Hoy, 16 de noviembre, celebramos la fiesta de los mártires del Paraguay
Santos Roque González, Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo
Recordaba esta mañana, durante la celebración de los Mártires del Paraguay, la impactante escena con la que comienza la torticera película de "La Misión" (1986). Lo de torticera lo explicó bien Antonio Flores hace un par de años en: Desmontando 'La Misión', la película que fomentó la leyenda negra antiespañola
El director, Roland Joffé, tampoco acertó para nada con Encontrarás dragones (2011), en donde se narra desastrosamente parte de la vida de san Josemaría Escrivá de Balaguer. Pero bueno, hablamos de cine y es el propio Joffé quien se ha definido siempre agnóstico y de izquierdas, ¡qué esperar!
Lo cierto es que eran mis primeros meses de seminario menor y los Superiores nos llevaron ¡al Cine Imperio! en la toledana Cuesta del Águila (años después, en 1992, cerró sus puertas). Iluso de mí, pensé que eso se repetiría con frecuencia y fue la única vez en mis nueve años de Seminario. Para un imberbe y recién estrenado seminarista resultó impactante la primera escena en la que un misionero era atado a una cruz y arrojado vivo, después de haber sido martirizado, por las impresionantes cataratas del Iguazú.
De hecho, en cartel promocional de la película se colocó esa impresionante escena. Lógicamente, nada que decir de la increíble y oscarizada fotografía y de la magnifica banda sonora de Ennio Morricone...
LOS MÁRTIRES DEL PARAGUAY
Fragmentos de la homilía de canonización de san Juan Pablo II, el 16 de mayo de 1988, en Campo «Ñu Guazú» de Asunción (Paraguay)
Como Sucesor del Apóstol Pedro, tengo la dicha de celebrar esta Eucaristía, en la que son elevados a los altares un hijo de esta querida ciudad de Asunción, el padre ROQUE GONZÁLEZ DE SANTA CRUZ -primer santo de este queridísimo Paraguay-, y sus dos compañeros, los padres ALFONSO RODRÍGUEZ y JUAN DEL CASTILLO, nacidos en tierras de España, en Zamora el primero y en Belmonte (Cuenca) el segundo, los cuales, por amor a Dios y a los hombres, vertieron su sangre en tierras americanas.
Todos ellos gastaron su vida en cumplir el mandato de Cristo de anunciar su mensaje “hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). La fuerza salvadora y liberadora del Evangelio se hizo vida en estos tres abnegados sacerdotes jesuitas que la Iglesia en este día presenta como modelos de evangelizadores. Su inquebrantable fe en Dios, alimentada en todo momento por una profunda vida interior, fue la gran fuerza que sostuvo a estos pioneros del Evangelio en tierras americanas. Su celo por las almas los llevó a hacer cuanto estuvo en sus manos por servir a los más pobres y abandonados. Todos sus encomiables trabajos en favor de aquellas poblaciones -tan necesitadas de ayuda espiritual y humana-, todas sus fatigas y sufrimientos tuvieron como único objetivo el transmitir el gran tesoro de que eran portadores: la fe en Jesucristo, salvador y liberador del hombre, vencedor del pecado y de la muerte.
Hace un momento, al solicitar oficialmente la canonización de los padres Roque González de Santa Cruz, Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo, se ha pasado en reseña su vida santa, así como los méritos y gracias celestiales con que el Señor quiso adornarlos. En ellos, y en presencia de los frutos que obtuvieron en sus tareas de difusión de la verdad cristiana y de promoción humana, reconocemos las señales auténticas de los apóstoles, cuya vida está sólidamente edificada en la imitación de Cristo.
Sabiéndose responsables en cuanto a la necesidad de custodiar la dignidad humana en aquel momento de la historia, el padre Roque González, el padre Alfonso Rodríguez, el padre Juan del Castillo y tantos otros cristianos, afrontaron el tremendo desafío que había supuesto el descubrimiento del llamado Nuevo Mundo. Convencidos de que el Evangelio es mensaje de amor y de libertad, procuraron dar a conocer “la verdad en Cristo Jesús” (Ef 4, 21) a lo largo y a lo ancho de estas tierras.
En su afán de ganar almas para Cristo, el padre Roque y sus compañeros recorrieron todas estas tierras desde el estuario del Plata hasta las nacientes de los ríos Paraná y Uruguay, y hasta las sierras de Mbaracayú en el Alto Paraguay, afrontando todo tipo de incomodidades y peligros. Infatigables en la predicación, austeros en su vida personal, el amor a Cristo y a los indígenas los llevó a abrir caminos nuevos y levantar reducciones que facilitaran la difusión de la fe y aseguraran condiciones de vida dignas a sus hermanos. Itapúa, Santa Ana, Yaguapoá, Concepción, San Nicolás, San Javier, Yapeyú, Candelaria, Asunción del Yjuhí y Todos los Santos Caaró son nombres de lugares que han entrado en la historia de la mano de estos Santos. Lugares en que se promovió un auténtico desarrollo, que abarcó “la dimensión cultural, trascendente y religiosa del hombre y de la sociedad” (Sollicitudo rei socialis, 46).
Toda la vida del padre Roque González de Santa Cruz y sus compañeros mártires estuvo marcada plenamente por el amor: amor a Dios y, por El, a todos los hombres, en especial a los más necesitados, a aquellos que no conocían la existencia de Cristo ni habían sido aún liberados por su gracia redentora.
Los frutos no se hicieron esperar. Como resultado de su acción misionera, muchos fueron abandonando los cultos paganos para abrirse a la luz de la verdadera fe. Los bautismos se sucedieron ininterrumpidamente y continuaron también después de su muerte hasta abarcar multitudes. Junto a la administración de los sacramentos ocupaba un lugar primordial la instrucción en las verdades de la fe expuesta sistemáticamente y de modo asequible a los oyentes. Floreció también la vida litúrgica -bautismos solemnes, procesiones eucarísticas- y toda una piedad popular enraizada en la doctrina: congregaciones marianas, fiestas patronales de San Ignacio, música sagrada...
Al mismo tiempo, la labor de los padres jesuitas hizo que aquellos pueblos guaraníes pasaran, en pocos años, de un estado de vida seminómada a una civilización singular, fruto del ingenio de misioneros e indígenas.
De este modo se puso en marcha un notable desarrollo urbano, agrícola y ganadero. Los nativos se iniciaron en la agricultura y en la ganadería. Florecieron los oficios y las artes, de lo cual dan testimonio todavía hoy tantos monumentos. Iglesias y escuelas, casas para las viudas y huérfanos, hospitales, cementerios, graneros, molinos, establos y otras obras y servicios civiles surgieron en pocos años en más de treinta villas y pueblos por toda vuestra geografía y por las regiones vecinas. Con la palabra y el ejemplo de tantos santos religiosos, los aborígenes se hicieron también pintores, escultores, músicos, artesanos y constructores. El sentido de solidaridad conseguido creó un sistema de tenencia de tierras que combinó la propiedad familiar con la comunitaria, asegurando la subsistencia de todos y el socorro de los más necesitados. Se navegaron y exploraron los grandes ríos. Se hicieron descubrimientos geográficos y científicos, y llegaron a incorporarse a la civilización y a la fe territorios inmensos.
Con la prudencia que da el vivir en Cristo y movido únicamente por los valores del Evangelio, el padre González de Santa Cruz supo ganarse el respeto y la consideración tanto de los caciques indígenas como de las autoridades europeas de Asunción y del Río de la Plata. Su sentido de justicia -vivido en primer lugar con Dios-, le llevó a elevar su voz en defensa de los derechos de los indios. Junto con otros muchos eclesiásticos de la región, consiguió eliminar el yaconazgo en esta parte del continente y mitigar los abusos de la encomienda. Se formó así una legislación ejemplar, en un clima de concordia y armonía, que posibilitó la fusión étnica y cultural característica de este país.
La labor inmensa de estos hombres, toda esa labor evangelizadora de las reducciones guaraníticas, fue posible gracias a su unión con Dios. San Roque y sus compañeros siguieron el ejemplo de San Ignacio, plasmado en sus Constituciones: “Los medios que unen al instrumento con Dios y lo disponen a dejarse guiar por su mano divina son más eficaces que aquellos que lo disponen hacia los hombres” (San Ignacio de Loyola, Constitutiones Societatis Iesu, n. 813).
Por eso, estos nuevos santos vivieron en aquella “familiaridad con Dios, nuestro Señor” (Ibíd.), que su fundador quería como característica del jesuita. Fundamentaron así, día a día, su trabajo en la oración, sin dejarla por ningún motivo. Por más ocupaciones que hayamos tenido -escribía el padre Roque en 1613-, jamás hemos faltado a nuestros ejercicios espirituales y modo de proceder (Epist., 8 de octubre de 1613).
El padre Roque González de Santa Cruz y sus compañeros mártires fueron capaces de abandonar la vida tranquila del hogar paterno, el ambiente y las actividades que les eran familiares, para mostrar la grandeza del amor a Dios y a los hermanos. Ni los obstáculos de una naturaleza agreste, ni las incomprensiones de los hombres, ni los ataques de quienes veían en su acción evangelizadora un peligro para sus propios intereses, fueron capaces de atemorizar a estos campeones de la fe. Su entrega sin reservas los llevó hasta el martirio. Una muerte cruenta que ellos nunca buscaron con gestos de arrogante desafío. Siguiendo las huellas de los grandes evangelizadores, fueron humildes en su perseverancia y fieles a su compromiso misionero. Aceptaron el martirio porque su amor, levantado sobre una robusta fe y una invicta esperanza, no podía sucumbir ni siquiera ante los duros golpes de sus verdugos. Así, como testigos del mandamiento nuevo de Jesús, dieron prueba con su muerte de la grandeza de su amor.
El corazón incorrupto del padre Roque González de Santa Cruz constituye una imagen elocuente del amor cristiano, capaz de superar todos los límites humanos, hasta los de la muerte.
San Roque González de Santa Cruz [sobre estas líneas pintado por Raúl Berzosa], San Alfonso Rodríguez y San Juan del Castillo, como San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, fueron ejemplo de ferviente devoción a la Santísima Virgen -a la que invocaban como Virgen Conquistadora- en su anhelo por conquistar almas para Dios. La fe de vuestro pueblo y el celo de los primeros evangelizadores han dejado un elocuente testimonio de devoción a María en la multitud de advocaciones marianas que pueblan vuestra geografía y las regiones limítrofes. Sin aquella acendrada piedad y prácticas marianas, particularmente el rezo del Santo Rosario, no hubieran sido tan abundantes los frutos apostólicos por los que hoy damos gracias a Dios.