Fue erudita, influyente y polémica como Hipatia, pero no le harán una película
RODOLFO VARGAS RUBIO
En torno a la Edad Media persisten aún –a pesar de las investigaciones que han sacado a la luz su gran complejidad como período histórico y su extraordinario dinamismo– prejuicios simplistas provenientes de la propaganda iluminista, que despachó mil años de Historia como si hubieran constituido una época uniforme caracterizada por la barbarie y el obscurantismo. De ahí la expresión aún dominante en el vulgo de “Edad de las Tinieblas” y el empleo de ciertos adjetivos, como “medieval”, feudal” y “gótico” (que se hacen equivalentes cuando no lo son), en sentido peyorativo para definir algo que se considera atrasado, tosco, rudimentario e incivilizado.
Uno de los grandes tópicos de este concepto acrítico del Medioevo es el del supuesto sojuzgamiento de las mujeres, que no sólo habrían desempeñado un papel completamente subalterno en la sociedad de este período de la Historia, sino que ni tan siquiera eran reconocidas como seres humanos al haberles negado la Iglesia durante siglos la posesión de un alma. Este disparate sigue sosteniéndose hoy –contra el testimonio fehaciente de la Historia– por sesudos comentaristas mediáticos que no saben explicar cómo es que la Iglesia podía considerar capaces de ser bautizados y de recibir los sacramentos e incluso suponer libres para emitir votos religiosos y hasta canonizar a seres desprovistos de alma.
La gran historiadora francesa Régine Pernoud –el centenario de cuyo nacimiento se ha cumplido este año– dedicó la mayor parte de su vida a reivindicar la Edad Media como lo que realmente fue: una época heterogénea y polícroma, rica en matices y contrastes, hecha de flujos y reflujos. A través de sus libros contribuyó decisivamente a disipar las tinieblas que envolvían a esa presunta “Edad de las Tinieblas” y a acabar con las estupideces que se han escrito y dicho a cuenta de unos siglos fecundos en grandes personalidades, sorprendentes logros y acontecimientos decisivos, que influyeron positivamente en la evolución de la humanidad.
Regine Pernoud prestó especial atención al estatus de las mujeres en la Edad Media, descubriendo y demostrando que, lejos de haber sido un colectivo desfavorecido, sometido y humillado, gozó, en cambio, de una posición de privilegio sin precedentes y que llegaría incluso a perder en épocas consideradas comúnmente más adelantadas. Y esto fue así no sólo en los estamentos elevados de la sociedad medieval (el clero y la nobleza), sino también en el estado llano y en la incipiente burguesía. Tres personajes femeninos a los que ella biografió reflejan el influjo a veces decisivo que tuvieron las mujeres de esos distintos niveles: la humilde Juana de Arco, la poderosa Leonor de Aquitania y la abadesa Hildegarda de Bingen. Hoy queremos fijar nuestra atención en esta última, cuya festividad se celebra precisamente en la fecha.
La idea que se tiene generalmente de las monjas y religiosas es que se trata de una suerte de sirvientas en la Iglesia, mujeres por lo común poco ilustradas, dadas a los rezos y a las labores y destinadas a sufragar las necesidades materiales del clero masculino y a realizar las tareas que no se consideran dignas del estado sacerdotal. Son útiles porque su trabajo, al ser por amor de Dios, es gratuito y desinteresado. Prescindiendo del hecho de que en algunos casos desgraciadamente está justificada esta impresión, la verdad es que por lo que respecta a la Historia, el monacato femenino fue en el pasado y especialmente en la tan denostada Edad Media, un brillante espacio de libertad para las mujeres. Y no sólo de libertad, sino también de poder. Las monjas medievales no sólo podían llegar a ser mujeres de gran cultura y ascendiente; también llegaron en algunas ocasiones a predominar sobre los varones, como lo atestigua la existencia de los monasterios dobles de monjes y monjas bajo el gobierno de una sola abadesa (la orden de Fontevrault, por ejemplo), y de los capítulos de canonesas nobles cuya superiora tenía jurisdicción cuasi-episcopal con poder de anillo y báculo (como las Damas Nobles de Remiremont). La historia de Hildegarda de Bingen es muy ilustrativa de esta situación favorable de las mujeres consagradas a Dios.
Nació en 1098, época de gran efervescencia política y religiosa, en medio de la Querella de las Investiduras y del entusiasmo de la Cristiandad despertado por la Primera Cruzada. Fueron sus padres los señores libres (Edelfreien) Hildebert y Mechtilde de Bermersheim, localidad renana que constituía el solar familiar, dependiente directamente del Emperador. Como la décima de diez hermanos, fue destinada a la vida religiosa en calidad de “diezmo” a la Iglesia. A los ocho años se la confió a los cuidados de una joven monja (sólo unos seis años mayor que ella) llamada Jutta von Spanheim (10911136), que hacía vida anacorética como “emparedada” en una celda anexa al convento de monjes benedictinos de Disibodenberg, donde recibía su sustento a través de una ventanilla, único contacto con el exterior. Allí aprendió Hildegarda a leer y escribir, el latín necesario para recitar y comprender los salmos, el canto para ejecutar el Opus Dei (la “obra de Dios”, como se llamaba al oficio de las horas canónicas), y el tañido del salterio (especie de cítara).
También fue iniciada en las prácticas ascéticas, de las que Jutta se mostraba severa observante (iba descalza en el crudo invierno alemán, llevaba ceñida a la cintura una pesada cadena, se flagelaba y ayunaba). Hildegarda asimiló el espíritu de mortificación de su maestra, aunque más tarde, siendo ya abadesa, se mostraría partidaria más bien de practicarla con moderación. En todo caso, el mundo espiritual le era muy familiar a la joven pupila, que desde la infancia era gratificada con visiones, aunque éstas no implicaban un rapto del alma o el éxtasis en ella, que declaraba ser perfectamente consciente cuando las tenía. Esta vida sencilla y en soledad era muy de su agrado, pues le permitía cultivar su alma, lejos de las seducciones del mundo.
En la festividad de Todos los Santos de 1112, Jutta, Hildegarda y dos pupilas más que se les habían unido, constituyeron la comunidad femenina de Disibodenberg con la primera como maestra, con lo que el lugar pasó a ser un monasterio doble, de monjes y monjas separados por la iglesia abacial. Confesor de las religiosas fue el monje Volmar, que se constituyó en el segundo preceptor de Hildegarda. Gracias a él tuvo ésta la oportunidad de acceder a la biblioteca monástica, dedicándose al estudio de las Sagradas Escrituras y de otras materias en las que no pudo instruirle Jutta, a la que describiría como “mujer indocta”. Mucho hubo de leer, como se percibe por sus escritos, ricos en ideas y de una gran erudición. En 1115 pronunció sus votos religiosos, que fueron recibidos por un santo: Otón I de Mistelbach, obispo de Bamberg y canciller del Sacro Imperio, que sería venerado como el apóstol de Pomerania, que se convirtió al cristianismo gracias en parte a su predicación.
Al morir Jutta en 1136, Hildegarda fue elegida unánimemente como nueva maestra por las monjas, cuyo número, entretanto, se había acrecentado. El abad Kuno quiso que, además, fuera priora (hasta entonces Volmar había sido el superior responsable de la comunidad femenina). Pero Hildegarda deseaba más libertad para ella y sus monjas y, convencida de estar inspirada por Dios, en 1348 pidió al abad que les permitiera marchar a fundar un nuevo monasterio en Rupertsberg en Bingen del Rin, a lo que aquél se negó. Entonces recurrió ella a Enrique I Félix von Harburg, arzobispo de Maguncia, que le dio su aprobación. Sin embargo, Hildegarda cayó enferma, presa de una parálisis que la retuvo inmóvil en cama hasta que el abad Kuno, viendo en ello una señal del cielo, cedió. En 1150, recuperada tan rápidamente como había enfermado, se trasladó a Rupertsberg con veinte monjas. Libre de la dependencia directa de los monjes de Disbodenberg, el monasterio de Bingen fue sabiamente administrado por su abadesa, que gozó de una considerable autonomía, gracias a la cual pudo hacer frecuentes viajes por Francia y Alemania para predicar. Su espíritu naturalmente curioso y ávido de conocimientos (dos características que hacen de ella una precursora de los humanistas) sacó gran provecho de estos desplazamientos.
La comunidad de Bingen atrajo pronto nuevas vocaciones, alcanzando el número de cincuenta monjas. La aristocracia del lugar comenzó a enviar allí a sus hijas, las cuales no se sintieron obligadas a abandonar algunas prácticas de su anterior vida en el siglo. Ello introdujo una cierta relajación que fue atajada por Hildegarda, que fustigó la excesiva autocomplacencia de algunas de sus aseglaradas religiosas. Atenta siempre al estricto cumplimiento de la regla de san Benito, basado en la máxima “Ora et labora” (“Reza y trabaja”), impuso una disciplina basada en el cultivo de la liturgia y en las manualidades. Quería que su comunidad supiera lo que rezaba y estuviera penetrada de las Sagradas Escrituras (por eso se la puede considerar como una precursora del movimiento litúrgico). En cuanto al trabajo, ella misma se impuso la tarea de iluminar manuscritos, lo que realizaba con gran destreza. Pero el espíritu benedictino también contemplaba la dedicación al estudio y en esto sobresalió y dio ejemplo.
Su afán de saber la llevó a abordar las más variadas materias: filosofía, teología, biología, medicina, zoología, botánica, música, lingüística, poesía… Era una auténtica polímata, un espíritu poliédrico, como lo sería Leonardo algunos siglos después. Como éste (que escribía al revés sus apuntes, de modo que sólo se podían leer poniéndolos ante un espejo), se creó un método críptico de escritura, inventando el alfabeto de lo que ella llamaba su Lingua ignota, en la que escribía y se comunicaba frecuentemente con sus monjas (propiciando así una íntima solidaridad entre ellas). Sus escritos musicales, científicos y literarios están contenidos en dos manuscritos: el de Dendermonde (copiado bajo su supervisión en Rupertsberg por el monje Volmar (que se había convertido en preboste de Bingen y secretario y amanuense de Hildegarda) y en el códice de Riesen (que es del siglo XIII).
Sus obras espirituales y místicas están repartidas en una trilogía que comprende: Scivias (Conoce los caminos), Liber Vitae Meritorum (Libro de los Méritos de la Vida) y Liber Divinorum Operum (Libro de las Divinas Obras). El primero contiene la relación de veintiséis visiones, divididas en tres secciones que reflejan el orden trinitario. Sin embargo, no se trata de una obra de especulación, sino que pretende ser una instrucción y guía para alcanzar la salvación. Hildegarda, que, como veremos, se involucró en las cuestiones políticas y sociales de su época, se sentía como los profetas del Antiguo Testamento, cuyo estilo admonitorio y exhortativo se adivina en el texto, que fue puesto a punto hacia 1152, gracias a la diligencia de Volmar, no sin la previa aprobación del papa Eugenio III en el sínodo de Tréveris de 11471148. Como dato curioso cabe consignar que las vívidas descripciones de los fenómenos físicos que acompañaban sus visiones, dieron lugar a que el conocido neurólogo Oliver Sacks las atribuyera a la migraña que parece ser padecía la santa. Tanto el Scivias como el Liber Divinorum Operum están profusamente iluminados. Junto con el Liber Vitae Meritorum constituyen una valiosa fuente para conocer la vida espiritual y la teología mística de su autora. En su tiempo tuvieron una gran difusión, hasta el punto que le granjearon el título de Sibila del Rin. También ejercieron un poderoso influjo en otras escritoras místicas, como Elisabeth von Schonau (11291264).
Hildegarda mantuvo correspondencia con los personajes más importantes de su época: entre ellos papas como el ya citado Eugenio III y Anastasio IV, el emperador Federico Barbarroja, Enrique II de Inglaterra y su esposa Leonor de Aquitania (otra mujer fuera de serie), el abad Suger de Saint-Denis (hombre de Estado y consejero de Luis VI y Luis VII de Francia) y san Bernardo de Claraval. Se mantuvo siempre atenta a los acontecimientos de su tiempo. Pero también se escribió con gentes de todos los estados, que le enviaban cartas pidiéndole consejos y oraciones, que ella nunca negaba. Parece increíble cómo pudo esta abadesa conjugar sus deberes de gobierno monástico con sus estudios, el cultivo de sus relaciones políticas, la redacción de sus visiones y la atención a un público cada vez mayor. Pocas personas, a la verdad, tienen tal capacidad de trabajo: en tiempos modernos sería comparable a un Pío XII.
La abadesa de Bingen era, como santa Teresa, “tanto más humana cuanto más divina y tanto más divina cuanto más humana”. Tuvo sus afectos y su temperamento. Entre las personas que gozaron de su especial predilección estuvieron el monje Volmar, su secretario y la monja Ricardis von Stade, su asistente personal. Era ésta de noble familia, hermana del arzobispo Hartwig I de Bremen. Éste quiso que su hermana fuese a fundar un nuevo monasterio, a lo que se opuso Hildegarda con todas sus fuerzas, pues no quería desprenderse de su fiel colaboradora. Escribió cartas bastante atrevidas para estar dirigidas a un prelado y apeló incluso al Papa. Ricardis acabó marchándose, pero, arrepentida, quiso volver al lado de su antigua abadesa, impidiéndoselo la muerte. Hildegarda fue acusada de lo que hoy se llamaría elitismo, pues exigía que las aspirantes a entrar en su abadía fueran mujeres inteligentes, no queriendo admitir a ignorantes o bobas. Para contrarrestar las habladurías, fundó en 1165 el monasterio de Eibingen, sobre el emplazamiento de un monasterio doble bajo la regla de san Agustín, que había sido establecido en 1148 por Marka de Rüdesheim, aunque pronto quedó desierto. Allí admitió a treinta monjas de humilde origen y fue tal su dedicación a ellas que dos veces por semana iba de Rupertsbetg a Eibingen para visitarlas y guiarlas.
Poco antes de morir, protagonizó Hildegarda un suceso que da la talla de su intrepidez. Habiendo muerto un noble excomulgado, permitió que se le diera sepultura en el monasterio y cuidó que se le hicieran exequias, lo cual contravenía las leyes vigentes sobre la sepultura en sagrado. Adujo que Dios se lo había permitido en una comunicación sobrenatural. Pero las autoridades eclesiásticas intervinieron e intimaron a la abadesa a que exhumara el cadáver, enviando unos oficiales a que supervisaran el cumplimiento de la disposición. Hildegarda, lejos de arredrarse, se mantuvo firme y ocultó la lápida para que los restos no fueran desenterrados, lo cual le valió el entredicho pronunciado sobre toda la abadía, siendo prohibida la música y el canto en la vida litúrgica de la comunidad. Aquélla respondió enviando a sus superiores un tratado sobre el significado teológico de la música, lo que causó gran admiración. Después de una laboriosa investigación de los hechos, el entredicho fue levantado, resplandeciendo la caridad y la valentía de la abadesa.
Hildegarda de Bingen, murió a consecuencia de una apoplejía el 17 de septiembre de 1179, a la edad de ochenta y un años, alcanzando, pues, una longevidad notable para la época a pesar de haber sido siempre de salud delicada. Se cuenta que entonces aparecieron dos arcoíris entrecruzados formando una cruz sobre la bóveda celeste. Al año siguiente de su muerte el monje Theoderich de Echternach escribió una Vita de ella en base a los testimonios de sus monjas. Se la quiso canonizar, siendo introducida su causa en 1227, pero sus roces con la autoridad eclesiástica detuvieron el proceso, que cayó en el olvido. Sin embargo, el cardenal Baronio introdujo su nombre en el Martirologio Romano en el siglo XVI, lo cual ratificaba implícitamente el culto que se le tributaba informalmente. Éste sería aprobado en 1940, reinando Pío XII. En 1979, al cumplirse el octavo centenario de su muerte, Juan Pablo II envió una carta al cardenal Hermann Volj, obispo de Maguncia, en la que la llama “luz de su gente y de su época”, “mujer excepcionalmente ejemplar” y “santa esclarecida”. Hay quien quiere que sea declarada Doctora de la Iglesia, para lo cual no le faltan ciertamente méritos. Recordemos hoy, pues, a este ilustre personaje de la Edad Media de la calumniada y fascinante Edad Media.