Nobleza de corazón, mejor que de título
La nobleza, para mí, forma parte de un propósito personal, pero también de una visión que he podido tener sobre escasas personas determinadas. Pude ser noble de título, pero renuncié debido a mis convicciones. La vida luego me ha dado, de alguna manera, razón.
Tal vez me haya animado a escribir sobre este tema tan personal tras el comienzo de la lectura de una novedad editorial de ayer mismo “Yo, Cayetana” por Cayetana Stuart y Silva, duquesa de Alba. Leyendo lo que el padre de la actual duquesa de Alba supuso para su hija, también yo he pensado en mi padre, no con tantísimos títulos, pero sí muy noble por doble motivo.
La nobleza de corazón es algo que pedí hace tiempo se me concediera como semilla para irla madurando a lo largo de mi vida. Y de primer confesor de ese propósito fue, es curioso para mí decirlo hoy, Su Majestad el Rey Juan Carlos I. No digo que la haya alcanzado ya, pero lo cierto es que he tenido un maestro muy bueno en esa tarea: mi propio padre.
Y es que además mi padre, como casi he apuntado ya, reunía en sí no sólo la nobleza de espíritu o de corazón, sino también la de la posesión de un título nobiliario: el de Barón de Juras Reales, que el Rey Carlos III concedió a D. Mariano de Moxó y Marañosa para él y todos sus descendientes. Ahora estamos mis hermanos y yo, desde ese evento en la séptima generación.
Y, a tal efecto, hace ya unos años, se pidió hacer a un experto un árbol genealógico de la familia “De Moxó”, que por cierto tengo aquí mismo delante, y se remonta al 26 de febrero de 1356, pues en aquella fecha, al que veo como primero de dicho árbol, Don Berenguer de Moxó, se le concedió Privilegio de Caballero Generoso por el rey D. Pedro IV el Ceremonioso. No me extiendo en contar alguna peculiaridad de determinados miembros de esas diecinueve generaciones anteriores a la de mi familia porque no habría espacio suficiente.
Hace casi treinta años, cuando mi padre, el sexto del título, pero el séptimo desde el primero que lo ostentó, planteó la posibilidad de su continuidad en mí como hijo mayor o “hereu” me ví alejado en su valoración debida de esa segunda nobleza, nunca la primera y más querida por mí, que se me venía encima más como una losa que como una herencia preciada y apreciada. Y así se lo hice saber a mi padre para su enojo, a mi pesar. “Prefiero recibir lo mejor de ti en vida más que esperar a cuando nos tengamos que despedir, porque entonces nada lo podría compensar o recordar” y "el mejor título es el de hijo de Dios y de la Iglesia, los demás me sobran por muy altos que sean o parezcan", o algo así, le dije.
Y, relativamente poco tiempo después, hace unos veintisiete años y pico, él murió. Yo me ví en una situación bastante incómoda al respecto, debido a que estaba discerniendo mi vocación sacerdotal y religiosa, y no era el momento de decidir nada más. Y así, aunque dispusiera de plenos derechos de la ostentación de dicho título, renuncié al mismo por lo que no lo disfruté ni un solo momento. Tampoco tuve pena por esa negativa mía de la que era conocedor mi padre.
Por si quedase algo en mí, eso sí, escribí una carta a Su Majestad el Rey, explicándole mis motivos y pidiéndole su perdón por ese “desplante” a mi padre. Me respondió y así pude saber que de alguna manera participaba conmigo en la valoración de trabajar mejor por la nobleza de corazón que ya he dicho. No se podía comparar en absoluto con el gesto de su padre hacia él en la sucesión de la Corona, pero sabía que me entendería perfectamente. Además que, lógicamente ambos títulos, el de Rey y el de Barón, son el primero y el último, prácticamente, en la escala nobiliaria.
Y, cosas que tiene la vida, no he tenido hijos varones que hubieran continuado el apellido y el título de no haber renunciado al mismo, detalle del que me alegro, pues a mí me pareció como un guiño del destino sobre mi convencimiento y distinta pretensión.
Y, asimismo, aunque también mi padre me veía como futuro religioso y sacerdote, tampoco es que ésa fuera mi real vocación después de un difícil discernimiento, sino que tuve que descubrirla después de tiempo, y gracias a mi mujer, también dedicada a la enseñanza, como ha sido en mi caso la de profesor de Religión Católica.
Pienso que un padre puede estar orgulloso de su hijo sobre todo si cumple con ser fiel a su propio corazón, buscar la verdad y ser feliz. Al menos en eso no creo haberme equivocado. Pero sí que probablemente me quede mucho en eso de ser noble de corazón, aunque prometo que lo intento ser cada día, en primer lugar por mí mismo, pero también por mi padre y por una promesa Real.