Limosna: Ideología, misericordia y justicia. San Agustín
Limosna: Ideología, misericordia y justicia. San Agustín
Las ideologías intentan imponernos su forma de entender la sociedad y la persona. Son exclusivistas, por lo que no permiten la existencia de otras formas de entender lo que sucede a nuestro alrededor. Siempre intentan imponerse por la fuerza del poder humano. Producen leyes, derechos, equidades sesgadas y castigos. Desechan a quien se atreve a señalar el engaño que llevan consigo. Juzgan con un juicio benévolo a quien está en línea con sus ideales y condenan para quien se sale del molde de su ideal.
Pero ¿Cómo juzga Dios lo que damos a quien necesita de nosotros? ¿Nos juzga de la misma forma que nosotros hacemos? ¿Juzga por el dinero o lo hace por algo que no siempre se ve? Veamos lo que nos dice San Agustín sobre el episodio evangélico del pobre Lázaro y el rico Epulón:
¿Acaso aquel pobre fue transportado por los ángeles recompensando su pobreza y por el contrario, el rico fue enviado al tormento por el pecado de sus riquezas? En el pobre se patentiza glorificada la humildad, y en el rico condenada la soberbia.
Brevemente pruebo que no fue atormentada en el rico la riqueza, sino la soberbia. Sin duda que el pobre fue llevado al seno de Abraham; pero del mismo Abraham dice la Escritura que poseyó en este mundo abundante oro y plata y que fue rico en la tierra. Si el rico es llevado a los tormentos ¿Cómo Abraham había precedido al pobre a fin de recibirlo en su seno? Porque Abraham en medio de las riquezas era pobre, humilde, cumplidor de todos los mandamientos y obediente. Hasta tal punto tuvo en nada las riquezas que se le ordenó por Dios inmolar a su hijo para quien las conservaba (Gn 22,4).
Aprended a ser ricos y pobres tanto los que tenéis algo en este mundo, como los que no tenéis nada. Pues también encontráis al mendigo que se ensoberbece y al acaudalado que se humilla. Dios resiste a los soberbios, ya estén vestidos de seda o de andrajos; pero da su gracia a los humildes ya tengan algunos haberes mundanos, ya carezcan de ellos. Dios mira al interior; allí pesa, allí examina. (San Agustín. Comentario al Salmo 85)
Los prejuicios ideológicos nos inducen a pensar que quien tiene alguna riqueza es siempre una mala persona. ¿No nos estamos juzgando a nosotros mismos cuando lo hacemos? Demos un paso más, ¿Qué pensar de quien recrimina a un rico por su riqueza? Podríamos pensar que es un desalmado que envidia la suerte del criticado, pero se nos escapa que quizás lo que hace es señalar una injusticia y no sabe expresarla convenientemente. ¿Con qué visión o entendimiento nos quedamos? Sólo Dios puede juzgar el corazón de las personas, tanto si es rico en dinero y poder, o si es pobre en capacidad de comprender y explicarse. ¿Quiénes somos para decir quien es el bueno y el malo? ¿Es que nosotros somos mejores que ellos?
Dice San Agustín: “Dios resiste a los soberbios, ya estén vestidos de seda o de andrajos”. Pero, al mismo tiempo, nos manda compartir con los demás aquello que Él nos ha dado en abundancia.
La justicia humana es incapaz de ser plenamente misericordiosa, sin dejar de ser justicia. La misericordia humana, tampoco puede ser perfectamente justa, sin dejar de ser misericordia. Sólo Dios puede ser perfectamente justo y misericordioso. Dejemos que Dios nos juzgue como personas sin que por ello dejemos de denunciar las injusticias que nos parecen evidentes. Tampoco dejemos de atender a quienes necesitan de nosotros, sobre todo en este tiempo de Cuaresma. Intentemos hacerlo sin juzgar a quien ejerce la misericordia ni a quien reclama justicia.
En cualquier caso, es casi un deber acrecentar las limosnas en estas fechas. ¿Hay forma más justa de gastar lo que os ahorráis con vuestra abstinencia que haciendo misericordia? ¿Y hay algo más perverso que entregar a la custodia de la avaricia, siempre presente, o a que lo consuma la lujuria aplazada, lo que se gastó de menos a causa de la abstinencia? Considerad, pues, a quiénes debéis aquello de que os priváis, para que la misericordia añada a la caridad, lo que la templanza sustrae al placer. (San Agustín. Sermón 208, 2)