¿No distinguimos lo pasajero de lo que permanece?
La actualidad, con todo su carácter de anodina, sorprendente, y en algunos casos escandalosa, es la que nos hace reaccionar frente a sucesos, personas e instituciones.
Debiéramos saber en cada caso qué es lo que corresponde a algo superable, pasajero y de moda, y qué aquello que es auténtico, esencial, verdadero… permanente.
Y es que no hay un solo dato en nuestra experiencia humana que nos muestre fehacientemente, científicamente, que la realidad se resuelve en la positividad y que hay motivos de sobra para esperar un principio de discriminación de lo efímero y lo inmutable. Es más, pensamos, que todo se transforma, todo cambia.
Sólo el advenimiento del Acontecimiento por antonomasia, es decir la irrupción de lo eterno en nuestras coordenadas espacio-temporales, el nacimiento del verdadero Dios y verdadero hombre a la vez en una misma persona, ha venido a desbaratar del todo ese destino de lo mudable y finito, principio del relativismo, de la caducidad y la arbitrariedad.
Dependiendo la corriente que sigamos así será nuestra visión de la realidad: o anclada en la esperanza de una resolución positiva, no ingenua, de todo; o bien un destino fatal en el que se camina hacia un mayor desorden y caos.
La acción transformadora del Acontecimiento de Jesucristo ya comienza desde las primeras páginas del Génesis. Es el primer capítulo, el versículo primero nos dice “Al principio creó Dios el cielo y la tierra.” Sólo en el segundo ya reconoce: “La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo…” pero acto seguido continúa: “…mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas.” Se afirma desde el principio de las Sagradas Escrituras la acción creadora de Dios, y luego relata el caos, para reafirmar de nuevo su presencia espiritual sobre todo. También, después de cada jornada creadora, la expresión “Y vio Dios que era bueno” es motivo para recobrar la esperanza. Y así continuamente, incluso detrás de grandes pecados, errores y faltas de su criatura más acabada, está Dios, como buen Padre para mirar por encima de su frustración con gran misericordia, porque Él sabe esperar el momento propicio para pedir el fruto a su debido tiempo.
Y es que el tiempo y la paciencia de Dios son muy distintos a los nuestros. ¿Cómo podemos entonces procurar vencer nuestra tendencia a la queja, a la negatividad, y ver un poco más, mejor y más alto como la imagen y semejanza que de Dios somos?
Veamos nuestra propia historia y cómo Dios ha hecho su aventura de salvación con nuestra vida hasta ahora. Cómo Él ha ido disponiéndolo todo para que, a pesar de las múltiples dificultades que hayamos podido encontrar, haya merecido la pena haber vivido hasta este preciso instante. Porque ¿a ti mismo qué te has dado tú y qué me he dado yo para obtener, confiar o esperar una resolución positiva de todo?
Quizá le hayamos pedido a Dios en más de una ocasión el perdón o el consuelo necesarios para poder seguir, para poder caminar, para poder ser mejores, ¿es que acaso no nos ha respondido ya? ¿es que no hemos sabido leer esas líneas rectas de renglones torcidos tal vez?
Pienso que es muy importante y urgente cambiar nuestra raquítica perspectiva por la de Dios. Pidámosle tener parte en su visión sobre nosotros, nuestra realidad más inmediata, sobre la total, y especialmente aquella que más nos duele o incomoda, que nos hace quejarnos. Ahí necesitamos cambiar la percepción de nuestro tiempo por la suya, la de nuestra razón tan limitada por la suya iluminada plenamente por la fe, la esperanza y el amor, la de nuestra paciencia por la suya.
A modo de resumen: está en nuestras manos pedir lo que nos parece hoy imposible: discernir entre lo pasajero y lo que permanece para siempre, aquello para lo que estamos destinados para toda la eternidad. Vivamos en el tiempo de Dios, vivamos en Su Verdad.