Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Sin respeto en la familia, no hay calidad educativa que valga

por Luis Javier Moxó Soto

Muchos cifran, casi exclusivamente, la calidad educativa en la proporción de alumnos por docente, en el reconocimiento (retribuido también, claro) de su tiempo de trabajo o en la equiparación absoluta de todo tipo de docencia, por parte de la institución que sea: pública, concertada o privada.

Por mi parte no tengo tan claras esas consideraciones cuando a la base me encuentro con otra preocupación mayor dentro de las aulas: la falta de respeto básico por las más elementales normas de convivencia, y el continuo recuerdo o refuerzo de éstas con la aplicación de sanciones de diverso tipo y grado, según sea la gravedad y frecuencia de la norma transgredida.

Hay algo más básico y elemental, que es el origen de toda falta de calidad en la enseñanza, que se podría resumir en un principio: “Sólo quien está bien educado y obedece, puede educar bien y que le obedezcan” o, lo que es lo mismo: “Sólo quien respeta, y se hace respetar, es respetado”.

Hoy en día la mayor parte de los padres no sabe educar en lo que les corresponde hacerlo. Por eso los niños, preadolescentes y jóvenes están como están, y de esto no me cabe la más mínima duda, porque soy educador y padre también. Sin vivencia del respeto, virtudes y valores en la familia no se puede hablar de calidad educativa en ningún otro ámbito. Tampoco puede haber compensación en ningún otro sitio que no sea el ámbito familiar. La escuela académica nunca podrá suplantar a la escuela familiar, por mucho que lo intente o pretenda.

Y más que “derechos de todo asistente a un centro educativo” o “derechos de los hijos”, nos debiéramos proclamar más acerca de los “derechos y deberes de quien quiere realmente enseñar y aprender en un centro educativo y en una familia”. Todo lo que no sea un compromiso real es perder el tiempo.

Pienso en los que más sufren esa falta real de calidad educativa, los alumnos que han de soportar la falta de respeto y educación, en algunas ocasiones grave, de sus compañeros, con la consiguiente falta de atención, motivación y rendimiento académico.

Igualmente pienso en los docentes que han (hemos) de ingeniárselas una vez sí y otra también para lidiar con esos individuos, consagrados a interrumpir una vez sí y otra también el ritmo del aula, en el proceso ordinario de enseñanza-aprendizaje, con sus payasadas y salidas de tono, es decir, con su falta de respeto y educación, sobreponiéndose con su paciencia, enfrentándose al problema con coraje y creatividad docente, e intentando neutralizar el efecto negativo de ellos en el conjunto del grupo para conseguir una menor distorsión en el menor tiempo posible, siendo directos, eficaces, inmediatos y exitosos pedagógicamente, en la medida de las propias posibilidades, recursos e inteligencia.

También están aquellos padres que se han visto incapaces, bastante tarde por cierto, para reaccionar ya con coraje, con fuerza, ante unos hijos totalmente “desmadrados” y “despadrados”, víctimas (también ellos) de familias desestructuradas. Sobre esos, principalmente, recae el mayor peso de la deficiencia educativa, la falta de calidad en la educación en su base, en su origen.

Es mi opinión, una más, de un padre que es también docente, de un docente que es también padre.

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