Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Te basta mi gracia

por Alejandro Campoy

Aquel hombre estaba desesperado. Se había rendido completamente. Su alcoholismo se le aparecía como una montaña infranqueable, un muro insalvable ante el que nada cabía hacer ya. Sus últimas recaídas habían acabado por completo con cualquier asomo de esperanza. En su desesperación, clamó a Dios: "Dios mío, es imposible vivir así, no puedo acabar con ésto, ¿acaso Tú no puedes librarme de ello?". Furioso, se respondió a sí mismo: "¡no, no puedes!. No hay Dios". "Para que no tenga soberbia, me han metido una espina en la carne: un ángel de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio. Tres veces he pedido al Señor verme libre de él; y me ha respondido: «Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad.»" (2 Cor, 7b, 10) Aquel hombre abandonó su hogar resignándose a su suerte, a terminar de mala manera vagando por las calles, tal vez dando con sus huesos en la cárcel, y en cualquier caso con el horizonte final de aparecer muerto en cualquier lugar. Se dirigió a la costa y encontró una ocupación estacional. Debía encargarse de los amarres de las pancartas que arrastran las avionetas publicitarias por las playas durante el verano. Hasta que un mal día cayó desde la avioneta al despegar quedando tetrapléjico. Su mujer fue a verle al hospital. Tras unas breves palabras de saludo y con el deseo de animarle, la mujer le dijo suavemente al oído: "piensa que tienes mucha suerte, tus problemas con el alcohol se han terminado para siempre". El rostro del hombre se transformó en un mudo grito, y ya en soledad increpó a Dios nuevamente: "¿es éste tu poder, quitarme mi alcoholismo dejándome tetrapléjico?". Y en su interior resonaron unas palabras: "te bastaba mi gracia, pero en uso de tu libertad la rechazaste". El hombre gritó de nuevo "¡mentira, yo ya no podía hacer nada más, era completamente imposible!". De nuevo la respuesta vibró en él: "lo que no es posible para el hombre, es posible para Dios". Y ese poder no pasa por quitar el aguijón, sino por enseñar al hombre a caminar con él, con su cruz. Pero hoy el mundo del bienestar ha prohibido tajantemente la posibilidad de vivir así. Todo aquello que suponga un displacer, debe ser eliminado. Si aparece un embarazo no deseado, elimínese. Si se contrae algún tipo de enfermedad, elimínese. Si se dan taras o minusvalías hereditarias, elimínense. Todo lo que suponga la evidencia de la condición doliente, limitada y mortal del hombre, elimínese. Lo que jamás puede admitirse es que esas cosas sigan conviviendo entre nosotros. Y sin embargo, la verdad reaparece por sí sola, incluso secularizada y laica: todos los psicoterapeutas repiten como loros el mantra sagrado de todas las terapias: "tendrá usted que aprender a vivir con ello". Sea en la atención a enfermos crónicos, en la atención a los familiares de las víctimas de alguna catástrofe, natural, bélica o del tipo que sea; en la atención a todo tipo de adictos de todas las clases, el mantra se repite invariablemente: "tendrá usted que aprender a vivir con ello". Pero la política oficial se empeña en negarlo una y otra vez: bienestar, bienestar, bienestar. "Te basta mi gracia". Y la palabra de Jesucristo aún dice algo más, mucho más. Porque no se trata sólo de "aprender a vivir con ello", sino de algo que para el cristiano es de mucha mayor importancia, como es la propia salvación. Porque ese aguijón de la carne, sea el que sea para cada uno, no es otra cosa que la garantía completa de que se permanece en el camino de seguimiento a Jesucristo, que sólo transcurre por los aledaños del Gólgota. Cualquier rechazo a la cruz es un rechazo a Dios. Y es un rechazo a Dios precisamente porque la imperiosa necesidad que como humanos sentimos de quitarnos nuestro particular aguijón de la carne sólo es una manifestación de nuestro también imperioso deseo de ser Dios. Es tratar a Dios como a un lacayo a nuestro servicio, es exigirle que nos atienda eliminando nuestras incomodidades, es pretender ser nosotros mismos Dios usurpando su lugar, y es en definitiva la soberbia de glorificarnos con nuestros actos y palabras, dando testimonio al mundo de "lo bueno que soy yo". Y en eso no se puede caer, y para eso, y comenzando por la misma Iglesia Católica, se muestran al mundo, a la vista de todos, esas llagas causadas por la miseria y el pecado propio de todo lo humano. Y precisamente cuando la Iglesia muestra públicamente sus llagas, sean en forma de pederastias o de lo que sea, está mostrando la terrible debilidad y miseria de los hombres que la componen, por lo que está mostrando también la gran fuerza del Único que la tiene, del Único al que se debe glorificar. Pero este lenguaje es incomprensible para los esclavos del bienestar. Ni siquiera es necesario que lo entiendan, por eso hay que seguir pidiendo perdón.
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