El «vuelo del espíritu» en las moradas sextas
por Cerca de ti
Moradas sextas (II)
El vuelo del espíritu de santa Teresa, que nos ayuda a redescubrir las alturas divinas que nos muestran los evangelios, es, por tanto, un camino de cruz, como ella misma nos lo expresa. Es esta una experiencia para volar, no para volados.
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Una ola tan poderosa
Entre las distintas maneras en que puede presentarse el arrobamiento, hay una en la cual las cosas se suceden con tal fuerza y velocidad que pareciera el disparo de un arcabuz al encenderse la mecha, o que un gigante alzara súbitamente la levedad de una paja, o que «una ola tan poderosa» subiera «a lo alto esta navecica de nuestra alma»… Y este «vuelo del espíritu» «es una cosa que acobarda en gran manera», y que requiere coraje, porque desde aquella cima, desde aquella «otra región muy diferente de en esta que vivimos» en la que el Señor muestra grandes cosas, al tornar en sí, es decir, al mirar hacia abajo y verse tal como uno es, al «remirar nuestra pobreza y miseria», al darnos cuenta de que aun lo mejor que hagamos sirve de poco para alcanzar esas alturas que anhelamos, y de «que no tenemos nada que no lo recibimos», entonces dan solo ganas de «meterse en la misericordia de Dios».
Cuando el fuego es grande
Como vemos, los efectos que siguen a esta contemplación espiritual de unión con Dios que es el éxtasis —o arrobamiento, o rapto— son ambiguos. Por un lado, el alma queda tan deseosa «de gozar del todo» de Dios, que retomar el ritmo cotidiano es «harto tormento». Y si bien Teresa rehúye de toda suerte de sentimentalismos y remilgos afectados en cuestiones de fe y devoción, como puede verse en «personas tiernas que por cada cosita lloran», y a pesar de que, dice, «no soy nada tierna» y «tengo un corazón tan recio que, algunas veces, me da pena», son tan desaforados estos «deseos de ver a nuestro Señor», que «cuando el fuego de adentro es grande, por recio que sea el corazón», es inevitable largarse a llorar, aunque son lágrimas «confortadoras y pacifican» el alma. Por otra parte, «cualquier ocasión que sea para encender más este fuego la hace volar, y así, en esta morada, son muy continuos los arrobamientos», los que incluso pueden producirse a veces en público, sin que esté en uno el poder impedirlo.
Por lo demás, es común que la pena que deja el éxtasis de amor conviva no solo con el deseo de anunciar a Jesús entre la gente —y Teresa «se querría meter en mitad del mundo» para hacerlo y «dar voces publicando quién es este gran Dios»—, sino también con un singular, irrefrenable, y a veces penoso ímpetu de alabar a Dios allí donde uno se encuentre, que no se puede ni callar ni disimular, fruto del «júbilo», la «algarabía» y de «tanto gozo interior de lo muy íntimo del alma», como le sucedió también, según ella misma nos cuenta, a san Francisco de Asís al momento de ser abordado por unos ladrones, o a fray Pedro de Alcántara —coetáneo suyo—, con el consiguiente riesgo de ser tenidos por locos: «¡Oh, qué buena locura, hermanas, si nos la diese Dios a todas!»
El camino de la cruz
Pero hay otras penas de las que habla Teresa. Cuando pensamos en santos como ella, podemos suponer que están lejos de la realidad del pecado. Es cierto, la santidad de Dios en la que participan se manifiesta como una santidad moral, o sea, como un amor al prójimo y una lucha contra todo encierro y egoísmo, un combate contra el pecado, pero, por otra parte, Teresa lo ha dicho enfáticamente en las moradas terceras, cuidado con sentirse seguros. El «dolor de los pecados crece más mientras más se recibe de nuestro Dios», y la memoria que los trae consigo es como un cieno o un fango que se aviva, una gran cruz, que, al recordar las culpas pasadas, al evocar el sufrimiento de ingratitudes y miserias vividas en otros tiempos —«como yo he sido tan ruin»—, no alienta sino a pedir a Dios su auxilio cercano para no volver a verse «en estado tan miserable».
Puestos los pies en la tierra, aunque habitada por la vida del cielo, Teresa toma distancia también de los que son muy espirituales, de aquellos que habiendo sido conducidos «a cosas sobrenaturales y a perfecta contemplación», habiendo comenzado «a llegar a oración de quietud y a gustar de los regalos y gustos que da el Señor, paréceles que es muy gran cosa estarse allí siempre gustando», y querrían «no entender en otra cosa» como pasmados y absortos en las alturas, siempre a la expectativa de uno de estos grandes regalos de Dios, insertos en la abstracción de lo divino pero desasidos de este mundo, «y querríanse siempre estar allí, y no puede ser», «y no nos estemos bobos perdiendo tiempo por esperar lo que una vez se nos dio», «y no se embeban tanto», «que es larga la vida y hay en ella muchos trabajos». La santa ve con preocupación ceder a la tentación de huir de un Dios que se ha encarnado, ha entrado en la historia, se ha hecho uno de los nuestros: el camino, no debe olvidarse —señala—, es Jesús, por lo que nadie puede dejar de ejercitarse en la meditación de los misterios de su pasión y muerte, en sondear el amor inmenso que Dios ha tenido dándonos a su Hijo, y en hacer su voluntad y seguir sus mandamientos, «y a desear padecer algo por quien tanto padeció».
Visiones intelectuales
Es en las moradas sextas donde acontecen también, entre esas tantas «maneras con que despierta el Señor el alma» —como el arrobamiento o las locuciones de los que nos ha hablado ya Teresa—, lo que «llaman visión intelectual», y que acaece «estando el alma descuidada», estando en las cosas de la vida cotidiana, y no en el marco de una preparación especial, o en la oración, en un retiro, o meditando la Escritura. No. Teresa habla de que Dios despierta el alma allí donde la persona se encuentre, como si esta vida fuese un sueño, un estar adormecido, o distraído, sin saber de Él, como habitantes de un palacio cuyo anfitrión es desconocido o ignorado, el cual, no obstante, está cerca y al acecho, esperando…, en el centro de las moradas, y si él lo desea y quiere, puede irrumpir, como la flecha o una ola tsunámica, como el relámpago o el trueno, como una centella, como un cometa que cruza inopinadamente los cielos…, y despertarnos a lo que realmente ocurre, y es, y descubrirnos su Presencia en medio de nosotros, trastornando nuestra visión de las cosas y no dejando otra alternativa sino la de contemplar, fulminados y «embebecidos», las grandiosidades del amor.
Uno de estos despertares es la «visión intelectual», que sucede cuando se siente junto a sí «a Jesucristo nuestro Señor, aunque no se le vea «ni con los ojos del cuerpo ni del alma», una merced que «por ningún tesoro ni deleite de la tierra la trocaría», y que, cuando se quita esa presencia, entonces la soledad es mucha también. Algunas veces esta presencia no es de Jesús, sino «de algún santo», «o de la Madre gloriosísima», «y es también de gran provecho», y aunque no se vea nada, se sabe «con una grandísima certidumbre» quién es quién, si es Cristo o si es un santo, incluso en los casos en los que no habla, sino que simplemente está allí. Esta visión, que «dura muchos días, y aun más que un año alguna vez», «trae consigo un particular conocimiento de Dios; y de esta compañía tan continua nace un amor ternísimo con su Majestad».
Somos poca cosa «para entender las grandes grandezas de Dios», y no hay sino agradecer y alabar, y no se piense que por vivir algo así se es mejor que los demás, recalca Teresa. No, no, el más santo es el que más sirve y ama, y el Señor regala a veces estas gracias a los más flojos, y no a los más virtuosos. Que no se trata entonces de aprobar o condenar en razón de estas experiencias, pues el verdadero Juez tiene un juicio bien diferente «de lo que acá podemos entender».
En otras ocasiones, la visión intelectual se presenta repentinamente «estando el alma en oración», y por medio de ella «da el Señor a entender grandes secretos», como si pudiesen escrutarse en el mismo interior de Dios, «digo, estando dentro en él»—«adonde se le descubre cómo en Dios se ven todas las cosas y las tiene todas en sí mismo». Nos enteramos así de dos revelaciones a las que accedió la santa de Ávila. La primera de ellas es que pudo ver con claridad la maldad que hacemos. La segunda, que pudo ver que solo él «es la Verdad, que no puede mentir», y que nosotros somos mentirosos. En una oportunidad, «estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad». Entonces Teresa tuvo la visión de uno de estos secretos: «porque Dios es suma Verdad y la humildad es andar en verdad», «y quien esto no entiende anda en mentira». Por eso «andemos en verdad delante de Dios y de las gentes de cuantas maneras pudiéremos, en especial no queriendo nos tengan por mejores de lo que somos, y en nuestras obras dando a Dios lo que es suyo, y a nosotras lo que es nuestro».
Visiones en imágenes
Más adaptadas a nuestro modo de ser, «más conformes a nuestro natural», son las visiones en imágenes («visiones imaginarias»). No se trata de ver con los ojos del cuerpo —«con la vista exterior no sabré decir de ello ninguna cosa»—, sino de «la vista interior, que es la que ve todo esto». Jesucristo, así, le ha dejado contemplar su «humanidad de la manera que quiere», ya sea del modo como «andaba en el mundo, o después de resucitado», y a veces hasta puede hablar también, y «esta imagen gloriosísima» es tan «verdaderamente viva», que queda esculpida en la memoria con tan acendrada fuerza «que tengo por imposible» se pueda quitar «hasta que la vea adonde para sin fin la pueda gozar».
Sucede en un instante más intenso que la eternidad, y solo se puede mirar como se mira el sol —«con tanta presteza que lo podríamos comparar a la de un relámpago»—, como a «un resplandor de luz infusa» con destellos diamantinos, la vista «más hermosa y con mayor deleite que podría una persona imaginar», «que se da bien a conocer que es el Señor del cielo y de la tierra», y esos «ojos tan hermosos y mansos y benignos del Señor» parece no los podría «sufrir mi corazón», y es «tanto el sentimiento» del alma «que la deja sin sentir», y «es su presencia de tan grandísima majestad, que hace gran espanto al alma», por lo cual es común que la visión en imágenes se continúe en un arrobamiento.
Los rigores del amor divino
Podría pensarse que de tanto regalo que hace Dios de sí mismo, comunicando su amor por medio de tan subidas mercedes, el alma podría sentirse satisfecha y apaciguar su pena. «No, por cierto, está muy peor», y «crece mucho más el deseo, porque también crece el amar mientras más se le descubre lo que merece ser amado», y entonces puede suceder «venir de otra parte, no se entiende de dónde ni cómo, un golpe, o como si viniese una saeta de fuego» que «agudamente hiere» «en lo muy hondo e íntimo del alma», y la traspasa, y no hay como evitar dar «grandes gritos», y hay gran peligro de muerte, y aunque puede durar no más de tres o cuatro horas, y a veces solo quince minutos, «deja el cuerpo muy descoyuntado», «lo deja hecho polvos», y durante días quedan «grandes dolores» y ni siquiera restan fuerzas para escribir.
Los quebrantos del cuerpo se descubren pasado ya el terrible episodio, porque la herida producida en el alma no tiene comparación con ningún otro sufrimiento, de tal modo que durante esta implacable tribulación todo se concentra en esa lancinante pasión espiritual, de tal manera que no se percibe que el cuerpo también está siendo hecho «pedazos». Entre cuantos tormentos ha sufrido Teresa, corporales o espirituales, ninguno es comparable a este que nos cuenta en las últimas páginas de las sextas moradas, pero vale la pena, dice, por lo que ha de venir. «¡Oh, válgame Dios, Señor, cómo apretáis a vuestros amadores!» «Bien es que lo mucho cueste mucho», y cuánto más si se trata de «purificar esta alma para que entre en la séptima morada».
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