace ya muchos años un día se fue de su casa y colgó sus sueños porque quería dar la vida para seguir a Jesús. Muchas veces había tenido que renunciar a sus planes para poder atender a quien se lo pedía: ahora bautizando, escuchando, confesando… Cuando sonaba el teléfono tarde en la noche o de madrugada, salía medio dormido a atender al enfermo o a buscar a quien le necesitaba. Había acompañado tantas veces a los que sufrían, guardando silencios entre lágrimas ante el misterio del dolor y elevando oraciones a Quien no vino a quitarnos el sufrimiento sino a sufrir con nosotros.
Había celebrado tantas misas de bodas, primeras Comuniones y aniversarios dando lo mejor de sí mismo, aunque se sintiera cansado o estuviera enfermo. Lo querían mucho pero ese cariño se lo había ganado a base de una entrega sólo posible gracias a la renuncia de sí mismo porque el sacerdote que no sabe renunciar no puede amar, no puede servir.
Y el martes llegó el momento de quitarse el respirador para dárselo al enfermo que tenía cerca. Y el padre Giuseppe recordó tantos momentos de su vida en los que tuvo que “quitarse el respirador” de su descanso, de su tiempo, de sus gustos, de sus preferencias, y en los que tuvo que morir a sí mismo para poder vivir su sacerdocio para los demás, al estilo de Jesús. Y llamó al doctor. Y le dio indicaciones en voz baja. El doctor no lo podía creer...
El buen sacerdote sonreía y miraba al joven y le mostraba el respirador. El muchacho no entendía y sólo sentía que le reventaban los pulmones en medio de una terrible asfixia. De reojo vio al sacerdote estampando su firma en un par de hojas. Y de repente, Don Giuseppe se quitó el respirador mientras se persignaba y lo entregó a los enfermeros.
Cuando se llevaban el aparato, el buen sacerdote se incorporó para ver cómo lo conectaban al joven que estaba agonizando y quien, de repente, comenzó a respirar y su corazón comenzó a latir más fuerte y sus ojos se abrieron como nunca antes. El muchacho miró a los doctores y ellos señalaron al sacerdote que ya respiraba con dificultad. No podía creerlo y quiso levantarse para abrazar al sacerdote, pero no se lo permitieron y en ese instante, el padre Giuseppe le miró y le levantó el pulgar con fuerza y le regaló una sonrisa que aún sigue llenando de luz la vida del muchacho, la sala del hospital, la parroquia de Casino y toda la Iglesia.
El padre Giuseppe volvió a recostarse. Sabía que la respiración le duraría poco. Cerró los ojos sonriendo, dio las gracias al doctor y a las enfermeras que lo rodeaban emocionados; una enfermera le tomó la mano y se la besó. Y poco después aquel corazón sacerdotal dejó de latir, su alma alcanzó la gloria y su testimonio vive para siempre entre nosotros.
Los católicos rezamos una oración que me encanta: la letanía de los santos. A mí me gusta actualizarla de cuando en cuando y Giuseppe Bardelli ya está en ella. Junto a Juan Macías, Iñigo de Loyola, Juan Diego y otras vidas que nos recuerdan que sí se puede y que vale la pena luchar e intentar ser santo.
Guillermo Gómez
No conocí a este gran hombre que se llama como uno de mis mejores amigos. Guille tenía 45 años, padre de 5 hijos y -me dicen- enamorado como el primer día de su esposa Pilar. Falleció por el coronavirus el pasado martes 24.
He podido leer que “dedicó su vida al Evangelio, a la familia y a la vida”. ¿Y cómo lo hizo? En su parroquia. Así de sencillo: dedicando buena parte de su tiempo y de sus fuerzas a la pastoral parroquial, a pesar de tener que sostener una familia numerosa en la que el hijo menor apenas tiene 6 años.
Guille nos emociona con su vida y con su muerte. Se ve un hombre que vivía su fe en casa, en la parroquia, en el trabajo... Cómo me hubiera gustado haberlo conocido, no digamos haber sido su párroco, su amigo… ¡Qué honor para esos hijos llevar su sangre y su apellido!
Guille, ahora desde el cielo, con Pilar y sus 5 hijos, son otro rayo que nos llega al alma en medio de la tormenta.
Desde aquí: ¡muchas gracias de corazón por una vida tan buena que nunca se apaga y que brilla eternamente!