Asturias 1934 (y 5)
Interesante relato del padre Cachero sobre su estancia como prisionero entre los revoltosos
A medida que los días nos van distanciando de los trágicos sucesos revolucionarios que han conmocionado a España, de manera especial a la región asturiana, la prensa de las distintas provincias van dando cuenta de los relatos que del movimiento sedicioso les son proporcionados por personas que, por haber vivido aquellos angustiosos días o por informaciones indirectas recogidas en los lugares de la tragedia, tienen conocimiento de cuantos atentados, crímenes y desmanes se han realizado.
Numerosísimas personas que presenciaron tan horrendos sucesos han abandonado aquellas zonas norteñas, arrasadas por las llamas y la dinamita, buscando paz a su espíritu, reposo a sus cuerpos doloridos y un sedante a sus nervios, alterados ante la incertidumbre de poder salvar sus vidas.
A Salamanca ha llegado un religioso dominico, el reverendo padre Domingo Cachero, que residía en el convento de Oviedo a raíz de los sucesos y que milagrosamente pudo salvar su vida después de una interesante odisea. Para conocer esta le han visitado los periodistas en el convento de San Esteban.
El padre Cachero, con palabra fácil, que en ocasiones se torna vertiginosa por la celeridad que le imprime su temperamento nervioso, al que frena una férrea voluntad, relata sus padecimientos junto a los revolucionarios de los que fue prisionero.
Los primeros síntomas de que algo anormal sucedía, empezaron a manifestarse el día 4 por la noche. Al día siguiente les dijeron en el convento que a unos cinco kilómetros alrededor de Oviedo, habían caído las primeras víctimas: unos guardias civiles y de Asalto. Ese mismo día ya se sintieron en la capital muy frecuentes disparos, continuando así durante toda la noche.
A las nueve de la mañana del día 6 se declaró en todo el perímetro de Oviedo una batalla campal espantosa, en la que se pusieron en juego fusiles, bombas de mano, ametralladoras y aún algunos cañones; y a la una y media de la tarde ya se oyeron voces de que los rojos ya eran dueños absolutos de la ciudad. Aparte de la consiguiente preocupación, nada anormal había ocurrido en el colegio de los padres dominicos, hasta que hacia las dos de la tarde cayó una bomba en el patio. Fue entonces cuando los religiosos trataron de ponerse a salvo y cada uno salió por donde pudo.
Un grupo de religiosos tomó la dirección de la carretera de Castilla, no tardaron en ser sorprendidos por los revoltosos, los cuales les condujeron a Mieres, siendo encerrados en los calabozos del Ayuntamiento, de pésimas condiciones higiénicas, y la alimentación dejaba bastante de desear; pero lo peor de todo es que aquellos revolucionarios parece que se habían impuesto la obligación de insultarles constantemente día y noche. Con este trato pasaron los días en el calabozo, hasta que en la madrugada del viernes al sábado, es decir del 12 al 13, a eso de las tres de la mañana, les sorprendió la voz agitada de uno de sus guardianes que les decía: “¡Sálvese el que pueda porque no respondo de las iras populares!”
Todos los religiosos huyeron, tomando la dirección del ferrocarril vasco, pero al llegar a Soto Rivera, nuevamente fueron apresados por elementos que obraban según las órdenes del Comité revolucionario de Oviedo, y en una camioneta les condujeron al edificio del Instituto, a donde llegaron sobre las diez de la mañana. Dos horas llevarían los religiosos en citado centro docente, cuando una formidable explosión hizo trepidar el edificio, derrumbándose una porción considerable de una pared y tras ella buena parte del piso en el que se encontraban.
Tan pronto reaccionaron de la tremenda explosión, los presos huyeron a la desbandada: unos marchaban a la parte baja del edificio y otros procuraban ir a la parte alta, para procurar salir y huir por una casa próxima al Instituto, o al menos para ver de lograr la salida por el jardín.
Ya en el jardín el núcleo de religiosos, tomando varias direcciones: unos cincuenta cruzaron la calle Pérez de la Sala, a unos ocho metros de distancia de la de Santa Susana, y se refugiaron en una gran casa de personas de suma confianza para ellos.
Apenas habían entrado en dicha casa, Oviedo tembló a consecuencia de una explosión más formidable que en la anterior, y el Instituto, por efecto de la dinamita, quedaba convertido en ruinas.
En aquella casa donde se refugiaron más esperanzados, permanecieron hasta el domingo. Serían las seis de la mañana, cuando llegaron a sus oídos las aclamaciones que se dirigían a los soldados de Regulares, y diez minutos después pudieron cerciorarse con alegría infinita que los Regulares, en efecto, marchaban por las calles de Oviedo. Supieron también más tarde que dichas tropas, durante la noche del viernes al sábado, habían permanecido en Oviedo, pero no habían querido acusar su presencia, limitándose a guardar las salidas de la población.
Los primeros que se lanzaron a las calles fueron unos veintiocho guardias de Asalto que habían estado sitiados, y ni cortos ni perezosos se incorporaron a los Regulares. Los religiosos tenían necesidad de buscar casas de personas conocidas o caritativas que se comprometiesen a albergarlos, y a las diez de la mañana se presentó a ellos el marqués de la Vega de Anzó, invitando a los que no tenían alojamiento para que fuesen a comer al domicilio de un pariente suyo, el marqués de Aledo, y allí se encaminaron varios religiosos, entre ellos los reverendos padres Esteban Sánchez y Domingo Cachero.
Hay que recordar que el Comité revolucionario había prohibido terminantemente que nadie albergase en su domicilio a ningún religioso y lanzaba serias amenazas a los contraventores de esta orden.
Sin embargo, muchas personas de buenos sentimientos y noble corazón procuraron ocultar cuanto les fue posible a numerosos religiosos. Ante las órdenes de los revolucionarios y para no comprometer la vida de nadie, el padre Cachero al salir de huida del Instituto, se presentó directamente por la noche a un centinela de los sediciosos, al que dijo su nombre, profesión y procedencia.
Como el padre Cachero no se hallaba bien de la vista, apenas veía, máxime que la ciudad carecía de luz, ya que los servicios de gas y electricidad habían sido interrumpidos por aquellos, dos soldados rojos le cogieron –justo es reconocer que con algún cuidado- cada uno por un brazo y le condujeron al Ayuntamiento, llevándole a presencia del que hacía de juez, ante el cual hubo de repetir la declaración hecha ante el centinela, el cual afirmó que estas manifestaciones no variaban de las anteriores, y entonces el juez le dijo: “Así se hace, se dice siempre la verdad. No tenga cuidado, que no le pasará nada”.
Fue al día siguiente cuando trasladaron al padre y a otras ochenta personas, entre religiosos, militares y personal civil al Instituto, en donde tuvieron más tarde lugar tan horribles explosiones. Allí fueron encerrados en habitaciones que reunían buenas condiciones higiénicas. Se les hizo practicar una dieta rigurosa. Lo que sí les dieron fue un excelente café, eso el mismo día 13, en que tres horas más tarde de esta atención, el edificio quedaba reducido a ruinas.
Refiere también el padre Cachero que en el convento de las Hermanas Dominicas, que afortunadamente no ha sufrido ningún daño, a excepción de la rotura de algunos cristales, se refugiaron algunos religiosos la tarde del día en que los Regulares hicieron acto de presencia.
En dicho convento se refugió el padre de los Dominicos de Oviedo y otro religioso, los cuales, después de la explosión primeramente registrada en el Instituto, despavoridos, comenzaron en su huida a cruzar huertas y saltar tapias, hiriéndose entonces el prior. Al sobrevenir la explosión en el Instituto, al saltar una tapia el padre Pallarés cayó al suelo, recibiendo tan tremendo golpe, que quedó muerto allí.
Cuenta también el padre Cachero que el padre Esteban, buscando albergue fue a parar a casa de un socialista, porque no conocía ninguna otra casa de Oviedo. La esposa del socialista, una santa mujer, le escondió en la carbonera, como lugar más seguro de la casa, y allí lo tuvo cuatro días, no pudiendo por más tiempo porque se veía comprometidísima. Al salir de esta casa fue prendido y conducido al Instituto, en donde permaneció al lado del padre Cachero, como ya hemos referido anteriormente.
De vez en cuando el padre Cachero se detiene para hacer memoria y coordinar tantas y tan hondas impresiones recibidas en aquellos días inolvidables.
Recuerda que uno de los días de su cautiverio, unos treinta y ocho religiosos y más de cuarenta guardias de Asalto fueron llevados al barrio de Santullano, en las cercanías de Oviedo, hacia el cuartel Pelayo, siendo conducidos en formación militar.
En las calles solo veían escasos grupos de chiquillos de catorce a dieciocho años, que les insultaban soezmente. Llegaron a dicho barrio sobre las doce del día, y les tuvieron de pie hasta las cinco o las seis de la tarde. Les dieron una ligera merienda, y apenas habían terminado de ingerir aquel alimento, de que tan necesitados estaban, hicieron explosión dos bombas de mano, que hirieron a dos guardias de Asalto.
Los revolucionarios encerraron en una habitación de escasamente nueve metros cuadrados a todos los prisioneros.
Uno de aquellos guardias heridos -dice el padre Cachero- comenzó a exclamar: “¡Virgen del Carmen, Madre mía, ayúdame!”. ¡Con qué fervor invocaba a la Virgen aquel pobrecito; con qué fervor indescriptible solicitaba la ayuda divina aquel hombre herido; conmovían sus palabras!
El herido comenzó a confesarse profiriendo grandes voces, mezcladas con los ayes que le arrancaban su dolor, y el padre le exhortó, le animó y le dio la absolución, que el desgraciado guardia recibió con pleno conocimiento. Minutos después había expirado.
Apenas había absuelto a este guardia, cuando un hermano en obediencia llamó al padre para que ayudara a otro guardia de Asalto, que también se hallaba herido de alguna gravedad. El padre no le permitió que se confesara entre tanta gente; le exhortó absolviéndole y el herido suplicó al religioso que no le abandonase. Así lo hizo; en la habitación quedaron solos el cadáver del guardia que momentos antes muriera cristianamente, el herido y el padre; los demás habían huido al ruido de una explosión.
Diez minutos después se presentó un centinela rojo, ordenando al padre que saliese en el acto. Obedeció, haciendo constar que si había permanecido allí era porque se lo suplicó el moribundo. Reconoció las razones el centinela y mandó al padre que se incorporase a la fila que ya se había formado en la carretera, para ser conducidos más tarde al Instituto.
Con ellos iba el canónigo don Francisco Baztán, que a pesar de ser joven y robusto, por molestarle una bota, no podía seguir el paso forzado de los demás. Un centinela ordenó al canónigo que se quedara en una fábrica por la que pasaron; allí lo introdujeron y el padre Cachero no volvió a saber más de él. Luego oyó decir que aquel había sido asesinado.
Nos refiere después el padre que al quedar a salvo, una vez que el Ejército se hizo dueño de la situación de la ciudad, marchó en tren hacia el Norte y desde Santander emprendió luego el viaje a Salamanca.
El padre nos ruega desmintamos la noticia que publica un diario de gran circulación de Bilbao, según el cual murieron en los sucesos cuatro religiosos dominicos en Oviedo.
Ha sabido el día 25, con absoluta certeza, que todos los padres dominicos del convento de Oviedo y de la residencia de La Felguera, se hallan sanos y salvos. El padre Cachero es asturiano y con alguna ironía se duele de ello, después de los desmanes que han cometido sus paisanos. Habla con gran vehemencia y en el curso de su conversación, siguiendo su rápido pensamiento, desliza algún comentario, pero inmediatamente se da cuenta y rectifica, y hace un alto en su charla. No quiere cometer ninguna indiscreción.
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