Convencer y convertir
Convencer y convertir
La vocación del cristiano es la santidad,
en todo momento de la vida.
-Juan Pablo II-
Cuando monseñor Marmillod fue nombrado Cardenal de Ginebra, había en esta ciudad muchos protestantes, calvinistas, que niegan la presencia real de Jesucristo en la eucaristía.
El cardenal tenía fama bien merecida de culto y santo. Un día invitó a los protestantes a que fuesen a oírlo a la catedral, dónde expondría la doctrina católica referente a la eucaristía y probaría la innegable verdad de la presencia real y constante de Jesucristo en el Santísimo Sacramento.
La catedral se llenó a rebosar. El discurso fue brillante y contundente. Los católicos salieron confirmados; los demás, inquietos.
Cuando el cardenal bajó del púlpito, el gentío comenzó a desalojar el templo; él subió las gradas del presbiterio y se postró ante el sagrario y allí se pasó un buen rato, a solas con Dios, pidiéndole por la conversión de los calvinistas.
La gente se fue marchando y el templo quedó vacío. Una señora protestante permaneció escondida tras una de las columnas observando a aquel cardenal que la había convencido: en la Hostia consagrada estaba Jesucristo. Parecía imposible, pero cierto. ¿Seguro?
Mientras daba vueltas a sus dudas la señora observaba al cardenal que, arrodillado aún, miraba al sagrario y movía levemente los labios como quien habla quedamente con una persona. Por fin se levanta, hace una genuflexión ante el sagrario y abandona el templo ensimismado, recogido.
Le sale entonces la señora al paso y, resumiendo en una frase el valor de la autenticidad de vida, le dice: «Vuestro discurso me ha convencido; vuestra piedad me ha convertido».
Querido amigo lector, debemos leer y estudiar para poder convencer y debemos identificarnos con Cristo, mediante la oración, para poder convertir.
Este es el gran desafío: Convencer y convertir.
El cardenal tenía fama bien merecida de culto y santo. Un día invitó a los protestantes a que fuesen a oírlo a la catedral, dónde expondría la doctrina católica referente a la eucaristía y probaría la innegable verdad de la presencia real y constante de Jesucristo en el Santísimo Sacramento.
La catedral se llenó a rebosar. El discurso fue brillante y contundente. Los católicos salieron confirmados; los demás, inquietos.
Cuando el cardenal bajó del púlpito, el gentío comenzó a desalojar el templo; él subió las gradas del presbiterio y se postró ante el sagrario y allí se pasó un buen rato, a solas con Dios, pidiéndole por la conversión de los calvinistas.
La gente se fue marchando y el templo quedó vacío. Una señora protestante permaneció escondida tras una de las columnas observando a aquel cardenal que la había convencido: en la Hostia consagrada estaba Jesucristo. Parecía imposible, pero cierto. ¿Seguro?
Mientras daba vueltas a sus dudas la señora observaba al cardenal que, arrodillado aún, miraba al sagrario y movía levemente los labios como quien habla quedamente con una persona. Por fin se levanta, hace una genuflexión ante el sagrario y abandona el templo ensimismado, recogido.
Le sale entonces la señora al paso y, resumiendo en una frase el valor de la autenticidad de vida, le dice: «Vuestro discurso me ha convencido; vuestra piedad me ha convertido».
Querido amigo lector, debemos leer y estudiar para poder convencer y debemos identificarnos con Cristo, mediante la oración, para poder convertir.
Este es el gran desafío: Convencer y convertir.
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