Asturias 1934 (4)
La odisea de un sacerdote ovetense que salvó milagrosamente la vida
Los periódicos izquierdistas pretenden negar todavía las crueldades cometidas por los revolucionarios en Asturias. El testimonio de las víctimas ha de acallar su voz, frustrando la campaña impune que realizan.
De entre los muchos religiosos apresados por las turbas revolucionarias y que, como el venerable párroco de San Esteban de las Cruces, fueron asesinados después de martirizados con un sadismo sin límites, quizás uno solo, don Manuel Gutiérrez, a quien salvó la Providencia, ha sobrevivido milagrosamente, y todavía con el rostro demudado por el dolor vivido, me ha contado su odisea a la misma puerta de la que la fue su casita humilde, de la que solo quedó en pie entre tanta ruina, el crucifijo de la capilla.
Él es quien habla:
-Fue al segundo día de la invasión minera. A las siete de la tarde se presentó en mi casa un grupo de revolucionarios ataviados con camisas rojas, y entre los que se destacaba uno que parecía ser el jefe, ya que era este el portador de una lista de nombres, en la que figuraba el mío. Me detuvieron, y entre tinieblas y gritos de consignas, pisando cristales y casquillos de balas, me llevaron al local de la Guardia Urbana, sito en la calle de Martínez Marina, convertido en cuartel del ejército revolucionario, en donde me mandaron tomar asiento con la amenaza de que, si me movía, me descerrajarían dos tiros.
Al cuarto de hora pude presenciar, horrorizado, la muerte de un carabinero, quien para evitarse los tormentos que le anunciaban los de aquella checa, se cortó la yugular con una hoja de afeitar.
Un sacerdote, el señor cura párroco de la Corte de esta ciudad, perdió la razón ante este espectáculo, y continuamente suplicaba arrodillado ante los verdugos, que lo fusilaran cuanto antes, entre lágrimas y gritos de ¡Viva Cristo Rey!, que eran respondidos por blasfemias y carcajadas bestiales.
Al tercer día de indescriptibles sufrimientos, nos llevaron atados al Instituto de Segunda enseñanza, habilitado también para prisión y polvorín. Allí fue donde nos comunicaron que estábamos condenados a muerte, y que pronto seríamos ejecutados por los procedimientos que ellos habían acordado para los curas, y así transcurrieron otros tres días interminables, durante los que fuimos objeto de toda clase de vejámenes.
Nos golpearon con las culatas de los fusiles y continuamente nos decían: ¡Si vais a morir, ya podéis iros preparando, perros fascistas!
Una de estas veces, nos reunieron para decirnos: “El Tribunal Rojo ha confirmado vuestras sentencias de muerte”. Acto seguido nos hicieron pegar la espalda a la pared, gritándonos mientras nos encañonaban con los fusiles: “¡Ahí quietos, al primero que se mueva lo asesinamos!”. Nos quedamos rígidos, esperando la muerte de un momento a otro. Pasaron diez minutos y entonces nos mandaron sentar. En algunos rostros se notaba hasta cierta contrariedad por esta nueva prolongación de la vida. Deseábamos que nos matasen cuanto antes, nuestros sufrimientos eran verdaderamente horribles.
Durante estos tres días estuvimos castigados a no comer ni beber. Solo una vez nos autorizaron para ir a beber a una charca próxima, en donde se lavaban ellos todos los días. Abrasados por la sed, fuimos dos prisioneros, siempre en medio de guardias rojos, en busca del agua nauseabunda, en la que flotaban el jabón y otras materias. Sé de tres compañeros nuestros de prisión que se volvieron locos. Uno de ellos, fuera de sí, se acercó al guardia rojo que nos vigilaba, y poniendo el pecho ante la boca del fusil, gritó desesperadamente: “¡Máteme usted pronto, por favor!”. “Todavía no es tu hora, si quieres morir, tírate por la ventana”, fue la respuesta.
Aquel desventurado no quiso oír más. Abrió un balcón y se lanzó a la calle, donde quedó muerto en el acto.
Al día siguiente nos encerraron y nos dejaron completamente solos en todo el edificio. Algo nos decía que una nueva amenaza nos rodeaba. Todos suponíamos llegado el momento supremo y en medio de un silencio sepulcral, nos arrodillamos a orar.
Una explosión formidable derribó entonces estrepitosamente el edificio del Instituto, excepto la sala del tercer piso, en donde estábamos unos cuantos, que no tardamos en vernos envueltos por las llamas. Aparatosamente, sin que en estos momentos pueda explicar cómo, nos dejamos caer por entre los escombros y ayudados por los guardias de Asalto, compañeros de prisión y desventura, nos descendieron hasta la calle, donde nos esperaban los revolucionarios para rematar a tiros a los que se hubiesen privado de la terrible explosión.
Huyendo despavoridamente, y perseguidos a tiros, conseguimos llegar a una casita abandonada, distante unos 300 metros. Allí llegamos unos 20 prisioneros; de todos los demás, hasta 60 no hemos vuelto a saber más.
Angustiados, sin saber qué hacer ni saber a dónde dirigirnos en tan desconcertante aventura, nos encaminamos a una casa de construcción moderna y pedimos un auxilio que en aquellos momentos creíamos no habría ser humano, que se negase a prestarnos. Pero tropezamos con un simpatizante del socialismo, que nos cerró la puerta con cajas destempladas. Al fin, una buena familia nos albergó hasta la mañana siguiente, en que, desfallecidos, nos llevaron al hospital, ya ocupado por las tropas de España.
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