«La puerta para entrar en este castillo es la oración»
por Cerca de ti
Las moradas primeras
Por los caminos de España, por los caminos de Dios
Cinco años antes de su muerte, y por pedido tanto de su superior como de su confesor, Teresa aceptó volver a escribir un libro de oración destinado a las hermanas carmelitas descalzas. Quince años antes había escrito el libro de la Vida, pero la Inquisición lo tenía bajo estudio. De todos modos se trata de dos libros completamente distintos: Las Moradas (o llamado también Castillo interior) es un tratado sobre la oración más madurado gracias al paso del tiempo, como ella misma reconoce, pero la Vida es superior desde el punto de vista literario, porque Teresa multiplica las anécdotas, su pluma se vuelve más espontánea y chispeante, y porque no solo refiere el itinerario espiritual hacia las alturas divinas, la biografía interior, sino también su niñez y juventud antes de entrar al convento de la Encarnación, en Ávila. Bueno, habrá tiempo para acercarse a la Vida en otra oportunidad.
Desde que había fundado en Ávila el convento de San José en 1562, esta «fémina inquieta y andariega» —así la calificó el nuncio de entonces— recorría toda España arriba de una carreta y no cesaba de fundar nuevas casas, al tiempo que sorteaba y sobrevivía a mil intrigas, persecuciones, calumnias, denuncias y enfrentamientos cruzados entre carmelitas calzados y descalzos, es decir, entre dos formas de vivir la espiritualidad de la Orden. Teresa, junto a San Juan de la Cruz, había iniciado la reforma y representaban a los descalzos. En estos momentos se encuentra en Toledo, confinada en el convento de San José del Carmen, siguiendo las disposiciones de Roma. No tiene muchas ganas de escribir, pero no le dejan escapatoria. Sin embargo, cuando hubo terminado Las moradas, se sintió muy satisfecha por lo que consiguió expresar en estas páginas.
Santa entre santos
Esta obra, cumbre de la mística cristiana de todos los tiempos, fue escrita en apenas dos meses por una mujer entreverada en la barahúnda —palabra que tanto le gusta— de su tiempo y de sus agitados días sin descanso y plagados de sobresaltos. El siglo XVI era incierto en las ideas que iban y venían, como los barcos que surcaban los mares entre el viejo y el nuevo mundo, pues la tierra había crecido y era más grande de lo que se pensaba. Teresa vio partir uno a uno a sus hermanos hacia América. Una grieta se había abierto en la cristiandad con la reforma protestante, y grandes corrientes se agitaban en el seno de la Iglesia. El gran Concilio de Trento, que se extendió por casi veinte años, que renovó y relanzó la fe católica hacia el futuro, había concluido apenas 15 años antes de Las moradas.
Teresa fue canonizada en 1622, solo cuarenta años después de su muerte, junto con cuatro grandes santos más —tres españoles y un italiano—: san Isidro Labrador, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y san Felipe Neri, que había nacido, como ella, en 1515. Los tres últimos fueron contemporáneos suyos.
El castillo interior
Confiesa Teresa que no se le ocurría cómo abordar la tarea encomendada hasta que, habiéndole suplicado al Señor, le sobrevino una imagen: «considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas». ¿Cuántas?: «no consideren pocas sino un millón».
Hagamos una aclaración sobre la palabra «alma» para poder entender a la santa y la fe cristiana en general. Muchas veces la vemos empleada denotando algo que pudiese estar adentro del cuerpo, como si la persona estuviera compuesta de dos partes: un cuerpo y un alma. Teresa, por supuesto, no lo entiende así. Cuando ella dice «las almas», está diciendo, simplemente, «las personas»… Pero la palabra «alma» tiene una personalidad propia, un matiz que la distingue de otras que podemos usar para referir a las personas: recuerda que nuestras vidas están abiertas al encuentro con Dios, o que tienen deseos de felicidad muy alta que ellas mismas no pueden satisfacer, o que añoran las cosas más hermosas que se despiertan en el corazón. El alma hace referencia a lo profundo y misterioso de nuestra existencia, y por lo mismo, tan difícil y delicado de nombrar.
Entre la multitud de moradas que conforman el palacio, hay una —agrega Teresa—, «la más principal adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma», pues allí se encuentra el que Teresa llama «el Rey», o «su Majestad», o «el grande y rico emperador», o «la fuente», o «el sol resplandeciente que está en el centro del alma», o «el muy buen vecino», o «el mejor amigo»…
«En tan precioso lugar»
Por medio de la presentación de esta imagen Teresa busca despertar la conciencia de lo que somos, incluso para la gente de aquella época, empapada de la cultura católica, y que se supone compartían este punto de partida. En principio parece no decir nada nuevo. Nosotros sabemos que somos habitados por el Espíritu Santo, el dulce huésped del alma, como dice el Veni Sancte Spiritus, la secuencia de Pentecostés.
Sí, es cierto, pero aquí viene la jugada de Teresa: ¿y por qué no entrar en el castillo? ¡Ah! Pero si el castillo es tu misma vida, te preguntarás cómo voy a invitarte a entrar en él. «Parece que digo algún disparate», pues «parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza estando ya dentro», pero, hay modos «de estar a estar: que hay muchas almas que se están en la ronda del castillo»… Hay muchas maneras de vivir tu vida: podrías llegar a vivirla sin entrar jamás en ella.
Este es el punto provocativo de Las moradas: ¿qué vida estás viviendo? ¿Una vida superficial, por fuera de ti mismo o realmente estás viviendo algo que vale la pena? Con la invitación a entrar dentro de sí está señalando distintos niveles en que uno puede vivir, a la vez que exhorta a tomar una decisión libre, y a no hacerse el distraído. Que hay muchos, dice, que por no entrar, «ni saben qué hay en tan precioso lugar, ni quién está dentro, ni aun qué piezas tiene».
Teresa frente al lector
Se trata, como vemos, de conocerse a sí mismo: «¿No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no entendamos a nosotros mismos?». La vida puede ser mucho más hermosa de como la estás viviendo. Si solo entraras en ella. No olvides que tiene una dignidad inigualable.
La inquietud en el lector se enciende ya en la primera página. Si uno no cree en Dios puede preguntarse: ¿hay algo que sea el centro inspirador de mi vida, donde «pasan las cosas de mucho secreto»? ¿Qué cosa o quién ocupa ese aposento en el que los cristianos dicen que vive su Dios? Teresa conduce la atención a la gran pregunta sobre el presente que cada lector está viviendo: ¿qué es lo que te hace feliz?
En cuanto al creyente, si se sentía atraído inicialmente en el libro por la información «mística» que pudiera encontrar allí, ve inesperada y rápidamente implicada su propia fe en el juego planteado por Teresa: ¿estaré viviendo fuera o dentro del castillo?, ¿viviré acaso mi fe como algo ajeno a lo que creo de verdad, manteniéndome en la ronda del castillo?, ¿no son otras cosas las que me mueven en la realidad? Son preguntas que crecen en relación directa con el interés suscitado por la imagen de las moradas —la expectativa por el viaje interior, la curiosidad por lo que habrá de encontrarse en las distintas etapas…—.
La invitación a entrar
Con la lectura de la primera página queda ya instalada en el lector la sensación de que continuar con este libro significará confrontar la propia vida con esas palabras que —aunque dichas en un tono coloquial y amistoso, y animadas y aligeradas por el interminable humor e ingenio con que Teresa refresca la gravedad del asunto que trata— van directo al corazón, y no resulta fácil decir «esto a mí no me toca».
Y «la puerta para entrar en este castillo es la oración; pues pensar que hemos de entrar en el cielo y no entrar en nosotros, conociéndonos y considerando nuestra miseria y lo que debemos a Dios y pidiéndole muchas veces misericordia, es desatino».
Sí, misericordia, porque si bien es importante en las primeras moradas el empeño que pongamos, no podemos sin Dios, como lo dirá taxativamente la santa en varias ocasiones. Si no entramos en el castillo interior por la oración, permaneceremos en la oscuridad de una vida que pudo desarrollarse en su plenitud: «jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza y, mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes». Porque «mientras estamos en esta tierra, no hay cosa que más nos importe que la humildad». Pero cuidado, este camino de interioridad no es un escondimiento ni un escape, sino que, por el contrario, conduce al doble mandamiento del amor, pues «la perfección verdadera es amor de Dios y del prójimo».