Viernes, 22 de noviembre de 2024

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¿Para qué sirve el Tribunal Constitucional?

por Alejandro Campoy

Una tras otra y sin descanso. La más reciente ha sido la sentencia que avala la “constitucionalidad” del artículo 148.4 del Código Penal, reformado en su día de acuerdo con la nefasta Ley de Protección Integral contra la Violencia de Género, reforma que supuso de hecho la presunción de culpabilidad del varón (contra el precepto constitucional de la presunción de inocencia) y la desigualdad de penas para los casos en los que el agresor fuera el varón con relación a los casos en los que la agresora fuera la mujer.

Esta vez “sólo” han dinamitado los principios de igualdad ante la ley y el de presunción de inocencia. Pero hace muy poco reventaron el fundamental derecho a la vida al negarse a protegerlo cautelarmente, y en breve se cargarán la libertad de conciencia y la libertad de enseñanza. ¿En breve? No, los padres que hemos objetado a Educación para la Ciudadanía esperamos en este caso la sentencia para cuando seamos abuelos, abuelos objetores. Pero tanto da.

La cuestión es que existe un tribunal en España que tiene como única misión velar por la adecuación de todas las leyes al texto constitucional, y que lleva muchos años dedicándose a destruír esa misma Constitución precisamente a través de leyes contrarias a la misma. Esto nos da la medida de cual es el verdadero problema que asola nuestro país: la destrucción completa de todo el entramado institucional y del estado de derecho, proceso que sólo ha sido posible tras una destrucción previa de los elementos de cohesión y vertebración social.

Destrucción del tejido social y la sociedad civil a través de la educación, de unos medios serviles dedicados a idiotizar permanentemente a la misma, de unas políticas de exaltación del bienestar inmediato y del gozo y disfrute de los placeres sin límite, que provocaron en su momento una institucionalización de la adolescencia y una actitud de completa irresposabilidad del individuo ante sí mismo y ante la sociedad; usurpación por parte de los poderes póblicos de esas responsabilidades indelegables que a cada ciudadano corresponden como hipotético soberano de un estado democrático; infantilización de todo el cuerpo social acostumbrado a que posee un permanente derecho a que los poderes públicos se hagan cargo de todos sus problemas y necesidades sin que a él le corresponda el más mínimo papel en la resolución de tales problemas.

Así, ese cuerpo social infantilizado y estupidizado hasta el extremo ha llegado a creer que es al poder público al que le corresponde adjudicarle un trabajo, al que le corresponde proporcionarle vivienda, el que debe ocuparse de su salud y bienestar físico y mental, el que debe proporcionarle el ocio adecuado, el que debe trabajar por sus condiciones laborales, el que debe encargarse de la educación de los hijos, y así llegar a la consumación de un mundo feliz, en el cual el ciudadano no debe ocuparse absolutamente de nada ni le corresponde la más mínima responsabilidad individual.

De este modo, una vez que se ha conseguido infantilizar y lobotomizar a la sociedad, ya no hay ningún obstáculo para descomponer y necrosar el conjunto de las instituciones del Estado: los partidos políticos pueden dedicarse a la rapiña de espaldas a los ciudadanos y con total impunidad, los órganos de representación política, Congreso y Senado, se convierten en circos de escándalos y mediocridades sin que nadie levante la voz, el gobierno desgobierna al margen, por encima y por debajo de la ley, el poder político se convierte en un cobntubernio semimafioso con el poder económico, los medios de comunicación pasan a estar al servicio de los poderes públicos de todos los colores, la justicia se convierte en una simple prostituta que se vende al mejor postor y, en el extremo, al final aparecen “instituciones” que se dedican con toda la tranquilidad del mundo a hacer exactamente lo contrario a aquello por lo que fueron creadas, como es el caso del Tribunal Constitucional.

Pero en realidad nada de todo ésto es un problema, puesto que el ciudadanito tiene aún a Belén Esteban en la tele y a las joyas de la corona para animar las tertulias veraniegas; el otoño recuperará de nuevo la crisis económica como tema de debate prioritario, cuando en realidad TAMPOCO ÉSTE ES EL PROBLEMA, y mientras tanto España continuará en su estado de podredumbre y descomposición social e institucional, porque éste es el caldo de cultivo del que los partidos políticos se nutren de carroña y pueden seguir obteniendo sus beneficios inmediatos y sus correspondientes cuotas de poder.

Y lo peor: mientras se sigan gastando fuerzas y energías en luchas particulares, específicas, en temas monolíticos que impiden tener una visión de conjunto del problema en su totalidad, como son esas cuestiones inducidas mediante ingeniería social que tienen muy ocupada y preocupada a la gente (derechos de los animales, cambio climático, violencia de género, derechos de los gays y lesbianas, y por el otro lado, aborto, eutanasia, embriones, etc), no se podrá abordar el problema de fondo en su raíz, que no es otro que el colapso total de España como sociedad y como Estado, y la urgente necesidad de reconstruirlo desde los cimientos.

De este modo, queda a la vista de forma clamorosa que el problema no es la ley del aborto, el problema es el Congreso de los Diputados, que el problema no es la LOE, es el Tribunal Supremo, y que el problema no es la ley de matrimonios gays, sino el Tribunal Constitucional. Urge cambiar el centro de atención de las leyes concretas a las instituciones en su conjunto, y ahí parece que andamos un poco cortos de miras o prisioneros de ciertos respetos injustificados ¡Oh, no molesten a sus señorías! ¡No toquen al Rey! ¡Respeten y acaten las decisiones de la justicia!. No, miren, el problema son precisamente todos ellos, basta ya de distraerse con problemas derivados y vayamos de una vez a los problemas de raíz.

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