Miércoles, 30 de octubre de 2024

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COLGARME DEL CUELLO

COLGARME DEL CUELLO

por Una fe con chispa

COLGARME DEL CUELLO

«Porque tú, Señor, eres bueno y perdonador,
 y grande en misericordia para con todos los que te invocan»
(Salmo 86,5) 

         Explicaban a un chavalín la historia de Judas, su remordimiento y el triste final al colgarse de un árbol.

          —Tú, si hubieras tenido la enorme desgracia de traicionar a Jesús, ¿habrías hecho como Judas?
         —Pues sí.

         Consternación.

         —¿Habrías ido a colgarte como él?
         —Pues sí, ya lo creo. Solamente que yo, en vez de colgarme de un árbol, habría ido a colgarme del cuello de Jesús, suplicándole que me perdonase.

          Indudablemente el niño no tenía un concepto teológico de la misericordia, pero intuía perfectamente lo que le decía su corazón: «Jesús me ama y, por eso, me perdona».

          Ya Clemente de Roma, o san Clemente I, escribió a los corintios: «El Padre bueno y misericordioso en todo siente aprecio por quienes lo temen; con gusto y alegría concede muestras de su gracia a quienes acuden a él con corazón inocente».

          La vida humana debe fructificar, y renunciar a este supuesto nos aboca al nihilismo, al sinsentido de la condición humana. Y fructifica cuando practica la regla de oro: «No hagas a otros lo que no quieras para ti».

        Se trata de que en el día a día y con toda naturalidad, hagamos a los demás lo que uno, en las mismas circunstancias, esperaría y desearía de otras personas. Es decir, que la compasión, la empatía, el altruismo recíproco y la clemencia formen parte de nuestro diario actuar.

          Pero tenemos un gran peligro para hacer vida esta regla de oro:  el conformismo mundano de los cristianos.

          En la misa matinal de Santa Marta del 31 enero 2015, el papa Francisco dijo: «¡Eh!, pero están ahí, quietos, y sí, son cristianos, pero perdieron la memoria del primer amor. Y, sí, han perdido el entusiasmo. Además, han perdido la paciencia, ese tolerar las cosas de la vida con el espíritu de amor de Jesús; aquel tolerar, que lleva sobre sus hombros las dificultades. Los cristianos tibios, pobrecitos, están en grave peligro».

          Para huir de este grave peligro y movernos con naturalidad en la misericordia, tenemos un gran recurso: María.  El Vaticano II formuló de la siguiente manera su amor maternal: «Con su amor materno cuida a los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada».

          Con una madre prototipo de una renovada cultura y espiritualidad cristiana de la misericordia, es fácil, a pesar de nuestras limitaciones y flaquezas, sentir el estado de ánimo audaz y confiado para colgarnos del cuello.

 

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