El secreto (I)
por Alejandro Campoy
¿Qué clase de modelo de persona hemos creado para que algo tan terriblemente estúpido pueda arrastrar a millones de seres humanos? Encabezo esta entrada con la pregunta exacta que me formulé cuando pude informarme con un cierto detalle del contenido del actual “best seller” entre las obras de no-ficción de nuestro verano de 2009. El libro en cuestión, “El secreto”, fue publicado en España en febrero de este mismo año, siendo la versión original inglesa de principios de 2007. Es un caso curioso en cuanto a la mercadotecnia, pues se ha difundido casi exclusivamente a través de Internet, principalmente en foros y listas de correo. En cuanto a los aspectos técnicos de su comercialización, el éxito mundial que ha tenido el libro recuerda casi como un calco al famoso “Es fácil dejar de fumar”, de Allen Carr, y se inscribe de igual forma en la vastísima literatura circulante hoy etiquetada de un modo bastante ligero como “libros de autoayuda”. Pero existe una diferencia de grado con la mayoría de estas obras. “El secreto” es un libro que se orienta e incide en lo más hondo y personal que tenemos los seres humanos: nuestras convicciones íntimas, nuestro sistema de referencias existenciales, nuestra cosmovisión, nuestra espiritualidad y el conjunto de respuestas elaboradas o encontradas ante nuestra imperativa necesidad de sentido. Y la gran repercusión mundial del mismo sólo se explica por dos condiciones preexistentes: la gigantesca necesidad de respuestas de un modelo de hombre completamente vacío y la oceánica ignorancia general en lo relativo a formación humana de nuestras sociedades actuales. Pero nada de esto parece ser motivo de reflexión para nuestras clases dirigentes, más bien todo lo contrario; la ficción a la que hoy llamamos democracia se asienta sobre un tipo de individuo-masa completamente despojado de sí mismo y de fácil manejo. Básicamente, el libro se articula en torno a un principio llamado la “ley de la atracción”: consiste en en dar por supuesto que el tipo de pensamientos, de productos mentales que cada ser humano es capaz de traer a la consciencia y de hacer visible en su imaginación, es contestado por el Universo de forma positiva dando lugar a la aparición en la realidad de aquello que previamente hemos visualizado en nuestra imaginación. La propia autora, Rhonda Byrne, lo califica como si se tratara del genio de la lámpara de Aladino. Se postula a los seres humanos como copartícipes del proceso de creación de la realidad, que es contínuo en todo el Universo a través del tiempo; siguiendo el modelo de equivalencia entre materia y energía postulado en la relatividad general de Einstein, se lleva esta equivalencia también al pensamiento: lo que se piensa forma parte también de la realidad del Universo, y así éste responde dando respuesta, siempre positiva, a los deseos y pensamientos de cada cual. El Universo no entiende los pensamientos negativos, por lo que no hay que visualizar temores, sino deseos positivos. Naturalmente, este principio de la “ley de la atracción”, cuyo origen hay que rastrar en las postrimerías del siglo XIX, viene envuelto en un ropaje totalmente cientifista, puesto en relación con el universo cuántico que nos describe la física de partículas y elaborado como si de un modelo cosmológico matemático se tratara. En cierto sentido, apareció a la sombra de los primeros modelos holistas de la realidad de principios del siglo XX y de obras de una profundidad tan insondable como “Proceso y realidad” de Withehead y la posterior “teología del proceso”. A esto se le añade un matiz iniciático con la incorporación de ciertas técnicas de aprendizaje en el uso y manejo de la “ley de la atracción” para añadirle el indispensable carácter gnóstico que hoy resulta casi imprescindible; se le superpone el conveniente barniz orientalista en el uso y manejo de esas ténicas de modificación cognitiva, y se remata el pastel incorporando una lista de ilustres personajes que, conocedores de “el secreto”, han conseguido en éxito total en todos esos ámbitos que los horóscopos definen como altas prioridades vitales: salud, dinero, amor, poder. La resultante es un producto que no resiste ni el primer soplo de una crítica un mínimo racional, elaborado a base de simplismos presentados como “verdades científicas”, que ahorra al consumidor la necesidad del análisis y la crítica, lo que aumenta de un modo exponencial sus posibilidades de difusión viral y, en definitiva, que evita al sujeto cualquier asomo de la molesta tarea de pensar y de trabajar por ser uno mismo. Y a lo que hay que prestar especial atención es precisamente al hecho de que semejante estupidez esté arrastrando hoy a millones de personas hacia un abismo del “no-ser” que difícilmente puede tener otra solución que una crisis, pero no una simple crisis económica, sino algo bastante peor. Y de esto me ocuparé en la segunda parte de este artículo.
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