Miércoles, 13 de noviembre de 2024

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De soldado a obispo: san Martín de Tours

por Victor in vínculis

«Pocos libros -afirma Lamberto de Echeverría - habrán sido tan leídos como la Vida de San Martín, de Sulpicio Severo, sobre las maravillas que el taumaturgo de Tours había realizado. Sulpicio Severo, cuya Crónica nos muestra cómo, acostumbrado a trabajos de historia, había emprendido con entusiasmo, viviendo aún el gran hombre (+ 397), su tarea de biógrafo; es este entusiasmo y el talento literario del que da pruebas, lo que hace tan atrayente su trabajo...

Esta vida de Sulpicio Severo había de ser puesta por dos veces en verso: en el año 470 por Paulino de Perigueux, y poco después por Venancio Fortunato. De esta manera, en su versión original o en las versiones versificadas correría toda Europa. Las leyendas y la lírica de la Edad Media, los oficios litúrgicos, los sermones, los cantares y los poemas, los “misterios” representables en el teatro naciente, las vidas devotas, la escultura y la pintura llevarían por todas partes la imagen de este santo, el más popular y conocido de toda Europa.

Un fervoroso historiador suyo, Leçoy de la Marche, ha llegado a contar 3.667 parroquias francesas colocadas bajo su patronato, y su nombre sirve para distinguir 487 pueblos. Lo mismo ocurre fuera de Francia. En Alemania es sumamente conocido, acaso por sus actividades en Tréveris. Lo mismo ocurre en Italia y en España. San Martín sirve de titular a innumerables iglesias y ha sido objeto de una particular devoción y entusiasmo por parte de los artistas. En especial, la escena de Amiéns ha tenido la fortuna de un episodio evangélico. Sabido es que san Martín, todavía catecúmeno, partió la capa con un pobre. Y aquel pobre se le apareció en sueños, en figura de Jesucristo, cubierto de la media capa. El contraste entre el joven oficial del ejército romano y el pobre mendigo, el gesto magnífico del caballero cortando de un golpe de espada su espléndida capa, todo esto atrajo la imaginación del pueblo y de los artistas. Así, este tema se encontraría en las marcas de las librerías, en los hierros que servían para hacer hostias, en los peones esculpidos para el juego de damas, en los muebles y hasta en las mismas cubas que se utilizaban para la sidra.

Sigue refiriendo Lamberto de Echeverría que es conocido el episodio de El Quijote en que nuestro ingenioso caballero se encuentra con una docena de hombres vestidos de labradores, que llevaban unas cuantas imágenes cubiertas. Pide don Quijote que se las descubran, y la segunda resulta ser “la de san Martín puesto a caballo, que partía la capa con el pobre; y apenas la hubo visto don Quijote, cuando dijo: -Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente (es decir, que fue más valiente, y más que valiente liberal), como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre, y le da la mitad; y, sin duda, debía de ser entonces invierno; que, si no, él se la diera toda, según era de caritativo”.

La influencia de Sulpicio Severo sobre la hagiografía latina fue inmensa, y no solamente sobre los poetas, sino también sobre todos los narradores de vidas de santos. Algunos de los episodios recogidos, ya por él, ya por san Gregorio de Tours, en los cuatro libros que dedicó a coleccionar milagros de san Martín, han pasado a la literatura hagiográfica universal; por ejemplo, el del ahorcado a quien el santo salva la vida.

San Martín había nacido en Panonia (Szombathely), en Hungría, según parece, por encontrarse allí de guarnición su padre, tribuno militar. La educación la recibió, sin embargo, en Pavía. Cuando soñaba con la vida anacorética, se vio obligado a enrolarse en el ejército, y sirvió en la guardia imperial a caballo. Durante este tiempo, ocurrió en Amiens el conocido episodio de la limosna de la mitad de su capa entregada a un pobre. También se nos cuenta, para ponderar su cualidad, el hecho de que limpiara el calzado al esclavo que le servía de ordenanza. Por fin, preparado con estas prácticas de caridad, recibe el bautismo y se ve libre de sus obligaciones militares.

Resuena entonces en Francia un nombre insigne: el de san Hilario de Poitiers. Atraído por esta noble e insigne figura, Martín acude a Poitiers y se une a los discípulos del santo.

En el año 356 san Hilario se ve obligado a exiliarse al Oriente, como consecuencia de las querellas político-teológicas suscitadas por los arrianos. San Martín aprovecha este paréntesis para volver a visitar su Panonia natal, donde logra convertir a su madre. También allí ardían las controversias teológicas, y en alguna ocasión es azotado públicamente para castigar las actividades emprendidas por él contra el clero arriano. Con aquella maravillosa facilidad con que, pese a los toscos medios de comunicación entonces existentes, se desplazan los hombres en aquellos tiempos, le encontramos poco después en Milán, donde hace un ensayo de vida monástica cerca de la ciudad, hasta que el obispo arriano le expulsa. Durante algún tiempo se refugia en un islote de la costa ligur con un sacerdote. Y allí le llega la noticia de que san Hilario ha vuelto a Poitiers. Inmediatamente vuela a su lado.

Pero en Milán y en la isla ha tomado el gusto a la vida monástica. Por eso, apoyado por san Hilario, funda un monasterio en Ligugé. Sin embargo, aquella vida tranquila, al margen de los afanes del cuidado pastoral y de las querellas teológicas, iba a durar bien poco tiempo. Pronto los milagros vienen a señalar, junto con la ejemplaridad de vida del abad y de los monjes, su figura a los pueblos de alrededor. La sede de Tours estaba vacante. Con el pretexto de curar a un enfermo, se le hizo venir a la ciudad. Y una vez allí, el 4 de julio del año 370 (o acaso del 371), era consagrado obispo.

Falta hacía. Desgraciadamente, el episcopado galo-romano había cedido en aquellos tiempos al espíritu del mundo, y resultaba necesario el contraste con la figura penitente del nuevo obispo de Tours. Para acentuar más la concepción que él tenía del episcopado, uno de sus primeros actos fue fundar, en cuanto pudo, un monasterio, el de Marmoutiers, junto a su ciudad episcopal; monasterio que pasaría a constituir un auténtico semillero de obispos y sacerdotes reformadores en medio del relajado clero de las Galias de entonces.

Su método misionero estaba basado en la decisión y la valentía. Rodeado por sus discípulos, se llegaba al pueblo, convocaba la multitud, y uniendo la autoridad a la persuasión, conseguía la demolición del templo pagano y el derribo de los árboles sagrados. Hay que decir que, en especial bajo el emperador Graciano, sincero amigo del cristianismo, san Martín pudo contar en estas empresas con el apoyo de las autoridades civiles. Pero la verdad es que, independientemente de esto, su ascendiente personal debía de ser extraordinario. Prueba de ello está en el atractivo que ejerció sobre personajes de la talla de un san Paulino de Nola, un Sulpicio Severo y tantos otros que fueron saliendo de su abadía de Marmoutiers.

Después de una vida entregada al Evangelio, le llegó la muerte en uno de los sitios más bellos de Francia, en Candes. Se trata de un pueblecito en la confluencia de los ríos Viena y Loira. Edificado sobre una colina, el paisaje que desde allí se divisa es realmente maravilloso. La iglesia está en lo alto, y aún hoy, al entrar en ella, se ve, a la izquierda, una capilla, que señala el lugar exacto en que ocurrió la muerte del santo. Había acudido allí para apaciguar ciertas diferencias que habían surgido entre los clérigos. Se sintió desfallecer y se acostó.

Como una compensación a tantos ataques que había tenido que sufrir en los últimos años de su vida, de todas partes se alzó a su muerte un elocuente plebiscito de amor y veneración. La masa del pueblo le aclamó como santo. Una muchedumbre concurrió a sus funerales, señalando la prodigiosa vitalidad de la institución nacida en Ligugé. Pronto se elevó una modesta capilla sobre su tumba, que san Perpet (+490), sucesor suyo en Tours, transformó en una importante basílica, cuyo calendario, importantísimo en la historia de la hagiografía, conocemos por san Gregorio de Tours, y que nos proporciona uno de los primeros testimonios del tiempo de Adviento.

Aunque consta, ciertamente, que murió el 8 de noviembre, su fiesta se celebró desde el comienzo, el día 11, no sólo en Tours, sino en toda la Iglesia, a la que había llegado el conocimiento del resplandor de sus virtudes».

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