La fe es la primera necesidad humana
¡Qué importante es darse cuenta del propio deseo y esperar alcanzarlo!, y ¡qué importante es desear aquello que uno verdaderamente necesita!
A poco que seamos conscientes vemos que la vida no depende de nosotros. Ni se nos pidió permiso para ver si deseamos nacer en tal o cual familia, ni en determinada situación social, económica,… o en este o aquel país, o teniendo estas u otras características físicas o de otro tipo. Tampoco sabemos a ciencia cierta cómo van a ser nuestros últimos momentos, para los que tampoco se nos va a solicitar autorización.
Empezamos a ser y antes no fuimos, y un día dejaremos de ser como somos ahora. Entre ese momento inicial y el final de nuestra vida en esta tierra tenemos unas necesidades básicas para mantenernos con vida, con una cierta vida saludable. Se trata de una auténtica pirámide, como ejemplifica Maslow, en la que desde lo más imprescindible o material, el sustrato de las necesidades homeostáticas e ineludibles, hasta lo más sublime o espiritual constituyen, mediante su satisfacción, el objeto de la suma de experiencias que vamos acumulando en la vida.
Buscamos, ¿quién no? experiencias enriquecedoras, satisfactorias, en nuestra vida, que nos hagan madurar, y ser más plenos.
Con frecuencia en ese elenco de necesidades nos olvidamos de la principal, o, mejor dicho, disfrazamos la búsqueda de las más superiores con la satisfacción de las inferiores. Si tenemos las más básicas cubiertas nos decimos que entonces es cuando podemos tender o perseguir las demás.
Podríamos proceder, no obstante, de modo inverso, es decir, partir de la necesidad principal, la que realmente es básica y desde allí ver y atender a todas las demás.
“No sólo de pan vive el hombre, sino que vive de todo cuanto sale de la boca de Dios” (Dt 8,3). La palabra de Dios es vida. Y si reconocemos bien, la principal necesidad del hombre es la vida, y ya hay uno que ha dicho “Yo soy la Vida” (Jn 14,6).
Así todo se ordena: desear la vida implica entonces desear al que nos la puede dar en plenitud, como escuchó la samaritana: “El que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14).
Para no caer en la rutina, en la mediocridad, en la tibieza, ni en la mezquindad, hemos de recordar que todo es posible al que tiene fe y pedir continuamente: “Creo, pero ayuda mi falta de fe” (Mc 9, 24).
Si el deseo más alto, y lo que constituye la grandeza del hombre es el deseo del infinito, como dice un autor francés, Chrétien, esa es nuestra primera necesidad, que no puede conocer el descanso ni la rutina.
Para el creyente, el proceso sería así: la purificación de nuestro deseo de Dios, la consciencia de aquello que vivimos y celebramos, y el necesario discernimiento al pensar qué tiene que ver mi propio yo con Jesucristo y lo que Él me pide y ofrece.
Si no somos capaces de hacer ese camino, si nos dormimos por comodidad o si nos detenemos por miedo, inconstancia o pereza no seremos nunca plenamente humanos, es decir no realizaremos la vocación para la que hemos sido formados por Otro, porque Él no elige a los capaces sino que capacita a los elegidos.